Lunes, 2 de mayo de 2011 | Hoy
EL PAíS › ADELANTO DEL LIBRO JUICIOS POR CRíMENES DE LESA HUMANIDAD EN ARGENTINA
Con un enfoque multidisciplinario, el libro publicado por Cara o Ceca (Atuel) propone una serie de reflexiones en torno de la dialéctica entre historia y memoria, asumiendo los juicios por violaciones a los derechos humanos como “un momento imprescindible de la refundación de una sociedad traumatizada”, según plantea el compilador, Gabriele Andreozzi. Escriben, entre otros, Carlos Slepoy, Daniel Rafecas, Carlos Rozanski, Alejandro Kaufman, Hugo Vezzetti y Horacio Verbitsky, cuyo artículo se reproduce aquí.
Por Horacio Verbitsky
Entre 1930 y 1990 la Argentina conoció más gobiernos elegidos por las botas que por los votos. Durante esos sesenta años el país padeció no menos de un golpe militar por década y en algunos casos hasta cinco. Cada dictadura fue más sangrienta que la anterior. La última, que se extendió entre 1976 y 1983 y en cuya presidencia se rotaron cuatro generales del Ejército, hizo todo lo posible por decretar el olvido de sus crímenes. En 1979, ofreció a los proscriptos partidos políticos negociar una apertura política a cambio de la convalidación de todo lo actuado. En 1980, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos publicó el informe sobre su visita in loco del año anterior, en el que constató las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos y concluyó que todos los detenidos desaparecidos habían sido asesinados, el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, dijo que la Argentina sólo se arrodillaba ante Dios. El comandante en jefe del Ejército y dictador Roberto Viola llamó a los desaparecidos “ausentes para siempre” y su sucesor Leopoldo Galtieri advirtió que no se pidieran explicaciones porque no las darían, ya que habían salvado a la patria.
Luego del desastre militar en la guerra con Gran Bretaña por las islas Malvinas, las Fuerzas Armadas debieron convocar de urgencia a un proceso electoral.
Pero antes intentaron una vez más condicionar a los partidos políticos advirtiendo que no se permitirían investigaciones sobre la guerra sucia militar contra la sociedad argentina. Además, emitieron un llamado “Documento Final de la Junta militar”, en el que proclamaron que para encarar el futuro sería necesario afrontar con espíritu cristiano la etapa que se iniciaba. “En ese marco casi apocalíptico se cometieron errores que, como sucede en todo conflicto bélico, pudieron traspasar a veces los límites del respeto a los derechos fundamentales”, concedieron. Tales errores debían quedar sujetos al juicio de Dios y a la comprensión de los hombres.
El documento sostuvo que en todo conflicto armado resulta difícil dar datos completos y en una guerra donde el enemigo no usaba uniforme y sus documentos de identificación eran apócrifos, el número de muertos no identificados se incrementa significativamente. Esta meditada inversión de los términos (los familiares reclamaban por el destino de personas identificadas que fueron detenidas con vida, y el documento respondía sobre muertos sin identificación) introducía el párrafo central del informe castrense. Negaba la existencia de lugares secretos de detención y consideraba muertos a los desaparecidos que no se encontraran exiliados o en la clandestinidad. Como era infaltable en la prosa castrense de la época añadía el deseo de que los enemigos muertos recibieran el perdón de Dios. La clave que el documento no revelaba era precisamente qué había ocurrido en ese tránsito que va desde la detención de una persona viva, con nombre y apellido, hasta su conversión en un muerto anónimo. Los datos que ya entonces manejaban los organismos de derechos humanos indicaban que el 80 por ciento de los desaparecidos habían sido raptados de sus casas, en la calle o en sus lugares de trabajo, ante testigos.
