Sábado, 11 de febrero de 2012 | Hoy
Por Sandra Russo
Recién el otro día, cuando murió Luis Alberto Spinetta, me di cuenta de que buena parte de mi generación, los que éramos pendejos en la dictadura, encontró en la dimensión spinettiana de la vida un refugio, un islote, un escondite. Porque hay un universo spinettiano adentro nuestro y algunas cosas existen sólo porque Spinetta las ha nombrado, y nos hemos comido esos nombres de flores, de piedras, de animales, de ánimas y luces interiores. Los hemos digerido y metabolizado, y para muchos nunca habrá una mejor manera de entender la compasión que la que él nombra en la “Plegaria para un Niño Dormido”.
Recién cuando volví a escuchar en ese continuado de aperturas y cierres de programas televisivos y radiales la música de Luis, me di cuenta de que cada una de ellas me mandaba a un momento preciso de mi propia biografía, como les pasó a miles. Pero además, mi propia biografía, como las de tantos, hubiera sido mucho más pobre de lírica si no hubiese sido por esos trances, por esos pliegues de esa otra dimensión de la existencia y de la realidad de la que él habló siempre. Su obra fue su aventura y su responsabilidad, su modo de estar entre los suyos y en este mundo.
En una de las pocas entrevistas que pasaron en la televisión –porque Spinetta nunca fue un videoartista, sino un artista a secas–, él, muy joven, decía que Sui Generis hacía una música con la que muchos pibes se identificaban, y que él no, que él buscaba un lenguaje. Y yo pensaba que muchos nos identificábamos, ya entonces, precisamente con eso, con la búsqueda de los lenguajes necesarios, los lenguajes que nos faltaban, los lenguajes de los que éramos sordos, mudos y analfabetos, porque lo mejor de nuestras humanidades juveniles permanecía adormecido y atenazado.
La obra de Spinetta es toda ella un camino indirecto, un camino sinuoso como lo que transmite, nada spinettiano es recto, nada es literal ni obsceno: sutilísimo, él nos habló de erotismo, de inocencia, de azabaches y jades, de diamantes, de duraznos que sangraban, de niñas que bailaban, de puentes amarillos. Nosotros en el secundario escuchábamos a Sui Generis. Y un día descubrí a Spinetta. El otro día me vino a la mente una imagen muy clara de antes de los veinte, mi amigo Richi y yo en un auto, el auto estacionado, yo poniendo un cassette de Invisible, haciéndoselo escuchar. “No lo entiendo”, me decía. “No importa”, le decía yo. “¿Pero qué son los tigres en la lluvia?”, preguntaba él. “Lo que veas”, le decía yo.
Un poco después lo conocí. El dueño de El Expreso Imaginario, a donde yo había llegado a través de una carta de lectores, era el manager de Luis Alberto en esa época, plena dictadura, 1979. La redacción quedaba en Cabildo y Teodoro García, y ahí se juntaba gente interesante. Para mí, pendeja y recién llegada de Quilmes, fue uno de esos momentos en la vida en los que a uno se le abren las compuertas de la mente y el corazón. Esos momentos era muy esquivos para los que éramos jóvenes entonces. Nos había tocado crecer en silencio, agazapados y acechados por tigres en la lluvia. El otro día, el día de su muerte, me di cuenta de que Luis Alberto y ese lenguaje que buscó locamente fueron una de las razones por las que muchos nos mantuvimos en uso de nuestras capacidades y no nos malogramos. Aquel primer fogonazo de rock nacional, que no por casualidad se gestó contemporáneamente al Cordobazo, fue lo que permaneció incomprendido por el poder y por eso mismo intocado mientras todo lo demás iba cayendo. Se prohibían libros, se prohibían discos, se prohibían letras. Pero la belleza era algo complicado de prohibir, porque hubo gente como Spinetta que podía hablarnos de lo bello sin que las bestias lo advirtieran. El fue el maestro de lo oblicuo. Por eso digo que Luis forma parte sustancial de un sentimiento colectivo, porque hubo una época en la que la belleza ética y estética, cuya conjunción siempre es política, fue el único sostén de resistencia. Y hablo de resistencias íntimas, de pactos con uno mismo. No hay segundo buen paso si ése no es el primero.
En 1980 se reunió Almendra después de diez años de separación, y tuve la suerte de ser la jefa de prensa de esa reunión, que incluyó varios Obras y una gira nacional. Otro tatuaje. La opresión se respiraba en el aire entrecortado de los estadios repletos de todo el país. Había tanta sed. En cada ciudad había que entregar las letras de las canciones del set, para que un censor local las revisara. En una de ellas, la palabra orgasmo era reemplazada por la palabra ocaso, para que no hubiera inconvenientes. Antes de la gira, hubo en Buenos Aires afiches callejeros para esa convocatoria. Merecen ser recordados. Decían: “Nos reunimos para cantar por una generación que falta”. Repito la fecha para poner en caja: 1980. Y en los estadios, después, fue inolvidable ver que había algo que nadie podía matar, algo que permanecía retobado, que eso que se quería exterminar se regeneraba, y que la falta de información no impedía buscar, buscar, buscar, porque había que vivir en la permanente actitud de buscar una luz o una salida.
Hay muchos temas de Spinetta que jamás me abandonaron ni abandoné. No son los clásicos temas que uno recuerda porque ese día se enamoró de alguien. Más bien, son canciones que evocan algo profundo de uno, algo constante y mutante al mismo tiempo: eso es la búsqueda, siempre. Un gran libro, una gran canción, una obra de arte puede desencajarnos, desestabilizarnos, movernos las ideas fijas, revelarnos, en fin, algo completamente nuevo. Me pasó de muy chica, escuchando “La búsqueda de la estrella”, la parte que dice “después de todo tú eres la única muralla. Si no te saltas, nunca darás un solo paso”. Lo escuché decenas de noches de diferentes épocas de mi vida, no es que esto pertenezca al pasado, no es que se trate de algo que se fue con la adolescencia, porque todavía hoy, cuando algún tigre me asalta en la lluvia, me doy fuerza cantando a Spinetta.
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