Domingo, 3 de junio de 2012 | Hoy
EL PAíS › ARMENIA (1915-1920), EUROPA (1941-1945), ARGENTINA (1976-1983)
El exterminio de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial se inspiró en el genocidio del pueblo armenio al promediar la Primera. Un llamativo paralelo entre las racionalizaciones del régimen nazi de Alemania y las de la dictadura argentina de 1976- 1983. Los apoyos eclesiásticos y empresariales con que contaron y los argumentos con que intentaron justificar sus crímenes.
Por Horacio Verbitsky
El asesinato masivo de la población judía europea durante la Segunda Guerra Mundial se inspiró en el genocidio del pueblo armenio que comenzó al promediar la Primera Guerra Mundial. A su vez, la política concentracionaria y exterminadora del nazismo tuvo un reflejo sudamericano a partir de 1976, en lo que los militares argentinos consideraban la Tercera Guerra Mundial. El Holocausto se llevó a cabo mediante un encuadre jurídico y en forma gradual, lo que venció las resistencias y facilitó la subordinación de la sociedad y del aparato estatal, incluyendo las Fuerzas Armadas alemanas. El primer campo de concentración, Dachau, se inauguró en 1933, en cuanto Hitler fue electo, para alojar a cuadros de los partidos comunista y socialdemócrata. Luego vino la prohibición de los sindicatos y la creación del partido único. La persecución a los judíos, que a su vez recorrió distintas etapas, comenzó por la cultura y la economía, contra periodistas y banqueros, alcanzó luego a la universidad y a los profesionales de la medicina y el derecho. Más adelante se creó un registro de propiedades, se prohibió que los judíos practicaran el comercio y la agricultura. En momentos sucesivos se obligó a que antecedieran sus nombres con Sara o Israel, se les vedó usar armas, se expropiaron sus bienes, sus hijos fueron expulsados de las escuelas, se les privó de cualquier beneficio previsional. Después se decretó que no podían salir de noche, tener aparatos de radio, vivir en cualquier barrio, manejar vehículos, ir al cine, al teatro, los museos y las bibliotecas. Completaron el cuadro asfixiante la imposición de trabajos forzados, la requisa de joyas, oro y hasta cubiertos de plata, la rescisión de los contratos de alquiler, el uso obligatorio de una estrella amarilla y el confinamiento en ghettos, recién en 1939. Tampoco el ascenso de Hitler al poder absoluto fue instantáneo. Primero fue designado supremo magistrado judicial, luego censuró la prensa y el arte, consiguió que se unificaran los cargos de presidente y canciller, en una fase posterior fue designado máximo jefe militar y más tarde abolió la autonomía de los lander, los estados provinciales. El antecedente del genocidio del pueblo armenio, ejecutado entre 1915 y 1920 por el régimen nacionalista conocido como de los jóvenes turcos, y el estudio sobre las distintas etapas de la persecución a los judíos alemanes, provienen de la Historia de la solución final, escrita luego de diez años de trabajo por el juez federal Daniel Rafecas. Un millón y medio de armenios fueron conducidos a los desiertos de Siria y Anatolia para que allí murieran lejos de la mirada del mundo. Los armenios fueron sindicados como el enemigo interno a depurar y la guerra mundial fue la ocasión para exterminarlos, bajo guisa de deportación masiva.
Aunque el paralelismo con la dictadura argentina no es el objetivo del autor, el material que transcribe permite completar esa parábola impresionante. Como magistrado Rafecas realizó la instrucción más completa sobre crímenes de lesa humanidad, en la causa del Cuerpo I de Ejército. Con el mismo método trabajó como historiador a partir de la copiosa bibliografía internacional existente, que ordenó en forma cronológica para exponer la progresión del proyecto criminal. El Holocausto no fue un arrebato irracional, sino una expresión de la modernidad, la burocracia y la producción industrial, sostiene. Aunque se trata de un libro de historia, por fortuna escrito en buen castellano y no en jerigonza judicialés, no refleja el impacto de la derrota en la Primera Guerra Mundial y de las reparaciones impuestas por los vencedores, con las consecuencias devastadoras que nadie retrató con la profundidad de Georg Grosz y Otto Dix. En cambio, es detallista en la descripción de las sucesivas medidas que a lo largo de doce años condujeron a un resultado espantoso, imprescindibles para no minimizar en el presente señales que deberían encender a tiempo todas las luces de alarma.
