Jueves, 12 de abril de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › “EL SISTEMA MáS COMPLEJO DEL UNIVERSO”
El autor, criticando “pseudoteorías en neurociencia”, advierte que “no existen ‘sedes’, no existe un ‘órgano cerebral’ para la moral o para las matemáticas o para las emociones”: aclarado esto, desarrolla la perspectiva de la “neurocultura” para examinar cuestiones que van desde cuáles son los mejores horarios para enseñar a adolescentes hasta cuál es el mejor momento para aprender idiomas, e, incluso, por qué el cerebro es “una pésima máquina”.
Por Antonio M. Battro *
En el siglo XIX, la fascinación por los estudios anatómicos y fisiológicos del cerebro humano llevó a la búsqueda desordenada de las más variadas y disparatadas “localizaciones” cerebrales, culminando en esa pseudociencia llamada “frenología” y, aún peor, en la mala praxis médica denominada “psicocirugía”, que generó el auge de las lobotomías como tratamiento de algunas patologías mentales, con resultados desastrosos. En la actualidad, no son pocos los críticos que ven en la proliferación de los estudios sobre neuroimágenes una vuelta solapada a esa frenología; de hecho, muchos de ellos, implícitamente, recurren a un marco teórico que se creía superado: al declamar que se ha descubierto la “sede” de tal o cual función, el “centro” de una determinada habilidad o cosas semejantes, se distorsiona la realidad y se crean falsas expectativas en un público no advertido.
Una neurocultura bien entendida y una neuroeducación sana deben rechazar la imagen –frecuente en las películas de serie B– del cerebro aislado y pensante flotando en un contenedor de vidrio del laboratorio de un científico loco. La experimentación neurocientífica no avanza por esos andariveles y no presupone una visión “frenológica” del ser humano. Debe quedar claro que no existe un “órgano cerebral” para la moral o la ética, otro para las matemáticas o la música u otro más para el afecto o las emociones. Por el contrario, las investigaciones actuales desmienten la existencia de una correspondencia estable entre una estructura neural localizada y una función cognitiva determinada. Más bien se trata de redes neuronales muy complejas, donde las conexiones intracerebrales establecen circuitos distribuidos por toda la corteza, el cerebelo, los ganglios basales, el tronco encéfalico, etcétera. Por otra parte, la plasticidad neuronal crea continuamente nuevos caminos y conexiones, y la corteza cerebral “recicla” circuitos neuronales antiguos para procesar objetos culturales como la escritura, el dibujo o la música.
La escuela tiene una agenda anual rígida, con días de clase, feriados y vacaciones. El tema que ocupa al neuroeducador es cómo conciliar este cronograma con la cronobiología de cada alumno y docente. De ello trata la cronoeducación, que se propone investigar los ritmos propios de sueño y vigilia a los efectos de mejorar la calidad del aprendizaje y de la enseñanza. Recientemente se llevó a cabo una revisión actualizada de los ritmos biológicos y la educación, en un seminario dictado en el Centro Ettore Majorana para la Cultura Científica de Erice.
Por otra parte, debido a los grandes cambios tecnológicos y económicos, se tiende hacia una sociedad que está despierta las 24 horas. Este es un cambio mundial de enorme trascendencia, que se superpone a una adaptación orgánica de millones de años al ciclo diario de luz y oscuridad del planeta. Nuestro cerebro sufre las consecuencias de la pérdida sistemática de horas de sueño en la población, especialmente urbana. Se calcula una pérdida de unas dos horas en los últimos 100 años, una pérdida enorme, puesto que un adulto librado a un sueño sin interferencias duerme unas 8,25 horas. Los horarios escolares no siempre atienden a estas necesidades de sueño, lo cual provoca situaciones que van en contra de un sano aprendizaje.
