Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
El debate sobre los intelectuales nunca cesa. Porque no tanto es que existan intelectuales. Lo que existen son ciertos núcleos problemáticos en las sociedades que son inevitablemente de carácter intelectual. Quienes los atienden con lenguajes específicos, vocación polémica y un conjunto singular de memorias o estilos de cita, son los denominados intelectuales. Los que cargamos con el dificultoso letrero de intelectuales no hacemos sino revelar la parte explícitamente emergente de debates, creencias y sentidos velados que subyacen en todo grupo humano, en toda sociedad. De ahí la célebre sentencia gramsciana –que en verdad toma de Benedetto Croce–, respecto de que “todos somos intelectuales”. Es decir, todos somos retoños de un manojo profundo de leyendas, frases arcaicas dormitando en la conciencia y textos memorables que fragmentariamente sobreviven en nuestra conversación.
Hay poderes en la vida intelectual, poderes de índole libertaria, que no por eso dejan de serlo. La diferencia con otros poderes –financieros, comunicacionales, políticos– es que podemos considerar que la forma eminente de la vida intelectual consiste en examinar de forma explícita los poderes que se poseen. Un grado mayor de conciencia sobre las formas disciplinarias o coactivas, que incluso pueden residir ocultamente en las callosidades de nuestro propio lenguaje, es lo que caracteriza la actitud intelectual. Ejercer la crítica se convierte así en una tarea de múltiple significación, pues implica necesariamente revisar el lado interno de nuestras manifestaciones públicas, esos recónditos cimientos que no siempre sabemos declarar como el obstáculo mismo que también nos habita.
He leído el documento del grupo Plataforma –no sé si así ha de llamarse en lo sucesivo, recuerdo aquella asociación que con el mismo nombre había congregado a un importante núcleo de psicoanalistas en los años ’60; no mucha diferencia ahí con Carta Abierta, en cuyo nombre también resuenan perdidos sesentismos–, y no me satisface enteramente. En primer lugar, se refieren a intelectuales “que hemos respetado y queremos seguir respetando”. ¿Nosotros? ¿O quiénes otros? Por nuestra parte, creo que nos expresamos por medio de un respeto obligatorio, no monacal pero sí inmanente a la función –interesante o no– de los opinadores públicos. ¿Por qué entonces les vamos a dar más trabajo a quienes no quieran respetarnos más? O se respeta o se vitupera, en eso estamos todos de acuerdo. No es necesaria ninguna admonición. Efectivamente, tenemos discordancias que deben tratarse en lugares, estilos y momentos adecuados. Sin que nadie violente sus deseos de aguantar más de lo necesario lo que no quiera, ni obligarse a emplear triquiñuelas de cortesía que pueden suponer formas implícitas de desprecio.
¿Entendí bien o la expresión “voceros del Gobierno” no describe tanto una situación que efectivamente ocurre en ciertas funciones del Estado, sino también un atributo despectivo? No somos voceros del Gobierno y no parece que el Gobierno nos quiera o necesite como voceros. Tiene los propios. (Y que yo, funcionario del área cultural del gobierno pueda escribir esto demuestra que la crítica es también la práctica adecuada de un manojo complejo de paradojas.) Según la antigua denominación que siempre discutimos –incluso con muchos de los firmantes del documento Plataforma– tampoco somos “intelectuales orgánicos”, por más entrañable que resulte esa denominación. Somos personas pertenecientes al cuño intelectual explícito de la sociedad argentina, que apoyamos al gobierno en el modo de ser críticos. El pensamiento crítico tiene diversos grados de existencia, modalidades tácitas y paradojas diversas. No es necesario defenderlo, pues está vivo en la Argentina. No es necesario invocarlo ufanamente, pues si se piensa en el núcleo intenso y complejamente determinado de las situaciones, ya se es crítico de por sí. Pero a tal pensamiento se cree hallarlo especialmente en lugares aparentemente más libertos –el atelier del escultor, el laboratorio del investigador social, la clase del profesor, el estudio de danza, el gabinete del filósofo–, antes que en las entrañas de las instituciones. Otra vez se ingresa a un examen, digamos así, pre-foucaultiano de la cuestión.
