Viernes, 11 de abril de 2014 | Hoy
LOS SUBIDOS DE TONO
ADELANTO EXCLUSIVO DE SOFOCO (EDITORIAL MANSALVA), EL PRIMER LIBRO DE RELATOS DE FERNANDO NOY QUE SE PRESENTARA EL PROXIMO JUEVES A LAS 20, EN CASA BRANDON, LUIS MARIA DRAGO 236.
El propio Gallego comenzó a contarme la increíble pelea entre trolas justo en la carpa de al lado. “Qué quilombo armaron —dijo—. No sé bien por qué.” Me parece que una de ellas había sido ensartada por cualquiera de las otras mientras dormían la mona. Al despertar y darse cuenta de lo que le habían hecho se puso histérica, furiosa, incontrolable. Como una poseída arremetía con tremendas trompadas contra las demás que, todavía semidormidas, finalmente lograron escapar. Ya había comenzado a contarme este asunto cuando veníamos caminando y ahora me señalaba el promontorio de tierra evidentemente recién removida donde estaba la Medimundo que al final terminó arrancada de cuajo por esa especie de gladiador con voz de señorita enfurecida... Mientras, al entrar, yo me fascinaba con la simple lona verde de esa carpa gigante atestada de bolsas de dormir, linternas, termos, bultos. Sobre todo bultos, no tan sabrosos como el del Gallego, al que incluso logré acallar succionando como loca hasta escuchar los típicos jadeos de placer mientras sin palabras le decía que si le gustaba podía hacer llover su leche adentro de mi boca.
Afuera los demás esperaban como si hubieran sacado turno para el secretísimo debut. En menos de una hora, finalmente los tres ya habían descubierto el placer de lo prohibido. Algo que en el futuro cualquier trola, incluso no tan experta como yo, les podría prodigar. Me encantaba saber que debutaban en mis fauces ya tan bien entrenadas. Eso, en el fondo de su memoria pasional, los dejaría siempre ansiosos y alertas por repetir la hazaña aunque no fuera conmigo, lamentablemente. Ya saciados, sin más nada de qué hablar, necesité irme sin que ninguno se opusiera, aunque llevaba un papelucho con el numero telefónico del Gallego en Buenos Aires para el seguro reencuentro en pleno invierno. Antes de salir, los tres al unísono me dijeron “Gracias”, una palabra inaudita como recompensa que me dejó por unos breves instantes casi enamorada. Mientras salía de la carpa, justo desde la de enfrente, como si algún imprevisto dios del estío hubiera dado vuelta su caleidoscopio, otro muchacho, al mismo tiempo, sacaba la cabeza de su cueva y enseguida se oía una especie de chistido en el cierre apresurado del blanco refugio veraniego tal vez sólo apto para dos, simplemente cargado sobre la mochila en sus espléndidas espaldas de surfista tostado por mil soles.
Sus ojos, tan celestes, chocaron cual puñales con los míos. El rostro hermoso ensombrecido por un gesto en el que se mezclaban asco, desprecio y algo bastante indescifrable, ya que seguramente había captado todo nuestro ajetreo anterior. (...) Además, al mismo tiempo, exclamaba algo entre dientes como advirtiendo con esa exhalación que tuviera cuidado si seguía mirándolo, mientras escupía sobre la blanca arena. ¿Pero cómo no contemplar, al menos de reojo, esa especie de Adonis huido de un Caravaggio en carne viva? Tanto esplendor de chongo adolescente, para colmo con esa sunga desteñida del mismo color que sus ojos marítimos. Este, del que jamás iría a saber su nombre, de inmediato me hizo olvidar los anteriores.
(...) Para colmo ese gesto suyo despectivo remarcando la bocaza algo furiosa me atrajo mucho más que, si por milagro, sonriera. Ya había ordeñado tres toros al hilo pero este potrillo, ah, qué postre fabuloso podría resultar. Aunque por sus gestos ya sentías que al fin de todo iba a ser imposible seguir pensando en él. Ahora, para lograr algo de calma y además higienizarme, necesitaba entrar cuanto antes en el cercano mar.
Sin querer vi las marcas de sus talones de oro apresurados rumbo al mismo destino quizá sin saberlo. El mar siempre esperando. Una luz lila centelleaba el nuevo amanecer. Esto sucedía habitualmente en los dulces setenta. Toda Villa Gesell se transformaba en un enorme hotel alojamiento con sábanas de arena y dunas, además de tanto tamarisco o paraje abandonado listo para el placer. Bastaba con salir a eso de las tres de la mañana por la avenida principal mariconeando de lo lindo. A partir de esa hora seguro te ibas a topar con diversos enjambres de chongos ya borrachos y, por supuesto, superexcitados, colmando las veredas. En la ansiosa espera de algo, alguien, cualquier cosa, ya que las minas nunca alcanzaban. Es cuando comienzan a salir de las siempre repletas discotecas para seguir la farra por las calles, mientras acarician sus arpones como sacando punta al lápiz del deseo.
Aunque esa mezcla de diversos alcoholes da después un poco más de trabajo para levantar los mástiles lechosos. Son tan jóvenes. Por algo, después de una lambeteada, se vuelven marcadores de gruesa fibra, como es el caso del Gallego, potro bestial e inmune a tantas botellas pasando como mariposas de vidrio por la boca insaciable. (...) Me había súper rociado de perfume barato para minas, algo de osado rouge en la boca, rimmel, y por sobre todo un par de vasos de moscato para encender la audacia de salir a buscarlos.
