Sábado, 24 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Sandra Russo
Hace un par de semanas estaba en Tucumán, firmando libros después de una presentación en la librería El Griego. Preguntaba: “¿A quién se lo dedicamos?”, cuando alzaba la vista, sonriendo y bajando el cuello de nuevo, para garabatear un nombre y las dos palabras que elegí para repetir tantas veces: “Con alegría”. De pronto escuché la voz de una mujer que me hablaba al oído. Ella había dado la vuelta por atrás de mi silla, esquivando la larga fila frente a la mesa, y se había agachado, así que cuando escuché su voz giré la cabeza, pero no vi a nadie.
“Lo vas a cuidar mejor que yo. Era de mi papá”, escuché, y ahí le vi la cara, cuando ella apoyó un paquetito sobre mis rodillas. Le di un beso, le dije gracias, ella sonrió, se fue, y miré el paquete. Eran dos cajitas, una un poco más pequeña que la otra, envueltas en una hoja blanca cruzada por dos gomitas. Lo metí en la cartera y seguí con las firmas. Un rato después, cuando finalmente llegamos a la casa del Griego para el asado con la familia, me acordé y lo abrí.
La más chiquita era un estuche de Casa Guzmán, de la calle Cangallo, de Buenos Aires. Adentro había una medalla. El cobre un poco empolvado me dejó leer, cuando la froté: “Argentina con América para el mundo”, sobre el busto en relieve del general Juan Perón. Del otro lado, decía: “Asunción del mando presidencial - 4 de junio de 1946”. Ya entonces sentí un ligero vértigo en el estómago.
Después abrí la más grande. Era una plaqueta redonda, espléndida. Sobre el lado principal resaltaban los perfiles en relieve de Perón y Evita y un escudo coloreado del Partido Peronista, rodeado de laureles. En el reverso, sobre un sol en cuyo centro se leía la palabra “Ley”, el texto rezaba: “A la Constitución Nacional. Homenaje del Congreso de la Nación. Sala de la Constitución Justicialista. Año del Libertador Gral. San Martín. 18 de octubre de 1950”. Me fijé en la caja: en ella había una chapa de metal que identificaba al destinatario de la medalla: “Dip. Nac. Nerio M. Rodríguez”.
Cuando iba a cerrar esa caja, la más grande, apabullada por esos recordatorios que el destino había puesto en mis manos, ya con necesidad de saber algo más del Tucumán que esa noche había salido a mi encuentro, de la caja se cayó una tarjeta doblada en dos. La abrí. Leí: “Héctor J. Cámpora. V Año del Justicialismo del General Perón y Eva Perón”.
Después supe, intentando reconstruir ese tramo escamoteado de la historia de la que el diputado Nerio M. Rodríguez había sido protagonista, que ocupó ese cargo en 1946 por el Partido Laborista. Y eso, a su vez, me envió a los meses que siguieron al 17 de octubre del ’45, cuando por primera vez en la historia argentina los trabajadores accedieron a la política y al poder. El Partido Laborista había vertebrado ese apoyo en diversos puntos del país, pero sobre todo en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Tucumán. Esa fuerza y la UCR-Junta Renovadora habían sido los puentes principales para el acceso de Perón a la presidencia.
Un ensayo de la historiadora María Moira Mackinnon (Sobre los orígenes del Partido Peronista) se interna en esos años en los que Perón creó el Partido Unico de la Revolución (PUR), después de disolver a esos dos partidos que se encolumnaban tras su liderazgo. Contra otras lecturas anteriores sobre esa etapa, en la que otros historiadores dicen que no pasó nada más que la afirmación de un régimen autoritario, Mackinnon desgrana la enorme conflictividad que quedó instalada ya en el ’46, entre abogados y obreros, como emergentes, cada sector, de intereses y mundos simbólicos en pugna que no obstante fueron conducidos poco después hacia el Partido Peronista. Lo más atractivo de esa lupa histórica es que permite ver tensiones que irían reproduciéndose después, en otros escenarios, en otros contextos. Lo que abre esa ventana es la visión de una formidable construcción política, tejida con los hilos y los nudos de una clase ascendente y portadora cada vez de más derechos, y sectores variopintos que o bien se reservaban los derechos políticos para sí, confundiendo el derecho político casi con un bien cultural, o bien reclamaban oxígeno y espacio a un movimiento sindical en plena efervescencia.
Lo que pusieron sobre la mesa esas dos medallas tucumanas fue la enagua de aquel primer peronismo, un backstage en el que todo el tiempo se pusieron a prueba las lealtades y la capacidad de lectura de los acontecimientos. Mackinnon recuerda que pese a la resistencia de algunos dirigentes del PL, como Cipriano Reyes, casi todos ellos finalmente decidieron integrar el PUR “por razones que no conviene ignorar”.
En la declaración del congreso en el que el PL decidió esa incorporación, dejó constancia de sus tensiones internas. “Cuando el actual jefe de la Nación dio orden de disolver los partidos políticos que lo apoyaron con anterioridad a los comicios del 24 de febrero, fue aquella junta laborista la iniciadora del movimiento de resistencia, por considerar que no se le concedían a nuestro movimiento las garantías mínimas que tenía derecho a solicitar”, dice la declaración, explicando su negativa a integrar el PUR, aunque nunca había retaceado su apoyo a Perón. Precisamente lo que el PL admitía en ese texto era que aquella actitud “se tradujo en un juego favorable a las fuerzas antirrevolucionarias”. Visto esto, el partido “se afirma seguidamente como fuerza nacida al conjuro de la revolución popular”. Y finaliza: “No podemos justificar una oposición sostenida, que dentro de la esfera del gobierno existen hombres cuya actuación no nos satisface, si esta oposición se traduce en un entendimiento directo o indirecto con las fuerzas antirrevolucionarias, ya que nosotros los hemos elegido y debemos ahora facilitarles el avance hacia la administración ideal a la que aspiramos”.
A los diez meses de haber decidido quedarse afuera del peronismo, el PL vio “sólo dos caminos definidos a seguir: o pertenecemos al movimiento revolucionario y por consiguiente ingresamos sin reservas ni condicionamientos al Partido Peronista, o mantenemos nuestra intransigencia y vamos ineludiblemente a la unión con las fuerzas antirrevolucionarias en un partido nacional antiperonista”.
Cuatro años después, en 1950, en Tucumán había tres nombres dando vueltas para la candidatura a la gobernación. Uno de ellos era el del diputado Nerio M. Rodríguez. Ya habían tenido lugar la gran huelga azucarera del ’49, el enojo de Perón y la intervención a la organización sindical más fuerte de Tucumán, la Fotia, que nucleaba a los trabajadores de los ingenios y desacataba a la CGT. Tucumán era un hervidero en el que convivían ríspidamente obreros y abogados, pugnando por prevalecer. Perón mandó la orden de que el candidato no fuera ninguno de esos tres sino Fernando Riera, entonces ministro de Gobierno.
En las elecciones de 1950, Nerio M. Rodríguez fue nuevamente candidato a diputado, fue electo y prorrogó su mandato hasta 1952. Dos medallas obligan a contar esta historia.
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