Cuando faltaban cinco semanas para las elecciones presidenciales, el último dictador, Benito Bignone, firmó un decreto de autoamnistía, para sentar las bases de la definitiva pacificación del país, la reconciliación nacional y la superación de pasadas tragedias. El Episcopado Católico acompañó su dictado con un denominado “servicio de reconciliación”, en el que presionó a todas las fuerzas políticas y sociales a que aceptaran ese decreto de olvido. Los considerandos del decreto afirmaban que las Fuerzas Armadas lucharon por la dignidad del hombre mientras que la subversión terrorista planteó la batalla en forma cruel y artera, lo que pudo llevar a que en el curso de la lucha se produjeran hechos incompatibles con aquel propósito. En los combates quedaron muertos y heridos y también resultaron afectados los supremos valores que se defendieron, decía. El beneficio comprendía a los militares y sus colaboradores civiles que, como siempre en potencial, “pudieron haber apelado al empleo de procedimientos que sobrepasaron el marco legal”, naturalmente no por su voluntad sino por la consabida “imposición de las inéditas y extremas condiciones en las que aquéllas tuvieron lugar”. En cambio excluía a los partisanos, de quienes asertivamente dijo que “agredieron a la Nación”. Durante la campaña electoral de 1983 el candidato de la Unión Cívica Radical Raúl Alfonsín prometió que no habría impunidad para los crímenes del terrorismo de Estado, mientras el justicialista Italo Luder anunció la validez de la autoamnistía dictada por las propias Fuerzas Armadas.
Alfonsín elaboró un complicado mecanismo cuya aplicación práctica se le fue de las manos. Por un lado una Comisión de notables, que sólo debía confeccionar la lista de las personas detenidas desaparecidas.
Por otro, la inclusión en el Código de Justicia Militar de una cláusula de obediencia debida, para que las propias fuerzas juzgaran a unos pocos altos jefes y exculparan a quienes siguieron sus órdenes, salvo quienes cometieron excesos en aplicación del plan ordenado. Nada salió como imaginaba. La Conadep, en cuya secretaría trabajaron los organismos de derechos humanos que habían documentado el accionar criminal de la dictadura mientras ocurría, no sólo identificó a los desaparecidos, sino también a los desaparecedores, lo cual fastidió a Alfonsín. Sin mayoría propia en el Senado, el gobierno vio como su proyecto de ley era modificado, de modo que el deber de obediencia no cubriera a los autores de crímenes aberrantes y atroces, es decir todos, dado el método del secuestro, la tortura y el asesinato clandestino. Alfonsín calculó que los juicios a las cúpulas pondrían a la defensiva a las Fuerzas Armadas y obrarían como disuasivo para futuros golpes y éste ha sido su mayor aporte a la democracia argentina, aunque nunca mostró respeto por las víctimas de la dictadura e incluso llegó a decir que las Madres de Plaza de Mayo estaban financiadas por oscuros intereses internacionales. Así, en 1985 fueron condenados a penas de cárcel, luego de un juicio cuyas audiencias públicas pusieron en vilo a un país que se despertaba de una tenebrosa pesadilla, varios ex comandantes en jefe, entre ellos los de la primera junta militar (Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti), por un tribunal que les dio todas las garantías de defensa que no habían tenido sus víctimas durante la dictadura. Culminó también con condenas otro juicio contra dos ex jefes de la policía de la provincia de Buenos Aires y algunos oficiales de esa institución.
Cuando los jueces avanzaron más allá de lo que el gobierno había diagramado y dispusieron procesar también a los jefes de Cuerpo de Ejército y de áreas de represión, Alfonsín intentó frenarlos, con instrucciones a los fiscales primero, con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida luego. Con apenas 24 horas de diferencia respecto de la ley de Punto Final, se votó en el vecino Uruguay una ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Esta coincidencia tiene que ver con acuerdos entre los gobiernos de ambos países y la estrecha relación entre los presidentes Alfonsín y Julio Sanguinetti. No pueden descartarse también recomendaciones del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de lo cual no hay pruebas pero sí fuertes indicios. Había en aquel momento un interés muy grande del gobierno de los Estados Unidos por que estos procedimientos no avanzaran más allá de lo que ellos consideraban prudente, y se planteaba la necesidad de acuerdos entre los partidos políticos democráticos para sostener la institucionalidad e impedir desbordes de la justicia.
En 1987 comenzaron las actuaciones judiciales contra oficiales del Cuerpo I de Ejército y de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Se produjeron entonces los alzamientos de los militares carapintada (por la pintura de camuflaje que utilizaban los comandos del Ejército). Bajo esa presión, el gobierno de Alfonsín consiguió que el Congreso votara la Ley de Obediencia Debida. Hubo todavía nuevos alzamientos militares porque a pesar de ella seguían todavía bajo proceso un par de centenares de oficiales de las Fuerzas Armadas.
