EL PAíS › ENTREVISTA EXCLUSIVA A THOMAS PIKETTY, EL ECONOMISTA QUE CONMOVIó AL MUNDO CON SU LIBRO SOBRE LA DESIGUALDAD

“Lo que sufre Argentina por el hegemonismo jurídico norteamericano es peor que la ausencia de justicia”

Es el “gurú mundial” del momento, pero su investigación demuele los mitos impuestos por los economistas tradicionales. Explica los alcances de la desigualdad a la que lleva el actual desarrollo y la necesidad de la regulación pública del capital para contrarrestarla. Punto por punto, desde su visión del fallo de Griesa para los fondos buitre hasta la inevitabilidad del conflicto para cambiar las cosas.

 Por Eduardo Febbro

Página/12 En Francia

Desde París

El hombre afable y humano sentado en un sillón algo raído, rodeado de libros que apenas caben en el estrecho escritorio que ocupa en la Escuela de Economía de París, poco se parece al hombre de los afiches con los que el semanario Le Nouvel Observateur empapeló París: “Piketty, gurú mundial” dicen los carteles que promocionan el número de la revista consagrado al economista francés y a su libro. Thomas Piketty no tiene nada de gurú, sino una amabilidad comprometida y un humanismo que emana de sus gestos y su tono de voz. El Capital en el Siglo XXI, que esta semana publica Fondo de Cultura Económica, a pesar de sus más de 1000 páginas y de cierta complejidad técnica se ha convertido en un best seller mundial y en uno de esos libros que marcan un antes y un después en la historia de las ideas. La obra marcó la época al mismo tiempo que derrumbó algunos mitos que parecían eternos, tanto mitos marxistas como liberales. Durante una década y media, el economista francés de 43 años trabajó compilando los datos fiscales de una veintena de países desarrollados desde el siglo XVIII hasta hoy. De esa investigación sale una constante: el capital, sin la intervención reguladora de la potencia pública, solo genera desigualdad. Esta desproporción es mucho más visible a partir de los años ’80. El cuadro es devastador: en Estados Unidos, el 10 por ciento de las personas más ricas acapara el 45 por ciento de las ganancias. Esa constante, en mayor o menor medida, se expande en todos los países. El mérito, o sea el trabajo, perdió su valor frente a la “herencia” y los propietarios de bienes inmobiliarios reemplazaron a los terratenientes. La desigualdad es la marca del siglo.

Thomas Piketty recibió a Página/12 en su oficina de París y esta entrevista, donde expone los principios de un libro que revolucionó el pensamiento económico, inevitablemente empieza con una pregunta de actualidad argentina y mundial.

–La Argentina enfrenta hoy un antagonismo atravesado por la desigualdad que roza lo mafioso. Se trata de su enfrentamiento con los fondos buitre y el imperialismo judicial de Estados Unidos.

–La Argentina sufre hoy la evolución reciente y caótica de la jurisprudencia norteamericana sobre la deuda pública argentina. Aquí hay una situación de hegemonismo jurídico norteamericano que es un problema en la Argentina y que puede ser un problema también para otros países. Esto es peor que la ausencia de justicia. En muchas partes del mundo asistimos a una suerte de privatización del derecho con fondos financieros e intereses financieros que construyen su propio derecho, sus propias cortes de arbitraje, sus propios tribunales. Con esto escapan completamente a la soberanía de los Estados. Es una realidad a la cual la Argentina se enfrenta de forma extrema. De alguna manera, todos estamos confrontados a lo que atraviesa la Argentina. Estamos frente a un fenómeno general de privatización del derecho, de captación del derecho, de construcción de espacios jurídicos aparte para proteger intereses privados, que es muy preocupante. La problemática que enfrenta hoy la Argentina sobrepasa en mucho su propio caso. Creo que necesitamos un mundo mucho más multipolar, un retorno a cierta soberanía nacional y popular, un mundo donde no siempre se acepten los dictados de Estados Unidos, donde se pueda proponer una visión del derecho y del desarrollo internacional que no sea la misma que en Estados Unidos.

–Usted comparte hoy un raro privilegio: junto al papa Francisco los medios liberales lo califican de nuevo apóstol del marxismo.

