Jueves, 28 de enero de 2016 | Hoy
Por Rosana Guardalá
Llegaba tarde al trabajo. Desde hacía un tiempo me había asumido como naturalmente impuntual. La frase parecía encerrar una contradicción en sí misma. Sin embargo, pensar la impuntualidad como mi color de pelo o la forma de mis uñas, me aliviaba moralmente. Ya no tenía que armar listas de excusas que funcionaran como razones. Incluso descubrí que estaba bien visto declararse impuntual. Los puntuales veían en ese gesto un acto de valentía y hasta una disculpa sin fecha de vencimiento. Ese día tuve que volver a subir después de haber cerrado la puerta del edificio. No había prestado atención y temía haber dejado abierta la de mi casa. Subí mientras pensaba que no llegaba a cargar la tarjeta, que tendría que pedirle a un pasajero que me pagara, que no tenía que dejar todo para último momento. Me sonó el teléfono mientras corroboraba que había cerrado. "Siempre la misma idiota". Mi amiga se rió del otro lado. Sabía que la sentencia era autorreferencial. "Sí, ya lo cargué. Se lo dejo a los chicos de enfrente" le dije en automático. Corté con una mano y pedí el ascensor con la otra. Como siempre, estaba llena de cosas: la mochila, la carpeta, los libros y la bolsa de la basura.
Bajé. Apuré el paso. Vi como los autos se amontonaban por Santiago mientras esperaban para cruzar San Juan. La distancia entre los vehículos era mínima. Si hubiesen sido personas que recién se conocían, no hubiese funcionado. Existe una distancia necesaria y primera que asegura una cercanía futura. Después de eso: todo fue ruido. Un estallido sostenido en un tiempo mínimo e indecible. Como una tela que se va rasgando y se escucha hebra a hebra como se deshace. De repente, la calle se había vaciado. Sólo había quedado un aullido. Vi como a ese aullido lo aplanaba el único auto sordo que seguía su camino. Un cuerpo contorsionado y tiritando de vida había quedado a un costado de la calle. El flaquito que no tenía más de veintidós años balbuceaba en una lengua que podría haber sido ser cualquiera, incluso, un sistema de comunicación no humano. A un costado, estaba su gorra y su moto. Un grupo de albañiles lo miraba con compasión de clase y otras personas, con cierta desconfianza. ¿Qué miedos genera un moribundo? ¿Cómo nos ataca alguien que está convirtiendo en un resto de vida? No supe qué hacer y llamé al 911. Allí me atendió una mujer amable de manual que me preguntó cosas que no podía responder: qué le pasó, cómo lo ve, usted es algo de él. Esa fue la única pregunta que con seguridad, podría haber respondido: es uno de los nuestros. Pero a falta de rápidas respuestas, la mujer me retó diciéndome que no era ese el número al que tendría que haber llamado y que tendría que transferir el reclamo adonde correspondía. Sólo atiné a decirle "Vení. Porque se va a morir". Ella me dijo "Iremos a la brevedad". Supe en ese plural lleno de gibre administrativo que, rápidamente, no vendría ni ella ni nadie. Supe que morir era una posibilidad entre otras y este mañana le tocaba a este flaquito. Debajo del cuerpo como una mancha de petróleo contaminante, la sangre crecía. Sus ojos ya casi no se veían de tanto parpadear y lo único que ahora llegaba a decir entendible era, lo evidente "Ay, qué me muero. No me dejen. Me muero". Este cuerpo abandonado a la suerte de una mujer de manual que debía transferir la llamaba tal vez número cincuenta y a una serie de iguales que lo mirábamos entre el desinterés y el desconcierto, me alertaba sobre una hacer silencioso y diario: la muerte es una rutina que un día nos toca deshaciendo todas las demás.
Llamé a mi madre. Ella no entendía por qué lloraba. ¿Te robaron? ¿Estás bien? Dejá de llorar y decime qué te pasó ¿Estás bien? Le respondí en ese orden: no me robaron, no me pasó nada, no estoy bien. "Calmate". Le expliqué que un flaquito se iba a morir a media cuadra de mi casa. "¿Cómo puede ser que se muera?" Ella no me contestó. Yo tenía razón. La muerte no era una posibilidad entre muchas. Para el flaquito que parecía en constante descarga eléctrica, era la primera. Ella me dijo que ya iba a llegar la ambulancia, que me calmara. Que no había pasado nada. Yo sentía que me había pasado todo. Que la muerte había venido a burlarse de mí y que yo no estaba lista para recibirla. ¿Cuándo se está lista para ver a la muerte sin temor, sin dolor? Era como cuando en la fiesta de Fin de año, mi primo Cristian me ponía dentro del vestido una cucaracha por la espalda y después me gritaba "flojita" mientras yo asustada me iba llorando. Nunca supe cómo hacerle frente a esa situación. Tampoco sabía cómo hacerle frente a esta.
Bajó una señora con guantes descartables de uno de los edificios importantes de la cuadra. Le levantó la cabeza y en ese movimiento el flaquito dejo de tiritar, de parpadear y comenzó a hablar sereno. La sangre, como por un pase mágico, se detuvo. Llegó la ambulancia. Se llevó al flaquito y la Policía, la moto. Un albañil agarró la gorra que había quedado como muestra y la tiró al contenedor. Abrieron nuevamente la calle. Volvió el tumulto de autos. Antes de cortar mi madre me dijo: "¿Viste que no sea iba a morir?" Ninguna de las dos supo nunca que pasó. Llegué muy tarde al trabajo. Mi impuntualidad declarada no iba ser suficiente. No me importó tener que explicar lo que había pasado. "La tardanza por muerte de un desconocido no está contemplada en ningún artículo", me dijo la secretaria. "Descontame lo que corresponda. Después de todo, un día vendrá la muerte y tendrá nuestros ojos".
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