Los familiares de las víctimas y los organismos de derechos humanos siguieron reclamando en contra de la impunidad, una dimensión que el gobierno no había contemplado, porque sólo vio la conveniencia política de los juicios primero, y de su interrupción después, como si no hubiera valores humanos y éticos involucrados. La ley de Obediencia Debida implicó la puesta en libertad de centenares de procesados, pero aun así muchos otros seguían detenidos. Con el intento de rescatarlos, Alfonsín ideó una alteración en el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia. Negoció con el justicialismo la designación de dos nuevos ministros de la Corte, uno a propuesta de cada partido, pero ambos comprometidos con una interpretación restrictiva de la ley, que dejara en libertad a todos los oficiales por debajo de los ex comandantes y jefes de Cuerpo de Ejército. Pero no llegó a verlo, porque debió dejar el gobierno antes de terminar su mandato, arrebatado por la hiperinflación y los saqueos. En cuanto Carlos Menem asumió la presidencia, desconoció el pacto con Alfonsín. En vez de aumentar en dos el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia, designó a cuatro nuevos, sin negociar sus nombres con nadie. Además consiguió la renuncia de dos de los anteriores, de modo que pudo contar con seis sobre nueve ministros. Pero a diferencia de Alfonsín, no necesitaba de los jueces para acabar con los juicios, sino para proteger a los miembros de su gobierno en las causas por corrupción que pronto empezaron a acumularse en los juzgados federales. La cuestión militar la resolvió de un tajo, con los indultos de 1989 a quienes estaban bajo proceso y 1990, a los ya condenados.
En el momento en que se cerró la vía judicial por las leyes de impunidad hubo, durante algunos años, un reflujo de las luchas populares. Con el gobierno de Menem hubo también un alivio económico muy grande al contenerse la hiperinflación que se había vivido durante el gobierno anterior. El remate a precio vil del capital social acumulado por generaciones de argentinos en las empresas públicas, más el descontrolado endeudamiento externo, trajeron varios años de placidez, en los que el descontento social mermó. Parecía que la cuestión de los derechos humanos había pasado al olvido, que la sociedad argentina ya no quería exigir justicia por los crímenes de la dictadura. Sin embargo, cada vez que fue consultada con sondeos de sociología política, un porcentaje que nunca bajó del 60 por ciento y que varias veces superó el 80 por ciento se pronunció en contra de la impunidad y a favor de la justicia. Y los organismos de derechos humanos continuaron una movilización permanente, a pesar de que en aquel momento parecía que el camino estaba definitivamente cerrado. Tanto las leyes de Alfonsín como los decretos de Menem excluyeron de la impunidad la sustracción de los hijos de los detenidos-desaparecidos como el saqueo de sus bienes. Sin embargo, pocas causas por esos delitos avanzaron, a un ritmo desvaído.
En marzo de 1995 un oficial de la Armada, el capitán de fragata Adolfo Scilingo, confesó que había arrojado treinta personas vivas al mar desde aviones navales, historia que narré en el libro El vuelo. Esto provocó una conmoción sin precedentes, no porque se ignorara que las Fuerzas Armadas habían empleado ese método, que según Scilingo la jerarquía eclesiástica aprobó como “una forma cristiana de muerte”, sino porque esta vez no era un sobreviviente quien lo contaba sino uno de los perpetradores. Siguieron apuradas autocríticas de los tres jefes de Estado Mayor y se reabrió la instancia judicial. El presidente fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Emilio Mignone, sostuvo que las leyes que impedían juzgar a los responsables no derogaban el derecho de cada familiar a la verdad. La Cámara Federal de la Capital le dio la razón y abrió una investigación para determinar qué había sucedido con la hija del denunciante, la catequista católica Mónica Candelaria Mignone. En poco tiempo los juicios por la verdad se fueron extendiendo a todo el país. Menem trató de impedirlo, desde la Corte Suprema de Justicia, pero luego de una denuncia de Carmen Lapacó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no tuvo más remedio que permitir su continuación. La confesión también produjo un efecto inesperado en los hijos de detenidos desaparecidos, que dejaron de sentirse parias y culpables de algo y salieron a luz en una nueva organización por la identidad, la justicia y contra el silencio y el olvido, H.I.J.O.S. Una nueva generación se asomaba a la escena nacional y el 24 de marzo de 1996 una concentración superior a cualquiera conocida colmó la Plaza de Mayo en demanda de memoria, verdad y justicia.
