Sábado, 10 de octubre de 2015 | Hoy
Por Miriam Cairo
Tal vez fue el vino.
O la palabra vino.
O el rumor de la palabra vino lo que hizo que el viento terminara en pájaro y la llanura en confusión.
Los trinos, los gorgoritos y las vocalizaciones de mi amiga dragona me acompañaron toda la noche.
Los fantasmas se jugaban a maravilla la carta de la aparición llenándonos la copa con la palabra melancolía.
La verdad es que tengo un coraje a toda prueba, dije.
Sí, y una ingenuidad digna de respeto, dijo ella.
No pude ni quise tragarme ese sorbo de vanidad.
Mirá que animarte a hacerlo, agregó levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda.
Tal vez fue el hecho de hacerlo.
O la hache muda del hacer.
El silencio del hacer con la línea ecuatorial dividiendo en dos la geometría del cuarto.
Quién podría asegurarlo con el verbo asegurar tan cargado de perplejidades como una manzana a punto de caer, como un diario lleno de poesía.
Si me preguntás cómo lo hice, te digo que con el dedo meñique de Dios. Pero a Dios no le gusta que le usen el dedo meñique, replicó ella.
Y esa fue mi osadía, dije yo.
Esa fue tu ingenuidad, replicó ella levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografía infinitesimal.
Lo cierto es que la noche cerraba los ojos y para abrirlos hacía un esfuerzo que rayaba con la gloria.
Nosotras no nos movíamos, porque la noche tiene esas cosas,
no te deja mover
o te mueve demasiado
o te saca una niña del cuerpo
y la coloca en el medio de la línea ecuatorial.
Esa noche nosotras no nos podíamos mover.
Nos movíamos y no nos podíamos mover.
Es difícil explicarlo con el verbo explicar.
Llenábamos la copa con el color morado de la palabra vino y de la palabra amor.
El dedo meñique de Dios entraba justo en el centro de la palabra. Y la escarbé, la escarbé toda la noche, aprovechando su sueño pesado y divino.
A quién se le ocurre usar el dedo de Dios como una gubia. Va a llegar un momento en el que no voy a encontrar la manera de salvarte de tus méritos, dijo ella levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografía infinitesimal y efímera.
Y la palabra empezó a comportarse como un pez que le tiene miedo al agua, pero nadaba para atrás para que se le metiera en los ojos, y la palabra me nombraba como si yo fuera producto de su imaginación o alguna otra cosa parecida, le seguí contando a mi amiga sin darle tiempo a una interrupción para no perder la hache muda del hilo de los hechos, y ella seguía levantando las cejas y los párpados hacia arriba y hacia la izquierda, en una coreografía infinitesimal, efímera, divina.
La niña seguía de pie en la línea ecuatorial y jugaba con un cachorro de palabra recién nacida.
Esa palabra, dijo mi amiga.
Ese animal, dije yo.
Esa gubia de Dios meñique en la imaginación, dijeron los fantasmas.
Esa dragona, dijo la niña.
Este poema en papel de diario, dijo el pez.
Que esto no es poesía, refutó el vengativo dedo índice de Dios.
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