Lunes, 7 de marzo de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
Por lo general, nadie siente que los discursos políticos pueden cambiarle la vida en un sentido estricto. A escala histórica, son pocas las alocuciones frente a las que los pueblos se percibieron delante de un hecho decisivo. Pero también ocurre que se necesita del paso del tiempo para mensurar lo profundo, o no, de ciertas verbalizaciones políticas. Y sobre todo, suele suceder que no se las coteja con el resto de lo que se escucha.
Esto último es lo acaecido con la palabra presidencial en la apertura de las sesiones del Congreso, lo cual es una forma de decir: como lo reconocen miembros de ambas Cámaras y de todas las extracciones, ni siquiera en voz baja, tratándose de un año electoral estarán haciendo campaña antes que adentro del recinto, en proporción de diez o veinte a uno. No es un dato aleatorio, porque expresa que la gran cocina pasará (mucho) más por lo propositivo comicial –en la mejor de las hipótesis– que por las acciones concretas desde las bancas. Nunca fue distinto. Es lo inherente a un sistema fuertemente presidencialista como el argentino, y no viene al caso si hay que conservarlo. Dicho de otra forma, nadie interpreta que la mejor plataforma electoral sea trabajar de diputado o senador. Esté bien o mal, hay una diferencia sustantiva entre oficialismo y oposición; que es universal aunque por estas pampas, en estas circunstancias, se acentúa: el primero tiene para mostrar lo que hizo y hacia dónde va, desde la ratificación de lo obrado; y la segunda tiene el problema de no haber hecho nada, con la suma de no conocerse tampoco qué es lo que quiere en términos de articulación de fuerzas.
El discurso de Cristina debería ser revisado, no única pero sí esencialmente, bajo esa perspectiva. Lo contrario significaría que su pieza oratoria puede ser apreciada o denostada como un episodio suelto, aislado de contexto, remitido nada más que a la disposición favorable o negativa que despierten su figura y gobierno. ¿Es lógico eso? De lógica pura, entiéndase. De método analítico, no de pasiones.
Para gusto del firmante, ante un ámbito tan “institucional” y siendo de esas disertaciones trazadoras de grandes líneas, la Presidenta ignoró temas que no debió obviar. Iban a cuestionarla igualmente, desde ya, según es uso y costumbre en casi cualquier oposición respecto de casi cualquier oficialismo. Sin embargo, ante lo horrible en particular de esta franja opositora que no dispone, ni apenas, de alguna perorata superadora del mero oposicionismo, ¿para qué dejar el flanco de no hablar de la inflación? ¿Por qué no profundizó, como supo hacerlo hace poco, en la responsabilidad de los formadores de precios? ¿Por qué ofrecer otro blanco absoluto sobre el desquicio en el Indek? ¿Por qué no haber fugado hacia adelante con una explicación estructural acerca de que se paga deuda con reservas? ¿Por qué soslayar la distribución de ganancias entre los trabajadores? A un cuadro político con la personalidad de Cristina, portadora de esa capacidad retórica deslumbrante y enfrentada a gente con serios aprietos para armonizar sujeto, verbo y predicado, le cuesta chaucha y palito acostarlos con dos o tres oraciones fulminantes y conceptuales. Lo hizo, es más, durante su propio discurso. Al Gardiner mendocino le solicitó que mandara apagar el bullicio de sus acólitos radicales, y no jodieron más. Y a un mediocre necesitado de protagonismo, que pegaba grititos y cuyo nombre ni tan sólo importa, le fijó la vista de lejos para preguntarle “¿cómo es su nombre, diputado?” (el tipo ése, ¿se aguantará el espejo desde el otro día?). Le bastó un disparador, el de que “no se hagan los rulos” con su candidatura próxima o eterna, para que los chiquilines de la oposición se tomaran de “hacerse los rulos” como decadente opción imitativa de respuesta. Qué manga de gente gris. Con tanto territorio libre de obstáculos que no sean los propios, no se justifica que Cristina haya regalado espacios. Y esto vale sin perjuicio de aquello en lo que sí marcó rumbo, y que fue prolijamente salteado en el parecer de los corifeos opositores. La extensión de la Asignación Universal por Hijo a las embarazadas. Lo imperioso de un nuevo estatuto del peón rural. Un nuevo régimen de adopción. Reformular la ley penal tributaria para los grandes evasores.
A Scioli le dedicó que la inseguridad no debe ideologizarse, que no es una frase muy feliz que digamos viniendo de alguien ideologizado como ella, aun cuando se entienda la chicana para que acabe con tonterías tales como bajar la edad de imputabilidad; y, más allá, para que corte con seguirle la emoción fácil a lo que escucha en TN o Radio 10; y, más allá, para que se entienda que en el proyecto, o como quiera llamárselo, no hay lugar para tibios ni, mucho menos, para quienes no ofrecen garantías de que a mediano y largo plazo no volverán a andadas menemistas. Ya se lo habían avisado con el impulso a la candidatura de Sabbatella. Y se lo advirtieron a los barones del conurbano, propulsando esas listas colectoras que el cinismo kirchnerista denomina “de adhesión”. Cristina dijo también que a los sindicalistas los quiere de compañeros y no de cómplices, pero al respecto los grandes medios y figuritas opositoras prefirieron hacerse los tontos; o, peor, en ese aspecto son tan tontos que en lugar de denunciar la picardía presidencial, con el fin de seducir sectores medios, se rindieron a sus intereses de clase para asegurar que la Presidenta ya no aguanta más ni piquetes ni paros salvajes. Son tan increíblemente torpes que eligieron concentrarse en que hay un operativo destinado a la recontraelección de Cristina en 2015 (al margen del urgente asesor comunicacional que necesita la diputada Diana Conti). O en la apasionante revelación de que un órgano de los Estados Unidos alerta por la fuerte suba del consumo de cocaína en Argentina: título central de portada de Clarín, el viernes último, que el mismo diario remitió para su desarrollo... a la página 49.
El resumen de todo esto sería que, sea hache o be, furibundos en la crítica o defensa de la jefa de Estado y su administración (y su discurso, para el punto), ella manifestó una serie de omisiones, críticas y propuestas que son contrastables con lo actuado. Y con cómo lo actuado adelanta o retrocede de cara al futuro. Enfrentado a eso, y con la licencia de decir “objetivamente” como si la objetividad no fuera poco menos que un valor abstracto, lo que hay es examinar el debe y haber del oficialismo, sí, pero sobre todo aquello de los contrastes. Se encuentran, muy rápido, discursos vacíos de cualquier definición. Macri en apertura de sesiones distrital convocando a atención de infancia desprotegida, como si fuera un dirigente socialista. Cobos y su insistencia en parecer una fotocopia de De la Rúa, si eso fuera posible. Sanz en el Gran Rex, delante de las viudas decrépitas de la Alianza, bajando como toda línea un “hola, soy Sanz, quiero ser Presidente”. Pino en campaña ¡¡¡en Expoagro!!!, subido a babucha de Clarín y La Nación, por ser contemplativos. El hijo de Alfonsín, contando que ya está cabeza a cabeza con la Presidenta. Como otras veces, da vergüenza seguir. Vergüenza ajena.
O sea que, tal vez, no haya sido la fracción discursiva más completa o atractiva de la Presidenta. Simplemente, fue de esos discursos a los que, si no les sobra, les basta con que su protagonista, y sus alcances, sean comparados con lo que hay enfrente.
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