Sábado, 6 de marzo de 2010 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Washington Uranga
El “vale todo” es una modalidad de lucha en la que los combatientes pueden usar cualquier recurso o arte con el fin de doblegar a su adversario. El supuesto deporte ha ganado adeptos entre algunos fanáticos del boxeo que llegaron a la conclusión de que el violento enfrentamiento entre dos personas en el ring –una lucha de por sí sangrienta a la que muchos siguen designando como deporte y que remeda al circo de antiguas civilizaciones, agravada hoy por los intereses económicos– tiene demasiadas reglas que no permiten el goce de los aficionados. Así crece el “vale todo”. Sin reglas, sin limitaciones. Prácticamente nada está prohibido hasta tanto el contrincante, convertido en enemigo por la ferocidad de la lucha, no se dé por vencido y reclame piedad anunciando su derrota mediante golpes en la lona. Hasta que ello no suceda, nada ni nadie detendrá el ataque.
¿Alguna similitud con el escenario actual de la política argentina? Todas. Ya ni siquiera es importante identificar a los actores. Todos y todas parecen sumergidos en la lógica del “vale todo” como un ejercicio cuyo propósito central es humillar y, si es posible, aniquilar al adversario, hoy por hoy, transformado en blanco de los ataques por cualquier medio, sin reparar en motivos y circunstancias. Porque “vale todo” y “todo vale”. Práctica que, por cierto, se aleja cada vez más de la finalidad primera de la política como acción y arte del bien común.
Es una lógica de exterminio orientada más por la venganza y la revancha que por la sensatez, atada a objetivos en la mayoría de los casos menores y subalternos, ligados a intereses circunstanciales. Una lucha irracional encubierta de lenguaje supuestamente político pero desprovista de racionalidad y sentido político, si por éste se entiende la ciencia y el arte de la construcción colectiva de alternativas basadas en el reconocimiento de las diferencias y orientadas a más justicia y bienestar para todos.
Contra lo que algunos podrían argumentar, la opción por el “vale todo” no es, precisamente, una muestra de coraje. Todo lo contrario. El coraje, en términos sociales y políticos, exige temple y se demuestra en situaciones de enfrentamiento y antagonismos, cuando se transita por caminos pedregosos y de cornisa. En estas situaciones el coraje se manifiesta con actitudes y acciones que dejen en evidencia los propósitos más nobles y fundantes, siempre encaminadas hacia el bien común y la vigencia plena de la justicia a través de la práctica de los derechos, y no meramente empeñadas en réditos circunstanciales obtenidos mediante la filosofía de que “el fin justifica los medios”.
Claro está que en las situaciones más críticas y difíciles es cuando más se necesita una mirada prospectiva, que apunte al mañana, situada en horizontes comunes que sean movilizadores para todos, proyección audaz e innovadora al mismo tiempo, que aun en la incertidumbre busca nuevas verdades, otras certezas, un futuro imaginado con mayor justicia. El “vale todo” es extremadamente cercano a la ilógica de una riña callejera entre borrachos y se aparta definitivamente de una concepción altruista –aunque nunca ingenua– de la política como construcción del bien común.
Y, siempre, las actitudes que se desprenden del “vale todo” representan un nuevo engaño para quienes, desde la sencillez de su cotidianidad castigada por las privaciones y las estrecheces, miran la riña de pollos autoproclamados gallos como una pelea extraña a sus intereses y a sus necesidades. Dicho esto sin perder de vista que en el fondo (a veces tan en el fondo que resulta imposible divisarlo) hay también un debate sobre modelos de sociedad, de manera de entender el mundo, la historia y la vida. Pero, ¿quién se acuerda de eso en este momento?
La política y la sociedad no pueden admitir como válida la metodología del “vale todo”. Simple y llanamente porque parte de la base del exterminio y del aniquilamiento. Y la humanidad toda (no sólo nuestra sociedad) ya ha experimentado que ese camino, que es de muerte en todos los sentidos, sólo conduce a nuevas formas de muerte. La política necesita hoy, como ayer y como siempre pero hoy ciertamente, de diálogo. De vocación de diálogo, que es bien distinto también a decir que habrá consensos. Quizá no, tal vez sí. El diálogo político es lo contrario del “vale todo”. Es reconocimiento de la diferencia desde la alteridad. Es decir: capacidad para asumir que el diferente me enriquece con su diferencia y que, por lo tanto, unos y otros, se favorecen en el diálogo. Así no se arribe a acuerdos. Siempre es un paso adelante. También porque el diálogo permite comprender, al otro y a uno mismo, revisar ciertos puntos de vista y relativizar otras presuntas certezas.
Claro que para avanzar por este camino hay que dejar de pensar solamente en los propios intereses y centrarse en los de todo el pueblo y en el bien común de la mayoría, que son pobres, en lo material y en lo simbólico; también en oportunidades de participación. Hay que asumir que la verdad propia no es ni toda ni la única verdad y que la verdad colectiva se construye también de manera asociada tomando en cuenta diferentes miradas, perspectivas e intereses. Para todo ello se requiere una gran cuota de generosidad. Un bien que parece escaso en todos los niveles dirigenciales, no sólo en los políticos. Será quizá porque la mayoría ha perdido de tal manera el enfoque que confunde la virtud de la generosidad, inherente a toda construcción colectiva, con la desacreditada ingenuidad. Entonces, para evitar la catalogación de ingenuos, prefieren seguir ejerciendo la metodología del “vale todo” sin importar las consecuencias que pagaremos todos y, como siempre, principalmente los más pobres en todos los sentidos posibles. A no olvidar que el método es también contenido.
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