Lunes, 5 de diciembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › EL RELATO DE ANTONIO CAFIERO EN SUS MEMORIAS SOBRE LOS SOBORNOS POR LA REFORMA LABORAL EN EL SENADO
Militancia sin tiempo. Mi vida en el peronismo, es el título del libro de memorias que acaba de publicar Cafiero. De las 738 páginas del texto, 54 están dedicadas al episodio de los sobornos, del que Cafiero fue un activo protagonista. A días del inicio del juicio oral, el relato cobra un singular valor. Aquí, Página/12 reproduce algunos de los párrafos más significativos.
Por Antonio Cafiero
El bloque peronista estaba dividido entre los que se manifestaban partidarios de votar el proyecto de ley tal como venía de Diputados y los que nos oponíamos. El senador Eduardo Menem me aconsejó que votara la ley y dejara constancia de que lo hacía “por disciplina de bloque”, lo que acepté, quedando en la curiosa situación de oponerme a la ley por las razones que daba en mi discurso y terminar votándola, lo que me causó no pocos disgustos posteriores. Finalmente, la mayoría se impuso y el 26 de abril de 2000 se votó favorablemente el proyecto de ley de reforma laboral.
Mientras tanto, las sospechas de corrupción iban ganando espacio. La sospecha y el rumor corrían por los pasillos del Senado (...) Comencé a preguntar a mis compañeros de bloque, pero recogí tantas evasivas como dudas. Sin embargo, conversando con otros senadores comprobé que algunos sabían algo más, y tampoco decían nada. En abril, en una reunión plenaria del bloque, afirmé: “Se dice en la calle que las leyes salen del Senado con plata”. Nadie me contradijo, salvo el senador por Santa Cruz, Eduardo Arnold, quien manifestó signos de alarma.
El martes 20 de junio, en horas del mediodía, me visitaron en mi despacho Corach y Bauzá. Me preguntaron “si ya había pasado a retirar mi sobre”. Creí que se trataba de una broma, de las tantas chanzas que se cruzaban los senadores. Hablé a solas con Bauzá. Ante mi estupor, me confirmó seriamente que había cobrado 50 mil pesos por dar su voto favorable a la sanción de la ley.
Así llegamos al 25 de junio de 2000. Me levanté ese domingo como siempre y ocupé la mañana en leer los diarios. Al terminar la columna de Joaquín Morales Solá en La Nación, volví a leer su final por segunda y tercera vez. Decía textualmente:
“Habrían existido favores personales de envergadura a los senadores peronistas –para sorpresa de algunos– después de que éstos aprobaran la reforma laboral; esas concesiones fueron conversadas y entregadas por dos hombres prominentes del gobierno nacional. La puerta que se abrió es un precedente arriesgado, en el que el intercambio de favores reemplazaría a la política”.
El 4 de julio le envié una carta al senador Alasino pidiéndole que la cuestión se tratara en el bloque y que se pidiera la comparecencia de Morales Solá. Al día siguiente, me entrevisté con Duhalde en La Plata, quien me aconsejó enfáticamente que le diera estado parlamentario a la cuestión. El mismo criterio sostuvo Carlos Menem, a quien impuse de todos los detalles. Cuando le pregunté cuál era la posición de su hermano Eduardo, me respondió, ante mi sorpresa: “No te fíes de nadie”. El senador Costanzo me advirtió de los peligros y escándalos que podrían sobrevenir (...)
El miércoles 12 de julio de 2000, día de sesión en el Senado, a pesar de todos estos preocupantes antecedentes, decidí jugarme por entero planteando en el recinto una “cuestión de privilegio”, que era la forma que encontré para darle estado parlamentario al tema (...)
El martes 18 de julio me entrevisté con Chacho Alvarez, a quien impuse de la cuestión. Tenía conocimiento de los rumores y noticias al respecto pero no le constaba nada. Quedó preocupado, afirmándome, empero, que la cuestión no le atañía directamente y que en todo caso había que “subir más arriba”.
Días después aproveché un viaje a Corrientes para charlar con el senador Angel Pardo, intuyendo que sabía algo más, y me lo dijo: que se habían repartido por lo menos cuatro millones de pesos, de los cuales Genoud apartó uno y medio para los radicales; que la plata la llevó Mario Pontaquarto, secretario del Senado, y que De la Rúa había aprobado la operación con Santibáñez y Nosiglia como operadores. Nunca me dijo si él había recibido dinero, pero me advirtió enfáticamente que me estaba metiendo con todo el sistema político y que me iba a ir muy mal (...)
La cuestión derivó hacia la obviedad más simple: si habían existido sobornados fue porque hubo sobornadores. Ya no era un caso que incumbiera a los senadores solamente, sino también al gobierno y a la Alianza. Hacia allí apuntaron varios misiles periodísticos. Y Chacho Alvarez oficializó el anónimo.
