Martes, 8 de agosto de 2006 | Hoy
Por Miriam Cairo *
Ella quería quitármelo. Me dijo que buscara otro, pero yo no quería otro. Lo que me ponía más nerviosa eran los gritos de los vendedores de paraguas. Cada vez que llueve salen a hacer su negocio. Comprar paraguas cuando está lloviendo es de poco sagaces. Ella tenía un enorme Cristhian Dior mientras yo me mojaba. Las pocas mujeres que pasaban corriendo, golpeteaban los tacos por la vereda y gritaban taxi, taxi.
La nena que tocaba el acordeón todas las mañanas en esa esquina, no estaba. Esa ausencia me hacía sentir más sola. Su melodía formaba parte de mi espera. Yo le daba unas monedas y ella repetía aquella lejana canción una y otra vez hasta que él llegara con sus ojos cargados de devoción. Era una melodía muy triste para una chica de su edad. La nena tenía el mismo color de cabello que yo en la infancia. Ella los llevaba sueltos en cambio a mí, me los tranzaban. A su edad yo no habría estado parada en una esquina amenazada por semejante multitud. Una vez propuso tocarme otra canción pero le dije que no. Una puede perderse en canciones desconocidas, es peligroso.
Bajo la lluvia, la esposa me arrancó de mis pensamientos y me hizo una proposición. Dijo que si yo me marchaba me dejaba su paraguas. Era muy decente y tenía buenos modales. Pretendía que dejara a su hombre por un paraguas. No había extrañeza que pudiera compararse con la mía. Pero esa mujer era inteligente: se había dado cuenta de que a mí me castigaba más fuerte que a ella el temporal. Estaba muriendo de frío y mi terquedad no me habría permitido acercarme al paragüero para comprar uno de esos trastos negros, con mango plástico, económicos y útiles. Inmediatamente vinieron a mi memoria los días de lluvia que caminé abrazada a su esposo, bajo un enorme paraguas Cristhian Dior, similar al que ella sostenía como propio.
Por lo visto, ese era su paraguas. Ese era su esposo. Ese era su matrimonio. Su estantería emocional. Su resumen del mes. Este era mi sentimiento, mi intemperie, mi felicidad. Dependiendo de quién las observara, unas y otras realidades, unas y otras pertenencias parecerían nada.
El está enfermo, dijo. Yo lo había visto pocos días atrás y estaba maravilloso. Era evidente que mentía. No es que fuera mala persona sino que se veía obligada a actuar.
Yo me sentía débil. La mañana estaba cada vez más fría. La lluvia había arruinado mi ropa, mis libros, mis zapatos. Esa mujer arruinaba mi alma.
¿Podemos entrar al bar?, dije. Ella aceptó. Eligió la misma mesa que en otras oportunidades ocupáramos su esposo y yo. Ella pidió una lágrima y yo café doble. A las lágrimas me las tragaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, calladas, pero era evidente que ellos habían pasado muchas más horas juntos, y con un silencio más impenetrable. Ella se mostraba calma y segura. No parecía abrumada. Tenía el aplomo de un agrimensor de pie sobre su parcela.
El está enfermo, volvió a decir después de mucho rato y se le cayó el paraguas que había apoyado contra la pared. Era inevitable, en ese momento, que el orden de su vida y sus pertenencias resultaran turbados.
Pude haber dicho que lo nuestro era una manera de bajarnos del mundo para después continuar con el orden de las cosas, pero no estaba en condiciones de decir nada. Ella y yo no éramos lo mismo. Ella podía abrir su paraguas y llegar a casa con el cabello seco. Es fácil para una mujer precavida y orientada, conducir los pasos hacia la propia vida. En cambio yo no compraba paraguas y me resultaba fácil extraviar los pasos de mi vida. Ella me miraba con firmeza y yo no necesitaba su bondad.
El interior del bar estaba dividido. Hacia la derecha, los hombres que buscaban las peores noticias del diario. En el centro, los mozos que miraban cómo se mojaba la gente y sobre la otra vidriera, ella, su paraguas y yo.
Mientras ella no hablaba, yo pensaba en su esposo sostenido por ella y alumbrado por mí. ¿En qué nos habíamos convertido? Esa mujer quería borrar con su helada presencia todo lo que él y yo habíamos construido al calor de su ausencia.
Pese a todo, los ojos de mi raciocinio y mi corazón no se habían apagado del todo. Esa mujer no quería mi lugar ni yo, el suyo. Aunque siguiera lloviendo, aunque su actitud resolutiva y dominante me mostrara mi intemperie, yo no necesitaba su paraguas. Sentir la lluvia y temblar de frío era mi modo de columpiarme con los hilos del milagro.
Ella se marchó sin siquiera correr el resigo de rozarme. Después de todo el silencio, no dijo adiós. No podíamos decirnos adiós, ni culparnos, ni perdonarnos. Había muchas palabras sin sentido entre ella y yo.
* [email protected]© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.