El fiscal español Carlos Castresana vio por televisión las imágenes de esa manifestación y se preguntó qué podría hacer él para ayudar a esa gente. Acudió a viejos códigos, constituciones y tratados, en los que encontró una forma de actuación posible para la judicatura española. Aunque los crímenes se habían cometido contra argentinos, por argentinos y en la Argentina, lesionaban a toda la humanidad y podían ser juzgados allí donde hubiera voluntad.
El juez Baltasar Garzón aceptó este planteo e invocando la jurisdicción universal pidió a la Argentina la extradición de más de un centenar de militares y marinos para juzgarlos en Madrid. Menem y el presidente que lo sucedió, Fernando de la Rúa, se negaron, invocando la soberanía nacional. Pero se había puesto en marcha un mecanismo que ya no se detendría. En Francia había sido condenado en rebeldía Alfredo Astiz por el secuestro de las monjas francesas de la Iglesia de la Santa Cruz; en Estados Unidos el general Carlos Suárez Mason fue condenado a indemnizar con veinte millones de dólares a sus víctimas Horacio Martínez Baca, Alfredo Forti y Debora Benchoam; en Italia fueron condenados Suárez Mason y el general Santiago Riveros, por la desaparición de ciudadanos italianos. Chilenos residentes en España solicitaron al juez Garzón que también procediera en los casos de su país y en 1998 esto condujo a la detención en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet. Tuve el privilegio de asistir a una de las audiencias del juicio por su extradición en la sede del parlamento británico en Westminster. Cuando la abogada defensora del dictador chileno dijo, ante los jueces togados y con peluca, que Pinochet gozaba de inmunidad soberana como le hubiera correspondido también a Hitler si hubiera sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, pensé que había entendido mal. Pero me confirmaron que eso era lo que había dicho y tuve la certeza de que perdería el juicio. Faltaban pocos días para que se cumpliera medio siglo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las guerras de disolución de la ex Yugoslavia mostraron al mundo vía satélite en directo, los campos de concentración cuya repetición no se había creído posible luego de la Segunda Guerra Mundial. La conciencia universal ya no permitía ese tipo de jactancia.
Al día siguiente del arresto de Pinochet, el juez argentino Adolfo Bagnasco detuvo en Buenos Aires al ex almirante Emilio Massera por apropiación de bebés, un crimen por el que desde junio estaba detenido también Videla. El Congreso derogó las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, pero no le alcanzaron los votos para declararlas nulas. A lo largo de 1999 esas investigaciones continuaron y al comenzar el tercer milenio habían conducido a la detención de varias decenas de altos jefes militares. Evaluamos que no quedaban ya razones éticas, ni políticas, ni jurídicas, ni nacionales ni internacionales que apuntalaran la subsistencia de las leyes de impunidad. Al año siguiente se cumpliría un cuarto de siglo del golpe y las previsibles manifestaciones populares de repudio equilibrarían las presiones de los poderes fácticos y permitirían a la justicia pronunciarse de acuerdo con las pruebas del caso que se eligió y el derecho aplicable. Se formuló el pedido de nulidad de las leyes de impunidad en una causa especialmente apta para demostrar su inviabilidad: los mismos represores Julio Simón, alias el Turco Julián, y Juan Del Cerro, alias “Colores”, detenidos y procesados por la apropiación de una bebita que fue entregada a una familia militar estéril, que la anotó como propia, no podían ser perseguidos por el secuestro, las torturas y la desaparición forzada de los padres de la nena, el matrimonio de José Poblete y Gertrudis Hlaczik, un crimen de mayor gravedad.
