Martes, 22 de marzo de 2011 | Hoy
Por Ariel Dorfman
Cuando Barack Obama desembarque en Chile por una visita de 24 horas, algo crucial va a faltar en su agenda. Habrá mariscos suculentos y discursos que elogien la prosperidad de Chile, acuerdos bilaterales y encuentros con los poderosos y los pomposos, pero no hay planes, sin duda, de que el presidente de los Estados Unidos tome contacto con lo que fue la experiencia fundamental de la reciente historia chilena, el trauma que el pueblo de mi país padeció durante los casi diecisiete años del régimen del general Augusto Pinochet.
Y, sin embargo, no sería imposible que Obama se asomara a una pequeña muestra de lo que fue la aflicción de Chile. A escasas cuadras del Palacio Presidencial de La Moneda, donde ha de ser agasajado por Sebastián Piñera, 120 investigadores se dedican asiduamente a recoger una lista definitiva de las víctimas de Pinochet para que se les pueda entregar alguna forma de reparación. Este es el tercer intento desde que terminó la dictadura, en 1990, para enfrentar las pérdidas masivas que ocasionó. Dos comisiones establecidas oficialmente ya habían escrutado una inmensa cantidad de casos de tortura, ejecuciones y prisión política, pero se fue haciendo claro, en la medida en que pasaban los años, que innumerables abusos de derechos humanos seguían sin identificarse. Y, de hecho, la indagación corriente ha recibido 33.000 solicitudes adicionales, horrores que todavía no habían sido registrados.
Aunque Obama no tiene derecho a leer ninguno de los informes confidenciales acerca de aquellos casos, unos minutos robados de su estricto calendario para hablar con algunos de los hombres y mujeres que llevan a cabo las pesquisas le informaría más sobre la escondida agonía de Chile que mil libros y reportajes.
Podría, por ejemplo, conversar con una investigadora llamada Tamara. El 11 de septiembre de 1973, el día en que Salvador Allende fue derrocado, el padre de Tamara, uno de los guardaespaldas de Allende, fue detenido, sin que jamás se supiera su paradero ulterior. Yo trabajaba en La Moneda en la época de la asonada militar y salvé la vida debido a una cadena de coincidencias milagrosas, pero el padre de Tamara no fue no tan afortunado, como no lo fueron varias buenos amigos míos, cuyos cuerpos todavía están sin sepultura.
O podría Obama auscultar los ojos de un abogado que conozco, al que lo secuestraron una tarde y que fue torturado durante semanas antes de que lo dejaran una noche en una calle desconocida, tan lejos de su hogar que fue inmediatamente arrestado de nuevo por romper el toque de queda. O por ahí Obama podría conversar con una antropóloga que tuvo que marcharse al exilio durante 14 años, perdiendo su país, su profesión, su idioma, y cuyo retorno a Chile fue tan angustioso como el destierro original, puesto que sus hijos, a raíz de su prolongada ausencia del país donde nacieron, habían decidido permanecer en el extranjero, lo que significa que esa familia estará para siempre escindida.
O si el presidente Obama se siente más cómodo conociendo lugares en vez de seres humanos de carne y hueso, podría familiarizarse con Villa Grimaldi, una casa de tormentos donde ahora se yergue un centro para la paz, o ceder diez minutos para visitar el Museo de la Memoria, donde hay exhibiciones que denuncian el terrible pasado de Chile.
Una razón por la cual tiene sentido que Obama haga todo lo posible por vislumbrar, aunque fuera a través de un vidrio oscuro, nuestra vasta y devastadora pena, es que los norteamericanos fueron, en gran parte, responsables de aquella tragedia. Washington ayudó y alentó y financió la caída del gobierno democráticamente elegido de Allende y la trayectoria dictatorial de Pinochet. En un momento en que la revuelta en Egipto, como en tantos otros países que se sacuden el yugo autoritario, le recuerda al mundo las consecuencias de sostener regímenes brutales, sería aleccionador para un presidente tan inteligente y compasivo como lo es Obama ver, de cerca y en forma personal, algunos de los hombres y mujeres que han sido destruidos por esa política.
Y Chile también ofrece un ejemplo de lo difícil que es confrontar los crímenes contra la humanidad, cuán difícil y también cuán necesario. En mi país hemos aprendido que si nuestra comunidad, nuestro pueblo entero, no mira de frente el pasado aterrador y arrastra hasta la luz su pesadumbre, si los responsables no reciben castigo, corremos el riesgo de que se corrompa nuestra alma misma.
Es una lección que Obama y sus compatriotas deberían imponerse. Dos años después de su inauguración, Guantánamo sigue abierta y no hay señal de que se proponga un enjuiciamiento de las violaciones de los derechos humanos bajo la administración de Bush ni tampoco una insinuación de que se les pediría perdón a las víctimas. Una comisión norteamericana que tome como modelo una como se ha establecido en Santiago podría constituir un primer paso hacia un ajuste de cuentas que, como bien lo sabemos los chilenos, no debería postergarse en forma indefinida.
Por importante que fuera esa experiencia para Obama, hay otra que sería aún más significativa. Por la noche va a cenar en el mismo Palacio Presidencial donde murió hace muchos años atrás Salvador Allende, en defensa del derecho de su pueblo a elegir su propio destino. Allende está enterrado en un cementerio no muy lejos de donde la elite del país va a estar brindando por la amistad eterna entre Chile y los Estados Unidos. En 1965, durante un viaje notable a Chile, Bobby Kennedy se salió del escrupuloso protocolo que se le había armado y se encontró con mineros expoliados y estudiantes universitarios hostiles y se sumergió en los problemas del país para conocerlos, para preguntarse cómo llegar a su resolución. ¿Y si Obama decidiera seguir el ejemplo de Kennedy –su ídolo, Bobby Kennedy– y se saliera del guión para hacer algo sin precedentes como una visita a la tumba de Allende? ¿Si muy simplemente se parase en ese lugar, estuviese a pie ante los restos de quien fue, como él, un presidente elegido por su pueblo, si le dedicara un par de minutos solitarios?
No sería imprescindible que pidiera perdón o expresara remordimiento por la intervención de los Estados Unidos en los asuntos internos de Chile ni por haber sostenido a Pinochet durante tanto tiempo. Bastaría ese gesto sencillo. Ese homenaje a un presidente que entregó su vida luchando por la democracia y la justicia social mandaría un mensaje a América latina, y de hecho a todo el planeta, que sería más elocuente que cincuenta discursos retóricos. Sería una señal de que quizá de veras sea posible una nueva era en las relaciones entre los Estados Unidos y sus vecinos al sur del río Bravo, que el pasado tan amargo e injusto nunca más ha de volver, nunca, nunca más.
* El último libro de Ariel Dorfman es Americanos: Los pasos de Murieta.
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