Jueves, 22 de septiembre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
A lo largo de todo el día, y con más énfasis al principio de la noche, emisarios del gobierno buscaban ayer llegar a un acuerdo básico en la Cámara de Diputados para poner en votación el proyecto del Ejecutivo que instaura en Brasil una “Comisión de la Verdad”, cuyo objetivo es examinar casos de abusos, violencia, tortura y asesinatos cometidos por el Estado. Trátase de una antigua reivindicación de amplios sectores de la sociedad brasileña, seguidamente postergada por los gobiernos.
Desde que asumió la presidencia, el primer día de 2011, Dilma Rousseff aseguró que llevaría adelante el proyecto, una de las pendencias dejadas por Lula da Silva, quien prefirió no enfrentar abiertamente a los adversarios de la idea. El texto ha sido amplia y exhaustivamente negociado con la oposición y con los militares, a punto de haberse tornado tan vago que casi pierde el sentido. Por ejemplo: queda vedado que se revelen los datos, informaciones y documentos obtenidos por la Comisión y no se prevé la elaboración de un informe final público. Pero, a pesar de deshidratado, es mejor que nada, mejor que el hipócrita olvido impuesto hasta ahora.
Brasil se ha quedado muy lejos de sus vecinos, en lo que se refiere a la averiguación de los crímenes del terrorismo de Estado cometidos por la dictadura militar que duró de 1964 a 1985. Una ley de amnistía de los militares, en 1979, absolvió de toda y cualquier responsabilidad a los torturadores, violadores y asesinos. En los últimos años hubo intentos de traer de nuevo a examen esa amnistía, pero ni modo. Siquiera la dura condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de la OEA, surtió efecto.
En mi país, la frase del secretario argentino de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde –“para darle vuelta a la página hay que leerla antes”–, caería en el vacío. Aquí no se trata de darle vuelta a página alguna: lo que se trata es de ignorar toda y cualquier página, de dejar intocado el pasado.
La resistencia de los sectores más conservadores de la política y de los cuarteles fue y sigue siendo enorme. La palabra de orden es “lo que pasó, pasó, y no conviene volver al pasado”.
Fernando Henrique Cardoso, exiliado en la dictadura, logró un avance muy grande al instituir las indemnizaciones a ex presos políticos, a víctimas de torturas y parientes de asesinados. Lula optó por no crear problemas y prefirió hablar más y hacer menos. Dilma Rousseff, una ex presa y torturada, decidió que al fin ya era hora de pasar la historia en revista. Advirtió que su gobierno tocaría el tema a fondo, sin triunfalismos y sin revanchismos. A ver si lo logra, si la dejan cumplir con su palabra.
No ha sido ni será fácil. En un intento de alcanzar un consenso que le dé plena legitimidad a la ley, el gobierno cedió y cedió, a punto de haber sido mucho más condescendiente de lo que sería justo. Para empezar, se extendió el período a ser analizado de 1946 a 1988, con la justificación –bastante discutible, desde luego– de que se trata del espacio entre dos Constituciones democráticas. Pues para examinar esos 42 años, la propuesta del Ejecutivo prevé una comisión integrada por sólo siete miembros y otros escuálidos catorce funcionarios y sin autonomía financiera. Es decir, un trabajo claramente inviable, a menos que se pretenda una acción inocua.
Cualquier comparación –ya no digo con Argentina, país que ha llegado más a fondo en la aclaración del terrorismo de Estado y con la punición de los responsables, pero con otros vecinos sudamericanos, como Perú y Chile– deja la propuesta brasileña mal parada. Al mezclar en una misma olla etapas democráticas, como las de Juscelino Kubitschek o Joao Goulart, con la ferocidad de los períodos de los generales Emilio Garrastazú Médici o Ernesto Geisel, se corre el riesgo de no llegar a parte alguna, de la desmoralización de la idea.
A pesar de la plena seguridad de que no habrá ningún tipo de punición para responsables y culpables, la resistencia al proyecto siguió fuerte hasta el último instante. Ayer mismo, parlamentarios de derecha ponían serios obstáculos a la propuesta del gobierno, antes de que llegara al pleno de la Cámara de Diputados. A su vez, diputados de izquierda defendían que el proyecto sufriese enmiendas, disminuyendo el tiempo de análisis para el período 1961-1985, impidiendo que militares y miembros de la policía integren la Comisión y aumentando el número de sus miembros.
Por donde quiera que se mire, la conclusión es clara: parece que mi país tiene miedo a la verdad. No sabe cuánta verdad puede aguantar. Prefiere ignorar a mirarse al espejo del tiempo.
De todas formas, algo quedará de todo ese esfuerzo, aunque no sea más que el amargor del fracaso: tener una comisión de medias verdades.
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