–Yo no soy marxista. Formo parte de una generación que se hizo adulta con la caída el Muro de Berlín, en 1989. Nací demasiado tarde como para tener una tentación marxista en su variante soviética del comunismo. El éxito del libro muestra que hay un apetito de conocimientos en torno de estos temas que tocan el dinero, las ganancias, el patrimonio. Esos temas son demasiado importantes como para dejarlos en manos de un grupito de economistas, de técnicos o de expertos. Mi libro es una historia legible del dinero. Mi libro traza la historia de la distribución de las ganancias y del patrimonio a través de tres siglos y en más de 30 países.

–La síntesis de su trabajo monumental es clarísima: la posesión patrimonial, o sea la desigualdad, se impuso en todo el mundo.

–Depende mucho del país, de la amplitud y de la época. No hay un solo mecanismo que pueda explicar todo esto. Hay fuerzas que van en todas las dimensiones. Esto quiere decir que existen varios futuros posibles y no una sola dinámica en el reparto de las riquezas. Hay fuerzas que a veces conducen a la reducción de las desigualdades, como por ejemplo la difusión del conocimiento o la educación, que van en ese sentido. Y también hay otras fuerzas que conducen al aumento de las desigualdades, en particular la tendencia a largo plazo que lleva a que los beneficios del capital están por encima de la tasa de crecimiento. Pero diría que todo depende de las instituciones, de las políticas que los países deciden aplicar.

–Usted demuestra otra ilusión errónea de Marx y prueba que los beneficios del capital pueden mantenerse por encima de la tasa de crecimiento. También cae otro relato: el del economista y premio Nobel de Economía Simón Kuznets. Marx pensaba que la desigualdad conduciría al colapso y Kuznets, que se reduce con el avance de las sociedades.

–Marx decía “las desigualdades van a aumentar hasta la revolución final”, mientras que Kuznets escribía en los cincuenta que las desigualdades se reducen naturalmente en las sociedades industriales avanzadas. Ambos se equivocaron porque hay fuerzas que pueden ir en las dos direcciones y no sabemos cuál de ellas se impondrá. En este principio del siglo XXI hay un riesgo muy serio de que volvamos a las desigualdades del XIX. Esto ya es una realidad en algunos casos y en otros no. Es cierto, en la teoría de Marx había una salida económica al proceso. Había una contradicción entre el descenso de la tasa de beneficios que iba a conducir a una catástrofe final y al fin de este sistema. Puede que mis conclusiones sean todavía más pesimistas porque, desde un punto de vista estrictamente económico, no hay salida. El rendimiento del capital puede mantenerse a un nivel elevado, en particular porque siempre hay ganancias oriundas de la productividad, de las innovaciones tecnológicas, del crecimiento de la población. A pesar de una acumulación creciente del capital, el rendimiento se mantiene a un nivel superior a la tasa de crecimiento. En todo caso, sería un error pensar que una salida puramente económica –o sea el descenso de los beneficios– va a resolver esta contradicción. Mis conclusiones son pesimistas desde un punto de vista económico pero optimistas desde el punto de vista político. Hay soluciones políticas a este problema. La institución fiscal, social o educativa permite organizar ese proceso de acumulación del capital de una forma más igualitaria y por el bien común.

–Cómo romper entonces el ciclo claro de la desigualdad cuando queda demostrado en su trabajo la constante de este mal.

–Mi conclusión principal consiste en que necesitamos instituciones públicas de transparencia democrática en torno de las ganancias y los patrimonios capaces de adaptar nuestras instituciones y nuestras políticas a la realidad. La propiedad privada, el capitalismo, las fuerzas del mercado deben estar al servicio de la democracia y del interés general. El capitalismo debe volverse el esclavo de la democracia y no lo contrario. Hay que utilizar las potencialidades del mercado para enmarcarlas severamente, radicalmente si es necesario, para ponerlas en la buena dirección. Es perfectamente posible.

–Usted cita a un personaje de Balzac cuya frase es aplicable al mundo de hoy: frente a las ganancias generadas por el capital, trabajar no tiene sentido. Es mejor casarse con una heredera.