En 1938 tuvo lugar la conferencia de Evian, donde los aliados se negaron a recibir a los refugiados judíos que por entonces Hitler quería expulsar de Alemania. Tampoco asistió a esa conferencia la Oganización Sionista. La explicación de esa llamativa ausencia consta en otro libro, del periodista israelí Tom Segev, El séptimo millón. La dirigencia que encabezaba David Ben Gurion sentía la emigración de judíos hacia otros países como una amenaza al Sionismo. Para impedirlo llegó a negociar con la sección de la Gestapo que dirigía Adolf Eichmann que los judíos que Hitler quería expulsar de Alemania sólo se dirigieran hacia Palestina. También la Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Brasil, Colombia, Panamá y Canadá rechazaron a los refugiados que llegaron en barcos a sus puertos, donde se les impidió desembarcar, recuerda Rafecas. Ese capítulo de la catástrofe forma parte de una de las primeras novelas que escribió mi padre, En esos años. De acuerdo con los académicos Philippe Burrin y Saul Friedlander, cuando Hitler hablaba de aniquilar a los judíos, en 1939, se refería a su existencia como comunidad y todavía no al asesinato masivo de los individuos que la componían. Es imposible no asociar estas disquisiciones con las que sucedieron en la Argentina acerca del significado del verbo aniquilar en los decretos firmados por Isabel Martínez e Italo Luder. En el juicio de 1985, la defensa de los ex Comandantes argumentó que habían cumplido con las órdenes de un gobierno constitucional, aunque no pudieran explicar en forma congruente por qué acataron sólo esa orden y desconocieron el resto de las disposiciones institucionales. Como testigo, Luder defraudó esas expectativas y dijo que la orden de “aniquilar el accionar de los elementos subversivos” se refería a privarlos de la voluntad de combate y no a matarlos. Este año, Videla terminó por reconocer que para continuar la represión no era necesaria la toma del poder, por lo que el golpe de 1976 fue un error político que les quitó legitimidad. Pero aún así, insiste en que Luder les había dado “licencia para matar”. La similitud entre algunos aspectos de los procesos alemán y argentino recorre asombrosos vericuetos. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, la colectividad alemana en la Argentina tuvo un órgano de expresión opuesto al nazismo, el diario Argentinisches Tageblatt, propiedad de la familia de Roberto y Juan Alemann. Sin embargo, cuando el terrorismo de Estado se incubaba en la Argentina, ese mismo diario publicó un editorial en el que sostenía que “el gobierno podría acelerar y facilitar ampliamente su victoria actuando contra las cabezas visibles, de ser posible al amparo de la noche y la niebla y calladamente, sin echar las campanas al vuelo. Si Firmenich, Quieto, Ortega Peña entre otros, desaparecieran de la superficie de la tierra, ello sería un golpe fortísimo para los terroristas”. Días antes había muerto Perón, días después fue asesinado Ortega Peña. Los hermanos Alemann fueron parte fundamental en los equipos económicos de la dictadura, Juan con Videla, Roberto con Galtieri. Forman parte de esa capa de la burguesía argentina que desde 1955 en adelante avaló las peores atrocidades con la imperturbable buena conciencia de quienes creen que la democracia es el gobierno de los democráticos. O como la caracterizó Walsh: “Las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”.
