Lunes, 14 de septiembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
Este es el tiempo en el que algunas certezas propias de la política y de la comunicación adquieren la fuerza incontrastable de la contundencia. Los mensajes no son en sí mismos sino que adquieren sentido en el marco del contexto en que se generan y de las comunidades de interpretación que los reciben. Nadie puede obviar que la escena nacional está hoy atravesada por la polarización de las posiciones y que hasta las expresiones menores se leen en clave de conflicto. Más allá de las interpretaciones, es indiscutible que se enfrentan ideas, intereses económicos, conceptos acerca de la sociedad, de la cultura, de la manera de construir lo social y lo político. Dicho esto al margen de todo juicio sobre las intenciones y las formas, no porque no sean importantes o porque se quiera simplificar lo que no es simplificable e inevitablemente complejo sino porque no es posible abordar todos los aspectos al mismo tiempo y en unas pocas líneas.
La política, además de ser el arte de la negociación y de la búsqueda de alternativas para la convivencia en la diversidad, es también el espacio adecuado e indispensable para la resolución de las diferencias en el corto plazo sin perder de vista las cuestiones de largo aliento. Atender solamente a la coyuntura, porque beneficia circunstancialmente a tal o cual actor, puede ser un procedimiento muy cercano a la mezquindad. Hacer pasar todo por el único criterio de la venganza personal, para obligar a hocicar al enemigo circunstancial demostrando ejercicio del poder, puede ser otra manifestación de mediocridad y de falta de grandeza. Venga de donde venga. No porque hacer lo contrario sea meramente altruista o pretendidamente generoso sino porque la política, si bien necesita de determinación y hasta de cierta terquedad (se puede admitir hasta una cuota de egoísmo en la búsqueda de lo que se pretende), requiere también de desprendimiento, de miradas de mediano y largo plazo que recuperen la imagen de futuro, el futuro soñado o la utopía, como cada uno lo quiera llamar.
Si todas las partes se atrincheran de manera obsesiva y absurda en la idea de que el propio éxito radica sólo y exclusivamente en la derrota y la humillación del circunstancial adversario, no hay futuro para nadie. Si en lugar de discutir propuestas sólo se intercambian “operaciones” y se lanzan acusaciones con y sin fundamento, es difícil creer en la declamación de buenas intenciones. Alguien podrá decir que en eso consiste en la política. Puedo discrepar. La política es la ciencia y el arte de producir, de manera colectiva, lo público como el espacio donde todos y todas, sujetos, ciudadanos, puedan encontrar motivos de felicidad, sobre la base de la justicia, la libertad, el respeto a sus ideas y a la identidad. Nadie puede garantizar que esto se obtenga por el camino de la humillación y la destrucción de los adversarios. En cambio, se puede sostener que esa sociedad más igualitaria, más equilibrada, se puede encontrar recorriendo el sendero –difícil, a veces doloroso y no exento de renunciamientos– del diálogo y de la negociación. Pero la proclamación del diálogo, por todas las partes, resulta mentirosa y vacua, sin una comprensión de la política que también incluya la generosidad, el altruismo y la capacidad de renuncia. Sin que ello deje de lado, por supuesto, el reconocimiento del conflicto y la legítima búsqueda del poder.
La Argentina está hoy atravesada por debates y conflictos que diversos actores han convertido, más que en un espacio de búsqueda, en un terreno sólo fértil para el enfrentamiento como fin en sí mismo. Sólo se podrá salir de ahí si cada uno deja de pensar con sus bolsillos o sólo desde sus intereses de poder y mira más allá de sus propias narices para preguntarse qué es mejor para el conjunto de la sociedad, para los más débiles y excluidos en todo sentido, para lograr mayor consenso, igualdad y justicia. ¿Será posible? ¿Será tan sólo una visión ingenua de la política? Quizá. Sigo pensando que se puede siempre que nos atrevamos a recrear la humanidad por encima de los intereses individuales y circunstanciales. Mientras sigamos creyendo en el hombre, no estaremos incurriendo en ingenuidad alguna, ni eligiendo un camino imposible.
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