Martes, 16 de junio de 2009 | Hoy
EL PAíS › SOBRE LOS ESPACIOS Y LOS LENGUAJES DE LO POLíTICO
“Hay un oficialismo de época. Se hospeda en el lugar del ‘opositor’, con sus gallardetes morales, su invocación de las libertades, pero protegido en su gabinete de ‘fierros mediáticos’ y munido de las nuevas retóricas de la derecha.”
Por Horacio González *
En el vía crucis de las elecciones argentinas suele quedar invalidada la palabra del oficialista. Es cierto, defiende gobiernos, posiciones alcanzadas, contextos dados, ambientes previsibles, hechos consumados y, cuándo no, puestos y emolumentos, para insinuar una palabra antigua. Convengamos: poco agraciado es el papel del oficialista; su existencia parece extenuarse en la defensa de axiomas que descienden de vértices insondables que no podrían cuestionarse. Es cierto que la expresión oficialista y su contraparte –el opositor– surge del juego parlamentario y de un sistema previsible de turnos, como hablaba el finado Balbín. Democracia es previsibilidad y hasta aburrimiento, se dijo en los años ’80 para preservar el sistema de tandas que se permutan recurrentemente, como si fueran los tiempos de cosecha de las sociedades agrícolas.
Sin embargo, sería fácil refutar que el oficialista es un pobre profesional del acatamiento que venera la disciplina hacia una cima de un poder ineluctable. Max Weber fue bismarckiano pero no oficialista, y el concepto debería perder su pobre connotación peyorativa con sólo recordar que en la época de Salvador Allende no se podía designar meramente a sus colaboradores o partidarios. ¿Les diríamos oficialistas a quienes se inscriben en la esfera de gobiernos populares acosados por fuerzas superiores a ellos, que sin embargo se proclaman perseguidas o abusadas? No cabe duda de que lo verdaderamente elegante para la leyenda menor de la política es ser opositor. Cuando grandes fuerzas económicas, comunicacionales y técnicas son opositoras, cumplen al mismo tiempo el papel de defender sus intereses y de revestirse de la aflicción del perseguido. La palabra opositor no parece tener lastres, aun cuando la retengan poderosas financieras, redes de oscuros compromisos económicos con sus tentáculos comunicacionales y la pléyade de repetidoras mundiales.
Pueden presentarse como formas núbiles. Pura dádiva hacia las esperanzas que deben triunfar sobre los obstáculos de la burocracia estatal, de los medios de comunicación públicos, de las jugarretas de los peritos gubernativos en picarescas electorales. He aquí a los oficialistas, pegajosas tramas de opacidad. ¡Y los opositores, nada, puro encanto y fervor!
Por eso, si el opositor ve progresismo del lado del Gobierno, sólo puede ser falso; si percibe medidas igualitaristas, sólo pueden ser bribonadas; si nota el asomo de estatizaciones fundadas, sólo puede ser un ardid de último momento del plebeyismo desgonzado; si hay conflictos verosímiles y no arbitrarios con poderosas empresas, no serían más que apuestas vicarias del populismo, meras fichas puestas con la mirada en las encuestas o efluvios groseros de “chavismo”. Un módico espanto puede recorrer así las conciencias, sin mayores explicaciones. En cambio, el oficialista debe explicar, explicarse, desenrollar largas túnicas argumentales, saberse sospechado por la Fiscalía Global del Prejuicio. Su “lugar de enunciación”, le dirían al “oficialista”, está alcanzado por la sospecha ontológica.
¡Ah, mis amigos, nunca sean oficialistas, ni siquiera intentando críticas, observaciones para corregir el rumbo, independencia de criterio! Miren las hornadas inagotables de denunciantes, moralizadores de la “bella eticidad” (permítanme citar a Hegel). Se lucen en la investigación de los frágiles gobiernos con propósitos transformadores, por tibios o contradictorios que sean. De entrada, desde el ánfora sagrada del magno tribunal y por boca del locutor de turno, se arroja un recelo viscoso: “corrupción”. Sólo para comenzar a hablar. Nunca deben declarar la espesura de intereses que surgen de sus propias pautas diarias. ¿No son de la estirpe de los intocables, poseedores de la palabra canonizada, herederos de las pastorales que desean reeducar a una humanidad que, si quiere la mayoría de edad, debe consultar el noticiario de las 19 horas?
En mis justificables ensueños, hasta imagino que esos opositores deberían ser los merecidos oficialistas. ¿No nos damos cuenta de una venturosa paradoja? Debo decirla, no creo que sea un gran descubrimiento: ¡ellos, los llamados opositores, son los verdaderos oficialistas, y nosotros, los llamados oficialistas, somos los que seguimos el rastro problemático de los pensamientos independientes que habitan la trama crítica de este momento político!
Fuertes organizaciones planetarias, poderosas gerencias de material simbólico universal, asistidas por los hechos indetenibles de una lengua interna al capitalismo de imágenes, componen la gramática profunda de la época. El Ser Oficialista Real.