Abuelas de Plaza de Mayo, que desde siempre ha acompañando estas búsquedas, llevaba la causa por la bebita y el CELS acusó por los delitos contra sus padres. En marzo de 2001 el juez federal Gabriel Cavallo declaró nulas las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y extendió el procesamiento también por la desaparición forzada del matrimonio. Apenas dos semanas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló en un caso del Perú, Barrios Altos, en el mismo sentido que Cavallo: esas graves violaciones a los derechos humanos no pueden ser amnistiadas ni su persecución penal cesa por el mero paso del tiempo. La decisión de Cavallo fue confirmada por la Cámara Federal y diversos jueces adoptaron otras similares en todo el país. No obstante, el gobierno del presidente De la Rúa intentó obstaculizar el avance de estos procesos e incluso pretendió asignar a las Fuerzas Armadas misiones en asuntos de seguridad interior, que las leyes básicas sancionadas por acuerdos multipartidarios en las décadas de 1980 y 1990 prohíben. En los últimos meses de ese mandato (que por la renuncia presidencial fue completado por el senador Eduardo Duhalde, quien estuvo en forma interina a cargo del Poder Ejecutivo) recrudecieron los intentos por frustrar la labor de la justicia. Participaron en ellos el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, acusado por su participación en la masacre de Margarita Belén, el presidente de la Corte, Julio Nazareno, y el propio senador Duhalde. El obispo castrense de entonces, Antonio Baseotto, se presentó ante la Corte y en persona pidió que anulara los procedimientos y ratificara la validez de las leyes de impunidad. Esta operación canje incluía el desistimiento de cualquier juicio político contra los ministros de la Corte Suprema. Se sumó a esas maniobras quien se consideraba sería el ministro de justicia de Néstor Kirchner, Rafael Bielsa, autor de un trabajo titulado “Esa guerra terminó”, publicado en el diario La Nación en agosto de 2001, en el que instaba a “cicatrizar las heridas”, desdeñaba con ironías sobre países africanos la jurisdicción universal, y concluía que “el tiempo pasa y que ya nada puede ser igual”.
El nuevo presidente, Néstor Kirchner, tenía otra idea. Pidió a Duhalde que le dejara a él el rédito que los protagonistas de la combinación esperaban obtener del cierre de las causas, derivó a Bielsa hacia otro ministerio sin injerencia en el tema y en las dos primeras semanas de su gobierno produjo por sorpresa dos hechos decisivos, que marcaron su mandato presidencial. En la primera semana, descabezó la cúpula del renacido Partido Militar, en la segunda, promovió el juicio político contra la mayoría automática en la Corte Suprema. También pidió la ratificación de la convención internacional que determina la imprescriptibilidad de la desaparición forzada de personas. El Congreso la ratificó y además declaró nulas las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. En marzo de 2004, Kirchner adoptó otras dos decisiones de fuerte simbolismo, propuestas por los organismos de derechos humanos: el desalojo de la Escuela de Mecánica de la Armada para instalar allí el Museo de la Memoria que había dispuesto la legislatura porteña, y el retiro de los cuadros de los ex dictadores Videla y Bignone del Colegio militar, en el que fueron directores. En mayo de 2005, finalmente, la Corte Suprema, integrada ahora por juristas respetados y sin nexos espurios con el Poder Ejecutivo, confirmó el fallo de Cavallo en la causa Poblete/Simón: las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida no pueden interponerse en el enjuiciamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos desde el aparato de poder organizado del Estado terrorista. Un fallo posterior extendió esa nulidad a los indultos de Menem.
Desde entonces, los tribunales han avanzado con lentitud y de un modo que impide advertir la gravedad y magnitud de los hechos sometidos a su consideración. En diciembre de 2007 se pronunció en Buenos Aires la primera sentencia contra militares, luego de la reapertura de los juicios. Los condenados en la causa conocida como “Batallón de Inteligencia 601”, fueron nada menos que el ex jefe del Ejército Cristino Nicolaides, y siete coroneles con funciones decisivas en el ex Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. Luego fueron condenados en Tucumán el general Domingo Bussi y en Córdoba el general Luciano Menéndez, y en La Plata el ex jefe de operaciones de la policía bonaerense, comisario Miguel Etchecolatz, y el capellán católico, presbítero Christian von Wernich. En la Ciudad Federal un tribunal oral condenó a los brigadieres que durante la dictadura tuvieron a su cargo las principales unidades de la Fuerza Aérea involucradas en la represión y al segundo jefe del Cuerpo I del Ejército. En 2010, el año de los juicios, se han desarrollado los mega juicios por la represión en la guarnición militar de Campo de Mayo, cerca de la Capital, de la Escuela de Mecánica de la Armada y del Cuerpo I de Ejército. No se trata de peces chicos, sino de responsables principales de lo que ocurrió en la Argentina hace treinta y cinco años. Distintos organismos de derechos humanos han objetado la dispersión de las causas, por la cual los mismos testigos deben repetir una y otra vez sus dolorosas historias, para incriminar de a un represor por vez, cuando en el mismo campo de concentración había decenas o incluso centenares. Su ordenamiento según centros de detención y su distribución en distintos tribunales orales, para que no se produzca un atoramiento en algunos, son medidas impostergables.
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