–Una buena parte de mis interrogaciones y de mis motivaciones en este trabajo de investigación provienen de la literatura, porque la literatura tiene una suerte de potencia para expresar las consecuencias del dinero y de las desigualdades en la vida y en los lazos sociales que es increíble. Con el lenguaje de las ciencias sociales nunca tendría esa potencia expresiva. Creo que esas diferentes formas de expresión son complementarias las unas con las otras. Es cierto que ese discurso de Balzac nos muestra a un joven ambicioso cuando estudia Derecho en París en 1820. Pero podría ser en París en este año, o en Buenos Aires en 2014, o en Nueva York o en México. Es una suerte de personaje eterno de joven ambicioso que quiere devorar la vida y a quien se le explica que, finalmente, los estudios, el trabajo, el mérito, no conducen a ninguna parte y que lo mejor es casarse con una señorita, que si bien no es muy encantadora, tiene un millón de francos de la época, unos 30 millones de euros de hoy. ¿Acaso el mundo de hoy es como el que describe Balzac? Es diferente, pero se acerca por algunos lados. La herencia en las sociedades occidentales de escaso crecimiento –y tal vez algún día para el conjunto del planeta– recupera un nivel que no teníamos en la posguerra, pero sí en el siglo XIX. Hoy tenemos lo que yo llamo en el libro “el retorno a la sociedad patrimonial”. No es exactamente el mundo de Balzac, pero sí es intermediario entre el mundo de Balzac y el mundo encantado de la meritocracia de los llamados “30 años gloriosos” de la posguerra, donde se creyó que se había llegado a un capitalismo sin capital, sin patrimonio. Pero eso, a largo plazo, no es posible. Eso fue únicamente una fase de reconstrucción, temporal, una fase donde la potencia pública supo inventar regulaciones. La caída del Muro de Berlín y el ingreso en esa nueva fase de confianza infinita en la autorregulación de los mercados contribuyó mucho a la re-patrimonialización de nuestras sociedades. Ese es el mundo que tenemos hoy frente a nosotros en este siglo XXI.

–Usted señala que en los últimos diez años, la capitalización bursátil mundial creció un 147 por ciento y el PIB mundial un 80. La desproporción es aplastante. Para usted, esa concentración del poder económico es incompatible con los valores de nuestras sociedades democráticas.

–Cuando la desigualdad, en particular la desigualdad patrimonial, se torna extrema, esa desigualdad no es solamente inútil para el crecimiento sino que incluso puede perjudicarlo. Esa desigualdad se vuelve un freno a la movilidad, un factor de perpetuación de la desigualdad en el tiempo y, también, se convierte en una verdadera amenaza para nuestras instituciones democráticas. Una concentración importante del poder del dinero conduce a una concentración demasiado importante del poder de influencia en los medios, en la vida política. Cada parte del mundo tiene su propia historia con la desigualdad, sus propios interrogantes. A veces, las instituciones públicas, es decir, las reglas que limitan el poder del dinero privado en la vida política, las reglas que organizan la financiación pública de los partidos políticos, pueden limitar esa potencia del dinero. Pero no hay que ver esas reglas y esas instituciones como algo dado. No. Son instituciones frágiles que pueden ser puestas en tela de juicio. Tenemos que tomar muy en serio la cuestión de saber cómo se limita a través del Estado de derecho y de instituciones muy fuertes ese control del dinero.

–La desigualdad, el crecimiento patrimonial sin freno pone en peligro el zócalo de la democracia. ¿Por qué? ¿Rompe el contrato social, genera violencia institucional o social?

–La desigualdad rompe el contrato social, rompe el principio de igualdad frente a la ley, de igualdad frente al sufragio universal. Cuando tenemos una desproporción extrema de los medios financieros tenemos también una desproporción extrema de los medios de influencia en la vida política. La desigualdad también rompe el lazo social y cívico por medio del cual se acepta que se pongan en común importantes recursos para financiar el bien público, la protección social, los servicios públicos. Si las clases medias, las clases populares, tienen la duradera impresión de que pagan más impuestos que los ricos, el consenso fiscal se rompe, o sea, el consenso que hace posible que todos acepten pagar una parte importante de los recursos producidos para financiar el acceso a la educación, a la salud, a las infraestructuras. Toda esa aceptación de la vida en común termina potencialmente en tela de juicio con la secesión a los más ricos. Si queremos una democracia real necesitamos instituciones sociales y políticas que enmarquen la propiedad privada, que limiten la acumulación entre algunas manos. Desconfío mucho de los discursos –a menudo muy hipócritas, que se escuchan en muchos países– sobre la idea abstracta de la igualdad. A veces se sirven de ellos para rechazar el impuesto progresivo, para justificar –en Francia y en otros países– que se invierta tres o cuatro veces más en los sectores educativos donde van los hijos de las elites antes que allí donde van los hijos de las clases populares. Y todo eso con una buena conciencia republicana. El principio abstracto de la igualdad es proclamado muy a menudo para justificar desigualdades perfectamente reales, extremas. Siempre hay que poner en tela de juicio ese principio, deconstruir esa proclamación. Esa es un poco la meta de mi libro.