Yo veía en mi hijo Juampi la preocupación en sus ojos, quizá por Chacho –su jefe político–, o tal vez por mí; percibía su afecto y acompañamiento a pesar de su propia compleja situación y sus dilemas personales. Me siento orgulloso de mis hijos, que han abrazado la política igual que yo; no podía defraudarlos con conductas tibias o meandrosas de mi parte (...)
Pagué altos costos políticos y personales por mi actitud: fui privado del cargo de vicepresidente del Senado que había desempeñado durante cuatro años, siempre elegido por unanimidad de los bloques; no se daba trámite a ningún proyecto de mi autoría, incluso se me negó autorización para abstenerme en una votación y se sugirió a los miembros del bloque del PJ no saludarme o levantarse de sus bancas cuando me tocaba presidir las sesiones. Hablaban de mí despectivamente. Me sentí muy solo. En un momento, con Jorge Villaverde habíamos tomado la decisión de irnos del bloque, lo cual haría perder la mayoría si a esa decisión se sumaban Maya, Rodríguez Saá y Varizat.
La Alianza intentó neutralizar los efectos del escándalo sobre la opinión pública con un viejo recurso: mandó a hacer dos encuestas. Una de ellas, realizada por la consultora Analogías, revelaba que la “sensación de corrupción de la sociedad” era “ahora de sólo el 12 por ciento”. La segunda encuesta encargada por el gobierno, cuya consultora no trascendió, indicaba que el 80 por ciento de los encuestados creía que eran ciertas las acusaciones de coimas y reclamaba que se profundizase la investigación. La mitad de los encuestados creía que los culpables eran los senadores, el 10 por ciento mencionaba a Chacho Alvarez como culpable y el 8 por ciento a De la Rúa. Un 55 por ciento creía que detrás de todo había un plan de Menem.
Esa era la sensación térmica que precedía al “que se vayan todos” que sobrevino como un alud sobre la clase política a finales de 2001 y principios de 2002 (...)
El tránsito por la Justicia no fue menos demoledor que el del Parlamento, ni aquel ámbito estuvo ajeno a los mecanismos subyugantes que habían dado origen al escándalo. Al menos dos jueces cayeron en tentaciones y, hasta hoy, no pueden justificar las temibles contradicciones en las que cayeron al evaluar las denuncias, gestionar pruebas, citar a involucrados –o no citarlos– y dictaminar con la misma liviandad que algunos funcionarios y legisladores de la Alianza y de mi propio partido, que el episodio de los sobornos fue un hecho sin importancia (...)
El martes 22 de agosto de 2000 se formularon cinco denuncias por los presuntos sobornos en los tribunales federales. Todas las actuaciones recayeron en el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal 3, a cargo del juez Carlos Manuel Liporace, secretaría 6 de Marcelo Sonvico, fiscalía 6 del fiscal federal Eduardo Freiler y fiscal adjunto Federico Delgado (...)
El mismo 30 de agosto, el juez Liporace señalaba públicamente que “la debilidad de pruebas es total”. Pero en forma paralela el fiscal Freiler pidió el desafuero de ocho senadores: siete justicialistas y un radical, logrando que, pese a su voluntad, Liporace peticionara ante el Congreso de la Nación el desafuero de Ortega, Pardo, Bauzá, Cantarero, Costanzo, Tell, Branda y Meneghini.
Liporace cayó en el mismo momento en que la revista Veintitrés exhibía una denuncia en la que aparecía como adquirente de una vivienda en la calle Gaspar Campos 471, en Vicente López, valuada en un millón y medio de dólares. Nunca pudo justificar los fondos con que la compró.
La denuncia produjo un giro de 180 grados en el pensamiento de Liporace, quien 48 horas después de calificar la causa como un “cuarto oscuro”, salió a decir que tenía “indicios graves y concordantes que para esta instancia judicial me permiten aseverar que hubo sobornos”. El miedo no es zonzo.
Recién entonces ordenó investigar cuentas bancarias, gastos de tarjetas, inversiones bursátiles, acciones y plazos fijos, posesiones, eventuales compras de propiedades y viajes al exterior de los senadores.
Los fiscales Freiler y Delgado habían recibido información sobre viajes al exterior que hicieron unos veinte senadores después de la aprobación de la ley laboral. Estos fiscales y la Oficina Anticorrupción le reclamaron al juez que tomara esas medidas.
El juez recibió de empleados del Banco de la Nación Argentina información vinculada con dos cheques de 1,5 y 5 millón de pesos, presentados en abril de 2000 por funcionarios de la SIDE. Liporace firmó inmediatamente un acta en la que decía haber constatado que esos gastos “responden a gastos de inteligencia”.
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