El propio Gallego comenzĂł a contarme la increĂble pelea entre trolas justo en la carpa de al lado. “QuĂ© quilombo armaron —dijo—. No sĂ© bien por quĂ©.” Me parece que una de ellas habĂa sido ensartada por cualquiera de las otras mientras dormĂan la mona. Al despertar y darse cuenta de lo que le habĂan hecho se puso histĂ©rica, furiosa, incontrolable. Como una poseĂda arremetĂa con tremendas trompadas contra las demás que, todavĂa semidormidas, finalmente lograron escapar. Ya habĂa comenzado a contarme este asunto cuando venĂamos caminando y ahora me señalaba el promontorio de tierra evidentemente reciĂ©n removida donde estaba la Medimundo que al final terminĂł arrancada de cuajo por esa especie de gladiador con voz de señorita enfurecida... Mientras, al entrar, yo me fascinaba con la simple lona verde de esa carpa gigante atestada de bolsas de dormir, linternas, termos, bultos. Sobre todo bultos, no tan sabrosos como el del Gallego, al que incluso logrĂ© acallar succionando como loca hasta escuchar los tĂpicos jadeos de placer mientras sin palabras le decĂa que si le gustaba podĂa hacer llover su leche adentro de mi boca.
Afuera los demás esperaban como si hubieran sacado turno para el secretĂsimo debut. En menos de una hora, finalmente los tres ya habĂan descubierto el placer de lo prohibido. Algo que en el futuro cualquier trola, incluso no tan experta como yo, les podrĂa prodigar. Me encantaba saber que debutaban en mis fauces ya tan bien entrenadas. Eso, en el fondo de su memoria pasional, los dejarĂa siempre ansiosos y alertas por repetir la hazaña aunque no fuera conmigo, lamentablemente. Ya saciados, sin más nada de quĂ© hablar, necesitĂ© irme sin que ninguno se opusiera, aunque llevaba un papelucho con el numero telefĂłnico del Gallego en Buenos Aires para el seguro reencuentro en pleno invierno. Antes de salir, los tres al unĂsono me dijeron “Gracias”, una palabra inaudita como recompensa que me dejĂł por unos breves instantes casi enamorada. Mientras salĂa de la carpa, justo desde la de enfrente, como si algĂşn imprevisto dios del estĂo hubiera dado vuelta su caleidoscopio, otro muchacho, al mismo tiempo, sacaba la cabeza de su cueva y enseguida se oĂa una especie de chistido en el cierre apresurado del blanco refugio veraniego tal vez sĂłlo apto para dos, simplemente cargado sobre la mochila en sus esplĂ©ndidas espaldas de surfista tostado por mil soles.
Sus ojos, tan celestes, chocaron cual puñales con los mĂos. El rostro hermoso ensombrecido por un gesto en el que se mezclaban asco, desprecio y algo bastante indescifrable, ya que seguramente habĂa captado todo nuestro ajetreo anterior. (...) Además, al mismo tiempo, exclamaba algo entre dientes como advirtiendo con esa exhalaciĂłn que tuviera cuidado si seguĂa mirándolo, mientras escupĂa sobre la blanca arena. ÂżPero cĂłmo no contemplar, al menos de reojo, esa especie de Adonis huido de un Caravaggio en carne viva? Tanto esplendor de chongo adolescente, para colmo con esa sunga desteñida del mismo color que sus ojos marĂtimos. Este, del que jamás irĂa a saber su nombre, de inmediato me hizo olvidar los anteriores.
(...) Para colmo ese gesto suyo despectivo remarcando la bocaza algo furiosa me atrajo mucho más que, si por milagro, sonriera. Ya habĂa ordeñado tres toros al hilo pero este potrillo, ah, quĂ© postre fabuloso podrĂa resultar. Aunque por sus gestos ya sentĂas que al fin de todo iba a ser imposible seguir pensando en Ă©l. Ahora, para lograr algo de calma y además higienizarme, necesitaba entrar cuanto antes en el cercano mar.
Sin querer vi las marcas de sus talones de oro apresurados rumbo al mismo destino quizá sin saberlo. El mar siempre esperando. Una luz lila centelleaba el nuevo amanecer. Esto sucedĂa habitualmente en los dulces setenta. Toda Villa Gesell se transformaba en un enorme hotel alojamiento con sábanas de arena y dunas, además de tanto tamarisco o paraje abandonado listo para el placer. Bastaba con salir a eso de las tres de la mañana por la avenida principal mariconeando de lo lindo. A partir de esa hora seguro te ibas a topar con diversos enjambres de chongos ya borrachos y, por supuesto, superexcitados, colmando las veredas. En la ansiosa espera de algo, alguien, cualquier cosa, ya que las minas nunca alcanzaban. Es cuando comienzan a salir de las siempre repletas discotecas para seguir la farra por las calles, mientras acarician sus arpones como sacando punta al lápiz del deseo.
Aunque esa mezcla de diversos alcoholes da despuĂ©s un poco más de trabajo para levantar los mástiles lechosos. Son tan jĂłvenes. Por algo, despuĂ©s de una lambeteada, se vuelven marcadores de gruesa fibra, como es el caso del Gallego, potro bestial e inmune a tantas botellas pasando como mariposas de vidrio por la boca insaciable. (...) Me habĂa sĂşper rociado de perfume barato para minas, algo de osado rouge en la boca, rimmel, y por sobre todo un par de vasos de moscato para encender la audacia de salir a buscarlos.
Seguramente alguno de ellos capte mi zarandeo pseudoprostibulario. De inmediato va a seguirme con casi imposible disimulo como lo hiciera el Gallego aquella noche roja hipnotizado al verme cruzar frente a su grupo.