–Otro mito que usted derrumba es que el crecimiento disminuye las desigualdades. Esa idea es la biblia de los liberales, quienes también ven en la globalización una panacea contra la desigualdad.

–Ocurre que para que sea así hacen falta condiciones. Hubo fases históricas donde el crecimiento estaba compartido, era equilibrado, en especial durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial –en todo caso en los países europeos y en los Estados Unidos–. Aquí sí el crecimiento correspondía a cierto enriquecimiento general. Hay fases como la de los últimos 30 años en las cuales tenemos una parte desproporcionada del crecimiento que está acaparada por las ganancias más altas. Aquí, un crecimiento elevado no es sinónimo de un enriquecimiento general. Creo que debemos ir más lejos que el crecimiento, hay que acostumbrarse al hecho de que un crecimiento del 5 por ciento anual, como ocurrió en las décadas de la posguerra, no continuará eternamente. Hay que acostumbrarse a vivir con un crecimiento estructuralmente más lento, más limpio. Lo que hace falta, sobre todo, es más transparencia en la distribución social del crecimiento. Es absolutamente preciso contar con más información democrática y verificable sobre la forma en que los diferentes grupos sociales, los diferentes grupos de ganancias y de patrimonio se benefician o no con el crecimiento. No se puede hacer una hipótesis sobre el hecho de que la tasa de crecimiento maximiza siempre el ascenso social en todas partes. No es el caso.

–Usted señala que la fase actual del capitalismo transformó las relaciones sociales. Estas son ahora relaciones patrimoniales.

–Las relaciones de propiedad pueden ser, desde un punto de vista social, extremadamente violentas porque ponen a ciertos grupos sociales en dependencia los unos de los otros. Cuando una parte de las ganancias generadas por el trabajo deben ser pagadas a quienes detentan el patrimonio, sea la casa donde se vive o el material necesario a una empresa, esto crea una tensión que, a menudo, es dejada de lado en los modelos económicos abstractos, en los cuales todo es armonioso y en el interés general. Las relaciones de propiedad son siempre complicadas, tanto más cuanto que el nivel global del patrimonio, la capitalización inmobiliaria, la capitalización bursátil, recupera niveles muy elevados en relación al nivel nacional. Y esas relaciones de propiedad son todavía más complicadas cuando esas relaciones de propiedad se expanden a nivel internacional. Siempre es complicado pagar el alquiler al propietario, pero cuando se trata de países que pagan intereses o dividendos a otro país es todavía peor. Organizar relaciones justas y democráticas para esas relaciones de propiedad en el caso de una comunidad política y democrática nacional ya es muy complicado. Con los actores internacionales es peor. Desde este punto de vista, es cierto que la situación de América latina en su conjunto en relación con Estados Unidos es el ejemplo número uno de una relación complicada de dominación económica. Hay flujos de capital, de intereses y de dividendos que salen de América latina para alimentar a los propietarios norteamericanos. Se trata de una situación que está lejos de ser el camino hacia la armonía y el enriquecimiento general descripto por los modelos económicos. Tanto en el pasado como hoy, ese ha sido el camino de un conflicto que gira en detrimento del desarrollo social y económico armonioso.

–Esa bella idea del capitalismo con rostro humano es un cuento de hadas. Estamos en un páramo de lobos en donde el ciclo humano se agotó. Pero usted persiste en un optimismo regenerador, como si hubiera aún muchas páginas de la historia por llenar de cosas buenas.

–Sí, el ciclo se agotó. Luego, cada época inventa nuevas formas de capitalismo con rostro humano, a veces de forma totalmente hipócrita con un rostro en nada humano, otras de manera más convincente. Lo cierto es que la hoja blanca que se pregunta cómo sobrepasar el capitalismo, cómo organizarlo de otra manera en beneficio de todos, esa hoja aún está por escribirse. Sea cual fueren los fracasos pasados, hay que volver a empezar de nuevo. Creo que esa es la conclusión más importante de mi libro: las formas concretas de la democracia, de la propiedad, deben ser reescritas. Hay útiles de regulación de los que ya se pueden trazar los contornos con respecto a la transparencia, a las ganancias, al patrimonio, al impuesto progresivo a las ganancias. Pero también hay otras formas de reapropiación democrática y colectiva de la propiedad que están por escribirse. Después de la caída de Muro de Berlín se creyó en un momento que la única forma de organización de la vida económica era la sociedad de accionistas, con todo el poder otorgado a los accionistas. Hoy nos damos cuentas de que no es el caso, de que hay sectores enteros de las actividades humanas, la educación, la salud, los medios, donde la sociedad de accionistas es totalmente absurda. En los medios hay muchas discusiones para saber cómo tratar de organizar formas nuevas de gobernabilidad y financiación, más participativas. Esto vale también para el sector industrial, donde la participación de los empleados en las decisiones de las empresas es un hecho –por ejemplo en los consejos de administración de los grupos industriales de Alemania–. Eso no les impide fabricar autos buenos, al contrario. La participación de los empleados y el reparto del poder puede ser en muchos casos una garantía, no solo de un mejor reequilibrio social sino también de eficacia económica. Todas estas cuestiones deben ser abordadas con una mirada nueva para salir de la ideología del mercado que se apoderó del mundo después de la caída del Muro.

