Lunes, 8 de octubre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Alberto Szpunberg *
Fue en un bar de Once. Me senté, como era la norma, de cara a la puerta, a esperar al compañero. De pronto, alguien puso más fuerte la radio. En el bar se hizo un silencio que se impuso de golpe, como el del mar cuando se retira. Entró el compañero, se sentó a la mesa, me miró a los ojos y nos lo dijimos todo. Venía de enterarse en el colectivo. Al menos, para nosotros, los de la Brigada Masetti, era una muerte anunciada. Sabíamos desde un principio que el Che estaba en Bolivia y el mensaje de Ciro Bustos, ya preso en Camiri, había sido muy claro: la situación era desesperante. El Che estaba sentenciado, tanto por los enemigos como por los amigos. Un compañero había viajado a La Habana para transmitirlo, pero había topado con un muro de silencio. Y nada pudimos hacer, aunque lo intentamos. Estábamos solos. Claro, en ese momento, no lo sabíamos. Lo sabemos ahora, cuando el reflujo del mar continúa. De todos modos, la eventualidad de la muerte era parte de nuestra vida cotidiana y el Che, por suerte, no era inmortal, sino empecinadamente humano. Incluso hasta en sus errores, empecinadamente humano. Y el compañero y yo salimos del bar y nos fuimos a seguir con nuestras tareas. Al fin y al cabo, era lo que el Che nos había enseñado.
Y así fue: el Che murió solo, con un puñadito de solos, exhaustos, desperdigados, perseguidos como perros, pero fieles al sueño de “una humanidad que ha dicho basta y se echó a andar”. Quienes entonces lo odiaron, lo convirtieron en moneda de cambio y hoy lucran con su imagen. Es su manera de rematarlo. Quienes en su momento lo traicionaron, hoy lo convierten en bronce, liturgia, mero retrato, y hasta lo pasean en procesión. Quienes lo amaron y aún lo aman, estuvieron y están solos, pero insisten, quizá por eso que él mismo nos dijo: “Aun a riesgo de parecer ridículo, diría que un revolucionario se mueve por grandes sentimientos de amor”. Y el amor no necesariamente es correspondido por la razón, y mucho menos por la razón de Estado. Quienes lo amaron y aún lo aman no hablan mucho, contemplan el mundo con estupor, rechazan los cargos, los galones, las medallas y, “aun a riesgo de parecer ridículos”, tozudamente aman lo que aman: esa humanidad tan inmensa que cabe en una sola sílaba, minúscula y en minúscula. Porque nunca un monosílabo, para colmo inserto en el lenguaje más cotidiano, dio tanto que hablar. ¿Quién de nosotros que invoque al prójimo no reitera su nombre? Y acá estamos, a la espera de la marea alta que, sin duda, si los mares no se secan, tarde o temprano se echará a andar.
–¿Vos creés?
–Sí, che, quiero creerlo.
* Poeta, autor de El Che amor.
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