El exterminio del pueblo judío recién comenzó a programarse cuando la resistencia británica a los devastadores bombardeos alemanes frustró el trasplante forzoso de todos los judíos a la gigantesca isla africana de Madagascar. En la etapa siguiente, iniciada con la invasión alemana a la Unión Soviética, Madagascar fue sustituida por Siberia. Las pugnas entre distintos sectores de la burocracia nazi por la conducción de la política antisemita, entre las SS, las oficinas de asuntos judíos de los ministerios del Interior, de Relaciones Exteriores y de Justicia, la Gestapo y los gobernadores de las naciones europeas ocupadas, evocan las disputas entre Videla y Massera durante la guerra sucia militar contra la sociedad argentina, el rol que el jefe de la Marina atribuyó a la ESMA como instrumento en su lucha por el poder político y el eje que conformó con los jefes de cuerpos de Ejército Luciano Menéndez y Carlos Suárez Mason. Al comienzo, Hitler se propuso “eliminar a la intelectualidad judeo-bolchevique”. Aplicaba a los judíos el mismo término con el que conduciría su campaña la dictadura argentina: la subversión. Massera era antisemita y en la conferencia que dio luego de recibir la distinción que le otorgó Bergoglio acusó a Marx, Einstein y Freud de todos los males de la sociedad contemporánea. Videla, Viola y Galtieri nunca se declararon antisemitas y no se proponían exterminar a los judíos sino a “los subversivos”, pero es bien conocido el plus de crueldad que padecieron los prisioneros judíos en los campos de concentración, en algunos de los cuales se utilizaron cruces svásticas, retratos y discursos de Hitler. Cuando las Naciones Unidas adoptaron en 1948 la Convención sobre la Prevención y la Represión del Crimen de Genocidio, lo definieron como “la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”. Stalin impidió que incluyera también a los grupos políticos, porque temía que pudiera aplicarse a su gobierno. Tuvo que pasar medio siglo para que el juez español Baltasar Garzón y la sala penal de la Audiencia Nacional de Madrid interpretaran en la causa por los crímenes de la dictadura argentina que la definición de “grupo nacional” comprendía a cualquier “grupo humano diferenciado, caracterizado por algo, integrado en una colectividad mayor”.
El primer tratado internacional que Hitler celebró fue el Concordato con el Vaticano, representado por su secretario de Estado, cardenal Eugenio Pacelli. Garantizaba la libertad de profesar la religión católica, consideraba a los sacerdotes empleados públicos protegidos por el Estado y reclamaba que los obispos prestaran juramento de lealtad al Reich y sus gobernantes. Hitler lo interpretó como la aprobación moral de la Iglesia a su política de persecución “contra la judería internacional”. Pacelli lo negó, pero él mismo se había expresado con desprecio por los judíos. El archivo del Vaticano guarda una carta suya firmada y anotada a mano, en la que narra su presentación en 1919 como nuncio ante uno de los fugaces gobiernos revolucionarios de Baviera, a la que considera “sometida a la tiranía revolucionaria judeo-rusa”. Describe esa sede como “el mismísimo infierno”, en el que le llamó la atención “una banda de mujeres jóvenes, de dudoso aspecto, judías como todos los demás, dando vueltas sin hacer nada por todos los despachos con ademanes libidinosos y sonrisas sugerentes. La jefa de esa chusma femenina que lo supervisaba todo era la amante de Levien, una joven rusa, judía y divorciada. Ese Levien es un joven de entre treinta y treinta y cinco años, también ruso y judío. Pálido, sucio, con ojos de drogado, voz ronca, vulgar, repulsivo, con un rostro a un tiempo inteligente y taimado”. Mientras Pacelli era nuncio en Baviera, su amigo el cardenal Achille Ratti cumplía la misma función en Varsovia. Llegó allí con el encargo de atender a la situación de los judíos, perseguidos por los católicos polacos. Lejos de ello, alertó al Vaticano sobre el peligro que suponían los judíos, a quienes consideraba la fuerza principal del bolchevismo. Ratti y Pacelli no eran dos cardenales del montón: ambos ascendieron al trono de Pedro, con los nombres de Pío XI y Pío XII. Hitler sabía cómo tratar con la jerarquía católica. Al obispo de Onsnabrück, Hermann Wilhelm Berning, le dijo que “durante 1.500 años la Iglesia ha considerado a los judíos como seres nocivos, los ha exiliado en ghettos, porque reconoció cómo eran. Este peligro dejó de verse en tiempos del liberalismo. Yo retrocedo en el tiempo y hago lo que se hizo durante 1500 años”.