–Cierta prensa anglosajona lo trata a usted de “loco de los impuestos”, porque propone como nueva forma de equilibrio una amplia revolución fiscal mundial para restablecer la igualdad.

–La meta de los impuestos es poder producir bienes públicos. El impuesto es interesante por lo que permite hacer. Si usted mira la situación en Europa, los países más ricos, los más competitivos, Dinamarca o Suecia, tienen una tasa impositiva obligatoria del 40 por ciento al 50 por ciento. A su vez, los países más pobres como Bulgaria o Rumania tienen una tasa impositiva del 20 por ciento. Si bastara con pagar pocos impuestos para ser ricos, Bulgaria o Rumania serían más ricos que Dinamarca o Suecia. Pero no es así como funciona. Tener impuestos elevados puede ser bueno para el desarrollo económico, siempre y cuando se utilicen esos altos impuestos para financiar los servicios públicos, las infraestructuras colectivas, la educación, la salud. Eso es lo que hacen los países de Europa del Norte. Es preciso que el mismo sistema impositivo, más allá de los gastos que financia, sea justo. Para que las clases medias y populares acepten un nivel impositivo elevado es necesario que los más favorecidos paguen tanto como ellos. Para que el impuesto sea justo debe ser progresivo, o sea, funcionar con una tasa que corresponda al porcentaje elevado de las ganancias y del patrimonio. Ese es un punto importante de mi libro: el Impuesto a las Ganancias es un gran invento del siglo XIX, pero en una sociedad cada vez más patrimonial se requiere igualmente un impuesto sobre el patrimonio. No hace falta esperar que exista un gobierno mundial para llegar a eso. Hay muchas cosas que pueden hacerse en el plano nacional y a veces se exagera con esa idea de que los gobiernos nacionales no pueden hacer nada dentro de la globalización. La mayoría de los países cuenta con un sistema impositivo sobre el patrimonio y el capital, pero son sistemas proporcionales y no progresivos que se aplican únicamente al patrimonio inmobiliario y no al financiero. Toda esta información suplementaria sobre las ganancias, el capital y sobre quién es dueño de qué, es también útil a favor de la democratización del capitalismo. El impuesto es más que el impuesto. Es también una forma de producir información y transparencia, las cuales pueden ser utilizadas como una base de la reapropiación democrática del capitalismo.

–Todas estas reformas requieren de un ingrediente que el liberalismo parlamentario aborrece: el conflicto.

–El conflicto es necesario. Hay que terminar de negar la importancia del conflicto en la historia de la política, en la historia del impuesto, en la historia de las desigualdades. Toda la historia sobre las desigualdades del siglo XX que yo cuento es una historia violenta, es una historia donde hay conflictos, guerras, donde la revolución desempeña un papel. Tratemos de hacer mejor las cosas la próxima vez, y de la manera más pacífica posible, pero no neguemos el hecho de que hacen falta sanciones, hacen falta conflictos. En Europa, y en el mundo, uno de los problemas radica en que nos acostumbramos al libre intercambio y a la libre circulación de capitales a cambio de nada, a cambio de ninguna transmisión de información, de ninguna coordinación fiscal, de ningún impuesto mínimo sobre quienes más se benefician con la globalización, y esto no puede continuar eternamente. Toda la historia de la redistribución, del Estado providencia, del impuesto progresivo durante el siglo XX es una historia que pasa por fases de conflicto. No es una historia en la cual un amable socialismo electoral llega racionalmente al poder y todo ocurre con calma y espontaneidad. Es una historia mucho más trastornante y sería llamativo que el porvenir sea distinto.

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