Otro punto es la tendencia gradual, en la adolescencia, hacia un horario para dormir más tardío. En vacaciones o en los fines de semana, es común a esa edad ir a dormir a las tres de la mañana y levantarse después del mediodía. El reloj interno se adapta rápidamente a este nuevo ciclo, pero no tanto a la inversa: cuando el adolescente vuelve a clase y debe levantarse temprano, ya no logra hacerlo con facilidad. Llega a la escuela fatigado y somnoliento, con pocos deseos de encarar un estudio exigente. Esta actitud ha llegado a ser tan común que se la admite como un hecho cultural, cuando en realidad es el producto de un retardo de fase circadiano de origen neurobiológico, que se puede modificar. Una recomendación pedagógica sería no encarar los estudios más difíciles en las primeras horas de clase, sino llevarlos hacia el mediodía; y, por otra parte, no hacer que el horario escolar comience demasiado temprano para los adolescentes. El adolescente típico tiende a convertirse en un “búho” más que en una “alondra” en lo que se refiere a sus hábitos de sueño y vigilia. Debemos aprender, además, a respetar cuáles son los momentos del día preferidos por los alumnos para un desempeño óptimo. En el mundo del deporte, esto es sencillo; basta con preguntarle a un tenista, por ejemplo, a qué hora preferiría jugar un partido. En las ciencias y en las artes, el tema es más complejo, pero hay datos de que el desempeño cognitivo es mejor en los horarios que los propios interesados consideran óptimos.
Los estudios cronobiológicos han probado que el sueño juega un papel esencial en la consolidación de la memoria. En definitiva, se trata de ir generando en la cultura escolar una mayor conciencia de la importancia de la calidad del sueño, de la relevancia de los cronotipos de alumnos (“búhos/alondras”) y de la necesidad de respetar los momentos óptimos para mejorar la capacidad de aprendizaje. Lo mismo se puede decir desde la perspectiva del que enseña: es un tema aún poco explorado sobre el desempeño docente.
El cerebro no es una computadora en el sentido habitual del término. Nada hay en él que permita diferenciar entre un hardware y un software. En 1943, Warren McCulloch y Walter Pitts establecieron las bases teóricas para considerar los circuitos de neuronas como circuitos lógicos capaces de calcular a partir de la activación o inhibición de sus componentes formales, sin entrar en las minucias de los procesos neuroquímicos de las sinapsis, y así iniciaron una nueva disciplina computacional que hoy ha alcanzado un enorme desarrollo. No obstante, tampoco estas “redes neuronales” imitan la actividad de las neuronas reales.
Nadie duda, por otra parte, que el cerebro es el sistema más complejo del universo, con sus millones de millones de neuronas y sinapsis. Pero al mismo tiempo todo parece confirmarnos que el cerebro es una pésima máquina para calcular, lenta e imprecisa, hasta para los cálculos más sencillos. Intentemos simplemente multiplicar los diez primeros números mentalmente: 1x2x3x4x5x6x7x8x9. Veremos cuánto nos cuesta hacerlo y cuánto tardamos, en comparación con una pequeña calculadora. Sin embargo, la especie humana ha demostrado que su cerebro puede crear máquinas que lo superen en poder y velocidad de cálculo, algo que revela su prodigiosa capacidad cognitiva.
La dificultad que experimentamos en la escuela elemental para adquirir conocimientos sólidos de matemáticas nos lleva a pensar que nuestro cerebro ha llegado a crear esta ciencia exacta sorteando toda suerte de obstáculos propios de su organización. Estamos apenas en el comienzo de esta apasionante búsqueda que comenzaron los psicólogos de la inteligencia en el siglo XIX, y que ahora toma un nuevo vuelo, gracias a nuestros conocimientos del cerebro humano.
Las matemáticas son una de las joyas más sublimes de la cultura humana y, como tal, han sido uno de los ejes de la educación en todos los tiempos. El conocimiento matemático ha crecido de tal forma que incluso los especialistas tienen dificultades en seguir los avances cotidianos de sus disciplinas. Se ha dicho que algunos teoremas recientes sólo pueden ser evaluados por un reducido puñado de expertos. Frente a este crecimiento inexorable de los conocimientos, ¿cuál es el papel de un profesor de matemáticas en la escuela del siglo XXI? El tema está en el centro del debate, en las más diversas culturas del mundo actual.
Existe toda una ciencia de los prodigios matemáticos, que comenzó en forma sistemática con los estudios clásicos de Alfred Binet en 1894. Muchos de estos prodigios fueron personas de modestos recursos cognitivos, incluso a algunos se los denominó cruelmente “idiotas sabios”, porque lo único que sabían hacer bien era calcular y jamás llegarían a convertirse en buenos matemáticos. A la inversa, pocos son los matemáticos de valor que han sido grandes calculadores. Una excepción notable fue el eximio Ramanujan, el joven indio que deslumbró a los matemáticos ingleses de su tiempo por su genio matemático y capacidad como calculista. Lamentablemente, no se disponía entonces de recursos de imaginería cerebral para realizar algunas observaciones, que podrían haber ilustrado sobre los mecanismos neuronales en acción en un matemático creativo y un calculador excepcional a la vez.