En 1937, aquel nuncio en Polonia devenido Papa firmó la Encíclica “Mit brennender Sorge”, que ni siquiera menciona la persecución a los judíos y, lejos de condenar al racismo, lo considera “necesario y honorable”. Pío XI sólo dijo allí que la Iglesia era una y la misma para todas las razas y las naciones. Es decir, puso el acento en la Iglesia y no en el racismo nazi. Una ambivalente referencia a Cristo decía que “tomó Su naturaleza humana de un pueblo que lo crucificaría”, lo cual reforzaba el antisemitismo teológico en el que, como señala Rafecas, se basaba Hitler. “Mit brennender Sorge” informaba que el Episcopado alemán había recomendado moderación y sopesado cada palabra para no endurecer con su severidad el corazón de los fieles. El cardenal Raúl Primatesta usó casi la misma frase cuando le dijo a Videla que la Iglesia medía cada palabra porque conocía “el daño que se le puede hacer al gobierno”. Aunque la Encíclica reclamaba por el envío de sacerdotes a campos de concentración, anunciaba que seguiría con su mano tendida para restaurar la paz entre la Iglesia y el Estado nazi. Aun este texto conciliador disgustó al presidente del Episcopado alemán, cardenal Adolf Bertram, quien había sugerido que en vez de una Encíclica Pío XI enviara una carta reservada a Hitler. La reserva, el ocultamiento de todo lo que sus integrantes sabían, fue también la política central del Episcopado argentino en la década de 1970. En mayo de 1976 catorce de los 57 obispos que asistieron a la Asamblea Plenaria del Episcopado informaron sobre los secuestros, torturas y asesinatos que sucedían en sus diócesis desde el golpe de marzo, pero una vez enterados, por votación de 38 contra 19 decidieron no difundirlo.
El fracaso de sus ejércitos en Leningrado y Moscú y el ingreso de Estados Unidos a la guerra luego del bombardeo japonés a una base en el Pacífico frustraron el plan Siberia. Recién entonces Hitler pasó a ejecutar la “solución final”, que constituía sobre todo un problema de logística y escala de producción. La descripción que Rafecas hace de estas cuestiones recuerda la respuesta que dio Jean-Luc Godard cuando le preguntaron por qué había rodado una película sobre la guerra de Argelia pero no sobre el Holocausto. Contestó que sólo podría filmar un diálogo entre dos verdugos sobre los trenes que no llegan a horario, la escasez de personal y la mala calidad del gas, y que esa película sería insoportable. Tal vez por eso, el nazismo recurrió al uso de eufemismos, como “el reasentamiento” o “el transporte”, tan parecidos a “el traslado” que usaba la dictadura argentina. La respuesta a esos problemas técnicos fue la escala industrial del exterminio que se comenzó a aplicar en los lager de Auschwitz-Birkenau, con la colaboración de grandes empresas alemanas, como Siemens y Krupp. Este es un dato de especial relevancia en la Argentina de hoy, cuando la Justicia comienza a investigar la complicidad de los hombres de negocios con la guerra sucia. Si empresas alemanas construyeron los hornos y suministraron el gas, empresas argentinas recibieron en sus plantas a las tropas militares, les suministraron información sobre los activistas gremiales y políticos que debían desaparecer y hasta les proporcionaron vehículos para transportar a los secuestrados, como la firma Ledesma en la Noche del Apagón.