Seguramente alguno de ellos capte mi zarandeo pseudoprostibulario. De inmediato va a seguirme con casi imposible disimulo como lo hiciera el Gallego aquella noche roja hipnotizado al verme cruzar frente a su grupo.
Claro que enseguida lo vi sumergirse en ese otro mar de acero de los coches repletos por seres deliciosos repitiendo canciones a los gritos con el hit del momento en sus radios a todo volumen: “Fuiste mía un verano”.
Una especie de maraña orgiástica de voces excitadas ya a esa hora también dispuestos a cualquier cosa con tal de gozar. Gozar. Gozar. Como siempre, el alcohol era la droga más fácil de obtener. Algunos nuevos y extraños visitantes denominados “hippies” con el pelo muy largo, collares cubiertos con raros símbolos y mostacillas, de vez en cuando pasaban en mínimas
banditas fumando algo con olor a trementina o incienso nunca percibido. Pocos sabían que se trataba de la recién llegada marihuana. Tampoco, ni la más siniestra mente hubiera imaginado la terrible aparición de la peste rosa, como al principio llamaron al sida.
Cuando ya el Gallego estuvo cerca, le hice una seña para que me siguiera, tratando al mismo tiempo de disimular la conmoción de sentir que por suerte había dado en el blanco de su cuerpo perfecto. Doblé por un paseo o alameda, como denominan a las calles transversales en este paraíso. Frente a un enorme chalet todavía en alquiler, el Gallego al fin se detuvo y de inmediato, sin mayores rodeos, fue a los papeles. Me preguntó cuánto pagaba justo a mí, que tan bien adoctrinaba; respondí con otra pregunta redoblando mi precio. O sea que además podría ahorrar. El se alzó de hombros y comenzó a sonreír taladrándome hasta los huesos. En realidad no era un simple taxi boy. Aunque finalmente el mismo precio hubiera servido para tres. ¿Cómo? Es que enseguida aparecieron sus amigos para ver si algo raro le pasaba. De inmediato crucé al kiosco de enfrente siempre abierto y compré una ginebra mientras ellos cuchicheaban y percibían la inesperada situación como cándidas nenas recién salidas del colegio secundario. Luego el Gallego señaló un cartel donde decía Camping a doscientos metros. En esa breve caminata, antes de llegar, el Gallego había deslizado la telaraña experta de mis dedos dentro de su bragueta arrepollada. Estaba tan al palo que al principio, para disimular, mientras abrían la botella, se tuvo que sentar sobre la cerca del jardín con sus gruesas rodillas como melones hinchados de almíbar. Este Gallego en verdad era un portento. Todavía su short guardaba algo de arenisca, pero lo esencial no podía resultar más cálido, grosso, sorprendente. Un remo enorme rosado y con pecas adivinadas dentro del níveo triángulo que ni siquiera el propio sol jamás hubiera osado toquetear. Otro de sus amigos era para colmo el típico surfista alucinante de cabellera lisa renegrida y axilas tan velludas como dos nuevos sexos a inaugurar con el mismo sabor a salitre de su bermuda floreada sobre los talones. El tercero, tesoro, era como esa yapa que antes daban en los almacenes. Chiquito pero rendidor, justificando con creces la fama de los ponnies en su incesante trotar.
Fue cuando el Gallego, como para que hablara de algo, en medio de las risas algo tímidas de los otros, comenzó a contarme el bardo de las trolas. Aproveché para dejar bien en claro que pertenezco a la más pura y legítima casta de pasivas. Soy casi una mujer, le dije. Enseguida mostré mis tetas depiladas que ellos miraron al unísono como si realmente fueran detectives del placer. Al llegar, casi todas las carpas estaban a oscuras. La única luz venía desde esa enorme luna siempre curiosa y casi llena de nácar semental brillante.
Primero entré junto al Gallego y se desató la fiesta inolvidable. De a uno por vez fueron pasando los siguientes con sus vergas marinas, altivas, tan sólo para mí. De pronto todo se acabó, si no me hubiera topado al salir justo con ese otro del que ya dije caminaba muy apurado, por lo que decidí ni mirar hacia dónde se dirigía, mientras encendí un simple y necesario cigarrillo masajeándome la mandíbula de tanto dar y dar. Cuando llegué a la playa, desde la orilla, lo vi nadando adentro de las altas olas. Enseguida salió, desnudo, con la sunga en la mano. Se logró recostar sobre la orilla mojada ante la inmensidad del mar que le lamía los talones.
Sería el broche de oro de aquella noche interminable entre las dunas, porque tuvimos que salir enseguida de ahí por la creciente. Arrodillarse nunca fue tan placentero. Sólo con él tardé más que antes, pero era tanto el disfrute de verlo entrar y salir como si mi boca fuera el más candente hueco que jamás hubiera encontrado. Parecía cabalgar y lo dejaba hacer hasta que de pronto llegó su espuma inconfesable, esta vez chorreando entre mis dientes, como estacas de piel que finalmente sacaba en silencio, sin decir ya nada, ni siquiera hasta luego. El sol había salido entre sus piernas y, ahora, como un reflector, lo iluminaba cada vez más distante. Ningún dato, ni palabra. Nada dicho entre nosotros. Por lo menos me quedaba el consuelo de ver los anteriores. Como ahora, que marco de nuevo el número telefónico pero no, nada. Alguien responde:
—No, aquí no hay ningún Gallego, le repito. No insista. Déjese de molestar.
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