Se nos recuerda una larga lista de muertos en las luchas sociales. La conocemos y nos expresamos sobre todos esos nombres –nombres dolorosos del arduo curso de la vida argentina–, en términos que no tendrían diferenciación con cualquiera que haya repudiado con profunda preocupación esos hechos. Solo que no los encolumnamos en una lápida única, indiferenciada, catalogada bajo una impresión acumulativa y un sobresalto enumerativo. Un listado así merece que también se diga que queremos seguir respetando a quienes lo hacen, por lo tanto, compartiendo el espíritu de denuncia y angustia –documentado por nosotros en numerosas expresiones escritas–, pero deseando afirmar que es necesario construir un modo efectivo de repudio y conjura de esos viles asesinatos.
No se lo logra más con un inventario despojado de vibración emotiva que con una indagación concreta de una historicidad específica de cada una de esas muertes, que son sociales y singulares a la vez, pues nadie vive la muerte de otro. Una voz, muchas voces, resonaron en torno a estas violencias antipopulares en el interior de las instituciones de gobierno que mantienen la consigna no represiva, aunque siempre en la frontera dramática de la sociedad en tensión. Ese “esto no puede repetirse, debe castigarse, la justicia y los militantes deben estar alertas” es un grito que transita –es cierto– otras vetas que las que recorre Plataforma. ¿Es más eficaz uno u otro? Difícil decirlo; son diferentes resonancias de lo que quizás sea un mismo llamado, una misma convicción moral e intelectual situada en planos diferentes de un poder –las academias, los financiamientos culturales públicos y privados, la gran prensa con sus antediluvianos intereses, las márgenes del gobierno o instituciones mismas del gobierno–, planos sobre cuya diferencia incesantemente discutimos.
Oscar Terán ha dejado una gran obra, y entre muchos de sus conceptos, el de “denuncialismo” fue el que le permitió hacer un agudo balance de la generación de Contorno y lo que luego vino en la vida intelectual de aquellos tiempos. Esta idea denuncialista se ha bifurcado, aunque ya no se la llame así. El grupo Plataforma –bienvenido– se expresa en los términos clásicos del denuncialismo. Hay un poder “exterior” –dicen– que si alguna vez entusiasmó ahora desilusiona, y además deja listas de muertos al costado de los caminos por donde pasan los poderosos camiones de la minería y la soja. Esas imágenes las conocemos y expresamos de otra manera, con “pensamientos situados”, esto es, libertarios en el seno de la institución política heredada o clásica, que a su vez esgrime banderas de cambio a las que también deseamos ver con autoconciencia lúcida de sus propias situaciones, posibilidades, apremios que ofrece un mundo que estrecha posibilidades. El poder es exterior y tiene muchos planos; opera como puede en medio de ostensibles borrascas porque es democrático y no puede tan solo condolerse cuando una vida es atrapada en las fronteras de la violencia antisocial.
Pero no podemos eximirnos de entender el rastro evidente de poderes indeclarados que son el “interior” de una vida intelectual, cultural, artística, cinematográfica, literaria, poética, novelística, que aún reclama muchos más exámenes lúcidos de su propia situación efímera, tal como la conocimos en el inmediato pasado. La vida del país, nuestra propia vida precaria, la esperanza nunca agrietada pero siempre abismal, la opción por una creencia reparatoria que no desmerezca su libertarismo aun en el interior de instituciones estatales, la pasión por renovar los lenguajes políticos tal como se dieron el último medio siglo, nos llevó a que nuestras denuncias fueran también formas del anuncio. El que lea estas palabras, en el mismo acto de hacerlo, en el instante en que pase por este renglón, sabrá que el augurio se mantiene de pie.
* Sociólogo Director de la Biblioteca Nacional.
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