Llegaba tarde al trabajo. Desde hacÃa un tiempo me habÃa asumido como naturalmente impuntual. La frase parecÃa encerrar una contradicción en sà misma. Sin embargo, pensar la impuntualidad como mi color de pelo o la forma de mis uñas, me aliviaba moralmente. Ya no tenÃa que armar listas de excusas que funcionaran como razones. Incluso descubrà que estaba bien visto declararse impuntual. Los puntuales veÃan en ese gesto un acto de valentÃa y hasta una disculpa sin fecha de vencimiento. Ese dÃa tuve que volver a subir después de haber cerrado la puerta del edificio. No habÃa prestado atención y temÃa haber dejado abierta la de mi casa. Subà mientras pensaba que no llegaba a cargar la tarjeta, que tendrÃa que pedirle a un pasajero que me pagara, que no tenÃa que dejar todo para último momento. Me sonó el teléfono mientras corroboraba que habÃa cerrado. "Siempre la misma idiota". Mi amiga se rió del otro lado. SabÃa que la sentencia era autorreferencial. "SÃ, ya lo cargué. Se lo dejo a los chicos de enfrente" le dije en automático. Corté con una mano y pedà el ascensor con la otra. Como siempre, estaba llena de cosas: la mochila, la carpeta, los libros y la bolsa de la basura.
Bajé. Apuré el paso. Vi como los autos se amontonaban por Santiago mientras esperaban para cruzar San Juan. La distancia entre los vehÃculos era mÃnima. Si hubiesen sido personas que recién se conocÃan, no hubiese funcionado. Existe una distancia necesaria y primera que asegura una cercanÃa futura. Después de eso: todo fue ruido. Un estallido sostenido en un tiempo mÃnimo e indecible. Como una tela que se va rasgando y se escucha hebra a hebra como se deshace. De repente, la calle se habÃa vaciado. Sólo habÃa quedado un aullido. Vi como a ese aullido lo aplanaba el único auto sordo que seguÃa su camino. Un cuerpo contorsionado y tiritando de vida habÃa quedado a un costado de la calle. El flaquito que no tenÃa más de veintidós años balbuceaba en una lengua que podrÃa haber sido ser cualquiera, incluso, un sistema de comunicación no humano. A un costado, estaba su gorra y su moto. Un grupo de albañiles lo miraba con compasión de clase y otras personas, con cierta desconfianza. ¿Qué miedos genera un moribundo? ¿Cómo nos ataca alguien que está convirtiendo en un resto de vida? No supe qué hacer y llamé al 911. Allà me atendió una mujer amable de manual que me preguntó cosas que no podÃa responder: qué le pasó, cómo lo ve, usted es algo de él. Esa fue la única pregunta que con seguridad, podrÃa haber respondido: es uno de los nuestros. Pero a falta de rápidas respuestas, la mujer me retó diciéndome que no era ese el número al que tendrÃa que haber llamado y que tendrÃa que transferir el reclamo adonde correspondÃa. Sólo atiné a decirle "VenÃ. Porque se va a morir". Ella me dijo "Iremos a la brevedad". Supe en ese plural lleno de gibre administrativo que, rápidamente, no vendrÃa ni ella ni nadie. Supe que morir era una posibilidad entre otras y este mañana le tocaba a este flaquito. Debajo del cuerpo como una mancha de petróleo contaminante, la sangre crecÃa. Sus ojos ya casi no se veÃan de tanto parpadear y lo único que ahora llegaba a decir entendible era, lo evidente "Ay, qué me muero. No me dejen. Me muero". Este cuerpo abandonado a la suerte de una mujer de manual que debÃa transferir la llamaba tal vez número cincuenta y a una serie de iguales que lo mirábamos entre el desinterés y el desconcierto, me alertaba sobre una hacer silencioso y diario: la muerte es una rutina que un dÃa nos toca deshaciendo todas las demás.
Llamé a mi madre. Ella no entendÃa por qué lloraba. ¿Te robaron? ¿Estás bien? Dejá de llorar y decime qué te pasó ¿Estás bien? Le respondà en ese orden: no me robaron, no me pasó nada, no estoy bien. "Calmate". Le expliqué que un flaquito se iba a morir a media cuadra de mi casa. "¿Cómo puede ser que se muera?" Ella no me contestó. Yo tenÃa razón. La muerte no era una posibilidad entre muchas. Para el flaquito que parecÃa en constante descarga eléctrica, era la primera. Ella me dijo que ya iba a llegar la ambulancia, que me calmara. Que no habÃa pasado nada. Yo sentÃa que me habÃa pasado todo. Que la muerte habÃa venido a burlarse de mà y que yo no estaba lista para recibirla. ¿Cuándo se está lista para ver a la muerte sin temor, sin dolor? Era como cuando en la fiesta de Fin de año, mi primo Cristian me ponÃa dentro del vestido una cucaracha por la espalda y después me gritaba "flojita" mientras yo asustada me iba llorando. Nunca supe cómo hacerle frente a esa situación. Tampoco sabÃa cómo hacerle frente a esta.
Bajó una señora con guantes descartables de uno de los edificios importantes de la cuadra. Le levantó la cabeza y en ese movimiento el flaquito dejo de tiritar, de parpadear y comenzó a hablar sereno. La sangre, como por un pase mágico, se detuvo. Llegó la ambulancia. Se llevó al flaquito y la PolicÃa, la moto. Un albañil agarró la gorra que habÃa quedado como muestra y la tiró al contenedor. Abrieron nuevamente la calle. Volvió el tumulto de autos. Antes de cortar mi madre me dijo: "¿Viste que no sea iba a morir?" Ninguna de las dos supo nunca que pasó. Llegué muy tarde al trabajo. Mi impuntualidad declarada no iba ser suficiente. No me importó tener que explicar lo que habÃa pasado. "La tardanza por muerte de un desconocido no está contemplada en ningún artÃculo", me dijo la secretaria. "Descontame lo que corresponda. Después de todo, un dÃa vendrá la muerte y tendrá nuestros ojos".
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