Hay un oficialismo de época. Se hospeda en el lugar del “opositor”, con sus gallardetes morales, su invocación de las libertades, pero protegido en su gabinete de “fierros mediáticos” y munido de las nuevas retóricas de la derecha. Puede ser hasta “progresista”, pero su idea del tiempo, del espacio, de la naturaleza, del cuerpo, de la vida, de las imágenes, de la palabra, del espectador, del lector, de la comprensión del arte, de las filosofías del sentido, todo ello es de derecha, esto es, lo que antemano descarta reflexionar sobre sus poderes y soportes, sobre sus subyacentes escaños autobiográficos y, como antes se decía, sobre las condiciones de producción de la existencia.
Esta irreflexión los exonera: no son sospechosos de nada y exhiben las medallas del momento. Autopremiados. Sus roces con pantragruélicos funcionarios estatales son festejados por la platea de hombres huecos, de paja, atornillados a pseudo libertades. ¡Hasta pueden citar a Gramsci! Probablemente nos acusan. Nos ponen frente a lo que habríamos sido –¿entes incontaminados como ellos?–, antes de caer en las fauces del Leviathan.
Sin embargo, permítanme decirles: hay un oficialismo invertido, impalpable, que se llama “oposición” y que pertenece a un almácigo de poderes globalizados. No gobiernan por medios tradicionales sino por los invisibles rezos laicos de una Inquisición que imparte reglas de etiqueta y simbolismos de coerción universal. En cambio, los pobres gobiernos que comienzan a incomodar cuando muchas de sus partes albergan significaciones novedosas y socialmente imaginativas ven desencadenar en su contra la acción mancomunada de un ejército de sabuesos semiológicos del “vigilar y castigar”.
Son ellos los oficialistas de época, que atacan más a los moderados esfuerzos reparadores de los gobiernos populares que a los parapetos de mando total de un tiempo que sienten suyo. Se molestan por el titilante memorial boliviano de Evo Morales o la sincera pasión agonal del ecuatoriano Correa, pero ponen ceño de sentida admiración ante una gárgara amenazante de Prat Gay o algún lance de guionada, arrasadora obviedad de Sor Gabriela Michetti. Saben que allí, en esas puerilidades para sus públicos cautivos, residen verdaderamente los nervios económicos diversificados del horizonte planetario, las mutaciones tecnológicas que producen grandes cuadros de dominación, la fábrica burocrática de las imágenes seriales.
Son ellos, los oficialistas de un pensamiento mundial con sus alas de derecha y de izquierda. El panorama mundial es poco alentador, y en las recientes elecciones europeas triunfó un oscuro pánico y la indiferencia pusilánime. ¿Se podía esperar otro resultado? Se renuevan sorprendentes operaciones simbólicas de control tecnológico masivo, mientras estilos visibles de ópera bufa y folletín embuchan lo político. Escuchen: somos opositores a eso. Emerge una subjetividad amoldada a un mundo restrictivo, vitalmente empobrecido. No obstante, ese mundo destila lenguajes de éxtasis y augurio. Somos opositores a eso. Las grandes metrópolis del planeta, con sus tramas fantásticas de producción y circulación, parecen villarejos feudales en sus moldes estamentales. Somos opositores a eso.
En muchas circunstancias, algunas creencias políticas se refugian en mesianismos y compromisos sacrificiales. Pero como complemento invertido pueden ser también sustituidas por taumaturgos especializados en diseños ideológicos y consumos arquetípicos. Hace pocos días, un candidato de la elección argentina –De Narváez– llamó “mi comercial” a uno de sus anuncios electorales. Somos opositores a eso.
Atroces guerras no son cuestionadas con conceptos políticos, ni con cualesquiera otros del legado crítico universal, sino que se las considera fenómenos naturales. El plasma de violencia que proyectan sobre el resto del mundo y los condicionamientos con los que limitan la política son mansamente admitidos. Somos opositores a eso. Nuevos conceptos restrictivos oscurecen la vida de las poblaciones, pese a que los idiomas culturales recogen universalmente el cántico del individualismo posesivo. Somos opositores eso.
Un neofascismo urbano y rural, con sus antropologías del miedo, pueden solicitar en el mundo europeo a los viejos votantes de las izquierdas proletarias, espiritualmente vaciados. Somos opositores a eso. Aparatosos personajes combatientes surgen en candorosos moldes de luchadores sociales, pero con contenidos que portan el ultimátum neoconservador. En nuestros países representan a las derechas plebeyas de los pequeños propietarios agrícolas, de mentalidad feudalizada. Piden cercos y candados sociales. Son animosos patanes, trabuco en mano; nietos racistas de los que hace un siglo fueron los condenados de la tierra. Somos opositores a eso.
La forma anterior del capitalismo vio envejecer sus actos de dominio sobre la conciencia colectiva. El dominio social puede ser ahora una albúmina sutil de lenguajes que con un trasfondo de masacre se revisten de susurros amistosos. En general, los viejos campos nacionales, laborales, populares y fabriles se tornaron abstracciones que no dejan detectar fácilmente los poderes de los que dependen. Parecen evanescentes al encarnar pesadas formas de control e inspección que se asemejan a aceptables juegos de computación, ya olvidados de las ancestrales temáticas de la emancipación humana. Somos opositores a eso. Nosotros somos los opositores, nosotros podremos refundar la manera libertaria del ser público frente a los oficialistas de época, con todas las voces que a lo largo del tiempo lucharon por una sociedad liberada, entre las que se incluye por derecho propio la marchita, ahora “opositora”, cantada por Hugo del Carril.
* Ensayista, sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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