Tal vez fue el vino.
O la palabra vino.
O el rumor de la palabra vino lo que hizo que el viento terminara en pájaro y la llanura en confusión.
Los trinos, los gorgoritos y las vocalizaciones de mi amiga dragona me acompañaron toda la noche.
Los fantasmas se jugaban a maravilla la carta de la aparición llenándonos la copa con la palabra melancolÃa.
La verdad es que tengo un coraje a toda prueba, dije.
SÃ, y una ingenuidad digna de respeto, dijo ella.
No pude ni quise tragarme ese sorbo de vanidad.
Mirá que animarte a hacerlo, agregó levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda.
Tal vez fue el hecho de hacerlo.
O la hache muda del hacer.
El silencio del hacer con la lÃnea ecuatorial dividiendo en dos la geometrÃa del cuarto.
Quién podrÃa asegurarlo con el verbo asegurar tan cargado de perplejidades como una manzana a punto de caer, como un diario lleno de poesÃa.
Si me preguntás cómo lo hice, te digo que con el dedo meñique de Dios. Pero a Dios no le gusta que le usen el dedo meñique, replicó ella.
Y esa fue mi osadÃa, dije yo.
Esa fue tu ingenuidad, replicó ella levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografÃa infinitesimal.
Lo cierto es que la noche cerraba los ojos y para abrirlos hacÃa un esfuerzo que rayaba con la gloria.
Nosotras no nos movÃamos, porque la noche tiene esas cosas,
no te deja mover
o te mueve demasiado
o te saca una niña del cuerpo
y la coloca en el medio de la lÃnea ecuatorial.
Esa noche nosotras no nos podÃamos mover.
Nos movÃamos y no nos podÃamos mover.
Es difÃcil explicarlo con el verbo explicar.
Llenábamos la copa con el color morado de la palabra vino y de la palabra amor.
El dedo meñique de Dios entraba justo en el centro de la palabra. Y la escarbé, la escarbé toda la noche, aprovechando su sueño pesado y divino.
A quién se le ocurre usar el dedo de Dios como una gubia. Va a llegar un momento en el que no voy a encontrar la manera de salvarte de tus méritos, dijo ella levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografÃa infinitesimal y efÃmera.
Y la palabra empezó a comportarse como un pez que le tiene miedo al agua, pero nadaba para atrás para que se le metiera en los ojos, y la palabra me nombraba como si yo fuera producto de su imaginación o alguna otra cosa parecida, le seguà contando a mi amiga sin darle tiempo a una interrupción para no perder la hache muda del hilo de los hechos, y ella seguÃa levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografÃa infinitesimal, efÃmera, divina.
La niña seguÃa de pie en la lÃnea ecuatorial y jugaba con un cachorro de palabra recién nacida.
Esa palabra, dijo mi amiga.
Ese animal, dije yo.
Esa gubia de Dios meñique en la imaginación, dijeron los fantasmas.
Esa dragona, dijo la niña.
Este poema en papel de diario, dijo el pez.
Que esto no es poesÃa, refutó el vengativo dedo Ãndice de Dios.
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