Claro que enseguida lo vi sumergirse en ese otro mar de acero de los coches repletos por seres deliciosos repitiendo canciones a los gritos con el hit del momento en sus radios a todo volumen: “Fuiste mĂa un verano”.
Una especie de maraña orgiástica de voces excitadas ya a esa hora tambiĂ©n dispuestos a cualquier cosa con tal de gozar. Gozar. Gozar. Como siempre, el alcohol era la droga más fácil de obtener. Algunos nuevos y extraños visitantes denominados “hippies” con el pelo muy largo, collares cubiertos con raros sĂmbolos y mostacillas, de vez en cuando pasaban en mĂnimas
banditas fumando algo con olor a trementina o incienso nunca percibido. Pocos sabĂan que se trataba de la reciĂ©n llegada marihuana. Tampoco, ni la más siniestra mente hubiera imaginado la terrible apariciĂłn de la peste rosa, como al principio llamaron al sida.
Cuando ya el Gallego estuvo cerca, le hice una seña para que me siguiera, tratando al mismo tiempo de disimular la conmociĂłn de sentir que por suerte habĂa dado en el blanco de su cuerpo perfecto. DoblĂ© por un paseo o alameda, como denominan a las calles transversales en este paraĂso. Frente a un enorme chalet todavĂa en alquiler, el Gallego al fin se detuvo y de inmediato, sin mayores rodeos, fue a los papeles. Me preguntĂł cuánto pagaba justo a mĂ, que tan bien adoctrinaba; respondĂ con otra pregunta redoblando mi precio. O sea que además podrĂa ahorrar. El se alzĂł de hombros y comenzĂł a sonreĂr taladrándome hasta los huesos. En realidad no era un simple taxi boy. Aunque finalmente el mismo precio hubiera servido para tres. ÂżCĂłmo? Es que enseguida aparecieron sus amigos para ver si algo raro le pasaba. De inmediato crucĂ© al kiosco de enfrente siempre abierto y comprĂ© una ginebra mientras ellos cuchicheaban y percibĂan la inesperada situaciĂłn como cándidas nenas reciĂ©n salidas del colegio secundario. Luego el Gallego señalĂł un cartel donde decĂa Camping a doscientos metros. En esa breve caminata, antes de llegar, el Gallego habĂa deslizado la telaraña experta de mis dedos dentro de su bragueta arrepollada. Estaba tan al palo que al principio, para disimular, mientras abrĂan la botella, se tuvo que sentar sobre la cerca del jardĂn con sus gruesas rodillas como melones hinchados de almĂbar. Este Gallego en verdad era un portento. TodavĂa su short guardaba algo de arenisca, pero lo esencial no podĂa resultar más cálido, grosso, sorprendente. Un remo enorme rosado y con pecas adivinadas dentro del nĂveo triángulo que ni siquiera el propio sol jamás hubiera osado toquetear. Otro de sus amigos era para colmo el tĂpico surfista alucinante de cabellera lisa renegrida y axilas tan velludas como dos nuevos sexos a inaugurar con el mismo sabor a salitre de su bermuda floreada sobre los talones. El tercero, tesoro, era como esa yapa que antes daban en los almacenes. Chiquito pero rendidor, justificando con creces la fama de los ponnies en su incesante trotar.
Fue cuando el Gallego, como para que hablara de algo, en medio de las risas algo tĂmidas de los otros, comenzĂł a contarme el bardo de las trolas. AprovechĂ© para dejar bien en claro que pertenezco a la más pura y legĂtima casta de pasivas. Soy casi una mujer, le dije. Enseguida mostrĂ© mis tetas depiladas que ellos miraron al unĂsono como si realmente fueran detectives del placer. Al llegar, casi todas las carpas estaban a oscuras. La Ăşnica luz venĂa desde esa enorme luna siempre curiosa y casi llena de nácar semental brillante.
Primero entrĂ© junto al Gallego y se desatĂł la fiesta inolvidable. De a uno por vez fueron pasando los siguientes con sus vergas marinas, altivas, tan sĂłlo para mĂ. De pronto todo se acabĂł, si no me hubiera topado al salir justo con ese otro del que ya dije caminaba muy apurado, por lo que decidĂ ni mirar hacia dĂłnde se dirigĂa, mientras encendĂ un simple y necesario cigarrillo masajeándome la mandĂbula de tanto dar y dar. Cuando lleguĂ© a la playa, desde la orilla, lo vi nadando adentro de las altas olas. Enseguida saliĂł, desnudo, con la sunga en la mano. Se logrĂł recostar sobre la orilla mojada ante la inmensidad del mar que le lamĂa los talones.
SerĂa el broche de oro de aquella noche interminable entre las dunas, porque tuvimos que salir enseguida de ahĂ por la creciente. Arrodillarse nunca fue tan placentero. SĂłlo con Ă©l tardĂ© más que antes, pero era tanto el disfrute de verlo entrar y salir como si mi boca fuera el más candente hueco que jamás hubiera encontrado. ParecĂa cabalgar y lo dejaba hacer hasta que de pronto llegĂł su espuma inconfesable, esta vez chorreando entre mis dientes, como estacas de piel que finalmente sacaba en silencio, sin decir ya nada, ni siquiera hasta luego. El sol habĂa salido entre sus piernas y, ahora, como un reflector, lo iluminaba cada vez más distante. NingĂşn dato, ni palabra. Nada dicho entre nosotros. Por lo menos me quedaba el consuelo de ver los anteriores. Como ahora, que marco de nuevo el nĂşmero telefĂłnico pero no, nada. Alguien responde:
—No, aquà no hay ningún Gallego, le repito. No insista. Déjese de molestar.
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