Pero en la actualidad se ha logrado identificar algunos de los procesos cerebrales que caracterizan a calculistas prodigios. Estudios recientes revelaron que el cerebro de un calculista talentoso se diferencia de otros que no lo son porque para un mismo cálculo utiliza circuitos corticales alternativos, predominando en ellos las zonas frontales del lenguaje más que aquellas parietales ligadas al procesamiento numérico. Es como si “hablaran” en números. Algo semejante sucede con los músicos profesionales creativos, donde la corteza lingüística toma un papel relevante, a diferencia de los aficionados, que activan más la corteza auditiva. Los verdaderos músicos “hablan música”, aun si son sordos como Beethoven.
Una capacidad mental de enorme importancia social y cultural es poder hablar, leer y escribir en al menos dos lenguas. Entre las maravillas de la naturaleza humana se encuentra poder transferir la palabra hablada o escrita de un idioma a otro, sin perder el sentido y, a veces, incluso, sin perder su poesía. Como decía Goethe, “quien sólo conoce su lengua, poco conoce su propia lengua”. Nadie ignora que gran parte de la cultura literaria se basa en traducciones. Hoy el comercio, la industria y los congresos internacionales hacen imprescindible el conocimiento de diversas lenguas; por ello, una de las profesiones más requeridas en la actualidad es la de traductor. Por otro lado, una sociedad cada vez más globalizada exigirá mayores habilidades lingüísticas. El impacto de los crecientes movimientos migratorios y la integración de las nuevas culturas en sociedades cada vez más plurales se han convertido en un enorme desafío para la educación. Mantener o no la lengua familiar en una cultura extraña es una cuestión central, y para muchos inmigrantes se trata de una decisión que trasciende las necesidades prácticas del día a día y se adentra en el valor espiritual y hasta religioso de la lengua. Por eso, la enseñanza de las lenguas juega un papel creciente como nunca se ha visto en la historia de la educación. Y aquí la neuroeducación tiene mucho que aportar.
Después de años de debate, muchos países han decidido implantar la enseñanza de una segunda lengua (L2) como asignatura obligatoria en las escuelas. Las razones son múltiples, y no siempre favorecen una implementación acorde con los conocimientos científicos más fundados. Muchas decisiones erróneas en este debate, vital para las familias bilingües, se basan en una concepción equivocada sobre el hecho de adquirir la primera lengua (L1) en los niños, de manera que se han generado nuevos “neuromitos”, sin base científica alguna. De aquí la importancia que cobran los estudios neurocognitivos recientes, para aclarar los equívocos y ayudar a proponer políticas educativas y métodos didácticos apropiados. Por ejemplo, muchos creen que las lenguas interfieren entre sí, es decir, que L2 perturba la adquisición de L1 y, por consiguiente, es mejor comenzar a aprender L2 cuando L1 ya está consolidada. Por eso, en general, la enseñanza de una segunda lengua es tardía y se imparte sólo a partir de la escuela secundaria, cuando los primeros años de escolaridad son los más aptos para adquirir sin inconvenientes no sólo dos, sino varias lenguas simultáneamente. Las escuelas que en verdad pretendan impartir una educación bilingüe deben comenzar a hacerlo desde el jardín de infantes.
Otro error es pensar que el bilingüismo puede incidir de forma negativa en el desarrollo cognitivo del alumno, mientras que los estudios demuestran que, por el contrario, el desempeño escolar mejora en los niños bilingües. También existe la creencia errónea de que una segunda lengua aprendida precozmente puede generar trastornos de tipo disléxico. Los estudios no avalan esta idea, más bien prueban que la fluidez de la lectura se acrecienta de manera significativa en un individuo bilingüe.
* Director del International Institute of Mind, Brain and Education; Ettore Majorana Centre for Scientific Culture; presidente del International Mind, Brain and Education Society (Imbes); jefe de Educación de One Laptop per Child (Cambridge, MA); Pontificia Academia de Ciencias; Academia Nacional de Educación (Argentina). Texto extractado del artículo “Neuroeducación: el cerebro en la escuela”, incluido en La pizarra de Babel. Puentes entre neurociencia, psicología y educación, por Sebastián Lipina y Mariano Sigman (editores), de reciente aparición (Libros del Zorzal).
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