Otra asociación que salta a la vista se refiere a las justificaciones del nazismo y de la dictadura argentina para sus métodos bárbaros. En las primeras semanas de la invasión hacia el Este, grupos de tareas que acompañaban al Ejército alemán fusilaron a decenas de miles de judíos en Lituania, Polonia, Letonia, Ucrania y Bielorrusia. Pero cuando se trató de eliminar también a mujeres, niños y ancianos fueron precisos otros procedimientos que requirieran una cantidad menor de ejecutores y que fueran “más eficientes e impersonales”. Para Himmler, las cámaras de gas constituían “métodos más humanos”. Comenta Rafecas: “por supuesto, para los ejecutores”. Esa frase tiene una inocultable familiaridad con la que el Comandante de Operaciones Navales usó para comunicar a toda la oficialidad de la Armada que los prisioneros serían arrojados al mar desde aviones. El vicealmirante Luis Mendía les dijo que ese método fue aprobado por la jerarquía eclesiástica, porque lo consideraba “lo más humanitario”, una “forma cristiana y poco violenta”, según narró uno de los asistentes, el Capitán de Fragata Adolfo Scilingo. Así podían evitar la mirada de las personas que iban a matar, no recordar ni un grito.
Un problema no menor, allí y aquí, era el de la justificación de los asesinos ante sí mismos. Así surgió la idea de evitar “la venganza, sobre nuestros hijos y nietos”, que Himmler transmitió a todas las unidades ejecutoras. Salvando las debidas distancias, porque en la Argentina el plan no fue asesinar a los hijos de los subversivos sino privarlos de su identidad y su historia, la racionalización fue similar. La formuló el general de Justicia Carlos Horacio Cerdá, el cerebro jurídico de los sucesivos presidentes militares, desde Videla hasta Bignone, autor de la ley de autoamnistía: “Las Fuerzas Armadas han establecido como doctrina que los hijos de subversivos no se eduquen con odio a las Fuerzas Armadas. Para eso se decidió entregarlos en adopción a otras familias”, le dijo a Emilio Mignone. Durante el gobierno de Fernando de la Rúa, el ministro de Defensa Horacio Jaunarena propuso a Cerdá a las Naciones Unidas como “experto independiente” que supervisaría la aplicación del derecho humanitario en conflictos armados. Advertido por el CELS, el entonces canciller Adalberto Rodríguez Giavarini retiró esa candidatura perversa.
Rafecas se formula una pregunta que me hice a mediados del siglo pasado, como adolescente judío en la Argentina: ¿Cómo fue posible que hubiera tan escasa resistencia colectiva al genocidio, con excepciones heroicas pero tardías, como los levantamientos en lo que quedaba de los ghettos de Varsovia y Bialystok? Hubo sí, gestos individuales, como el suicidio del presidente del Consejo Judío de Varsovia, Adam Czerniakow, quien no aceptó entregar a la muerte a los niños de su pueblo como le exigía el ocupante. Un último rasgo que enlaza al genocidio de los armenios con el Holocausto y con los crímenes de la dictadura argentina es la estrategia de la impunidad, como parte del plan de exterminio. Las biografías de los sobrevivientes de la Shoah refieren las arengas de los verdugos: si alguno escapara, ¿quién se molestaría por escuchar su relato en vez de la verdad del vencedor? Tuvieron que pasar siete décadas para que el genocidio de los armenios fuera reconocido por las Naciones Unidas y ocho para que una investigación académica, la de Vahakn Dadrian, lo reconstruyera en detalle. Tal vez sea un exceso de optimismo pensar que si hubiera sido castigado a tiempo no se hubiera producido el Holocausto. Pero aún así, esta secuencia muestra la importancia de la Verdad y de la Memoria, como camino hacia la Justicia.
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