SOCIEDAD › MI NOMBRE ES VICTORIA, EL LIBRO DONDE VICTORIA DONDA CUENTA SU HISTORIA

En primera persona

Nació en la ESMA y fue apropiada por un miembro del grupo de tareas de ese centro clandestino. Recuperó su identidad en 2004 y tres años después fue elegida diputada. Su libro habla de la militancia, del camino recorrido antes y después del análisis de ADN, de su relación con quienes la criaron y con su familia biológica, en la que también hay un represor.

 Por Victoria Ginzberg

Mi nombre es Victoria. Ese es el título del libro. Allí se cuenta la historia de quien siempre fue Victoria pero también fue Analía. De quien fue Analía sin dejar de ser Victoria. El relato lo construye Victoria Donda, la joven que recuperó su identidad en 2004 y fue poco después la primera hija de desaparecidos apropiada en convertirse en diputada nacional. “El libro cierra una etapa. Soy hija de desaparecidos, pero antes soy militante y espero ahora seguir adelante desde otro lugar”, explica Donda a Página/12.

El texto está presentado en primera persona, aunque Donda tuvo la ayuda de un escritor que “no quiso aparecer”. “Lo quería contar yo, no que otro lo contara por mí. Cuando alguien escribe sobre vos, lo tamiza con sus propias visiones, sus sentimientos”, dice. Tal vez ser dueña de su palabra fue lo que permitió explayarse sobre hechos o temas que hasta ahora había preferido evitar o que nadie le había preguntado. Mi nombre es Victoria es el relato del despertar de las inquietudes sociales y políticas de una adolescente de Avellaneda, del descubrimiento de que su padre había sido un torturador durante la última dictadura militar y finalmente, de la revelación de que él no era su padre sino su apropiador. Ella había nacido en la Escuela de Mecánica de la Armada, donde la habían arrancado de los brazos de su madre, quien antes de la separación logró nombrarla Victoria y pasarle un hilo azul por un agujerito de su oreja como marca identificatoria. Mi nombre es Victoria es también la historia del compromiso de Cori y el Cabo, María Hilda Pérez y José María Donda, los padres de Victoria. La vida de esta joven, además, está cruzada por una serie de encuentros y desencuentros fraternales: el hermano de José María es el represor Adolfo Donda, uno de los responsables del centro clandestino donde dio a luz su cuñada y desde donde se llevaron a su sobrina, a quien no se animó a enfrentar cuando pidió verlo en una prisión de la Armada. Adolfo Donda, a su vez, crió a la hermana mayor de Victoria, y la relación entre las dos mujeres no pudo hasta ahora siquiera empezar a construirse. En cambio, el vínculo que Victoria tiene con su hermana de crianza resistió el peso de la historia que cayó sobre ambas.

“Mi historia –dice ella en el libro– no es solo mía, de Victoria o Analía, sino que es la historia de la Argentina, una historia de intolerancia, violencia y mentiras que se viven todavía, y que no estará completa hasta que el último de los bebés robados durante la dictadura pueda recuperar su verdadera identidad, hasta que el último de los responsables de aquella barbarie sea juzgado por sus crímenes, hasta que el último de los treinta mil desaparecidos pueda tener un nombre, una historia y una circunstancia de muerte y hasta que el último de sus familiares pueda, al fin, hacer su duelo.”

Victoria Donda, que integra el Movimiento Libres del Sur, reivindica la militancia de Cori y el Cabo y la militancia en general, pero no esconde las contradicciones que, en el plano sentimental, le genera quien en el libro llama Raúl pero que es en realidad Juan Antonio Azic, un torturador de la ESMA. “Tengo muy claro que fui apropiada –señala– y no tengo ambigüedades, pero sí tengo ambigüedad con mi apropiador, a veces lo siento de otra forma, pero eso tiene que ver con sentimientos. Podría haber sido más fácil escribir sólo desde la política, desde mis ideas políticas, pero cuando uno quiere a alguien lo quiere. Me parecía importante no mentir. De otra forma terminaría no ayudando a nadie. Plantear que una persona tiene necesariamente que odiar a sus apropiadores no lo hace nadie, ni las Abuelas. Mentir para tergiversar las cosas era falso y yo no soy así. Quiero aportar a la historia colectiva, aportar una parte pequeña pero sin ocultar nada, aunque algunos puedan no estar de acuerdo.” A partir de aquí, partes de la historia de Victoria tal como ella la cuenta.

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“El 24 de julio de 2003 el juez argentino que había recibido el pedido de extradición, Rodolfo Canicoba Corral, solicitó la detención preventiva de los cuarenta y siete militares de la lista de Garzón. Yo en aquel entonces vivía en el centro cultural que habíamos organizado en una antigua sede del Banco Mayo, desde donde seguíamos haciendo trabajo territorial. El 24 de julio era jueves, y como todos los jueves, la familia se reunía en casa de Raúl y Graciela. Estas reuniones estaban preestablecidas desde tiempos inmemoriales, como aquellas en las que cena junta toda la familia.

Cuando llegué aquella noche, me resultó extraño no ver a Raúl por ningún lado. Graciela me dijo que no se sentía bien, y que se iba a quedar en la cama. Raúl no solía dejarse abatir por un simple malestar, y lo normal era que hubiese bajado aunque fuese a estar un poco con nosotras. Siempre habíamos sido una familia muy unida, y los jueves y domingos eran los dos días en los que no se admitían faltas de ningún tipo. Me ofrecí a subirle un té a la habitación esperando verlo postrado y enfermo, pero lo que me encontré distaba mucho de mis expectativas.

Raúl estaba de pie, agitándose de un lado al otro de la habitación mientras se vestía. Si algo había sido característico en él era esa meticulosidad al vestirse tan típica de los militares, como si cada movimiento estuviese planeado de antemano. Cuando era chica me encantaba verlo vestirse, siempre en el mismo orden, en una continuidad producto de repetir siempre los mismos gestos. Aquella noche, sin embargo, dudaba al elegir su camisa, que cambió dos veces, y entre prenda y prenda se detenía a resoplar como agotado por un esfuerzo sobrehumano.

Quedé tan sorprendida por aquella persona nerviosa y dubitativa en quien no reconocía a Raúl que me olvidé por completo del té y del hecho de que no sólo no estuviese enfermo, sino que se estaba preparando para salir.

Cuando por fin pareció notar mi presencia, me dijo directamente, sin saludarme y avanzando hacia el cajón de la cómoda donde guardaba su revólver:

–Analía, necesito que esta noche te quedes en casa.

Asentí sin emitir sonido ni cuestionar lo que era casi una orden. (...)

A la una de la mañana sonó el teléfono.

–Analía, soy yo –dijo desde el otro lado Raúl en un tono aún más sombrío que cuando lo había cruzado unas horas antes–. Necesito que esperes un poco más en casa. Dentro de una hora llamá a este teléfono –y me dictó el número mientras yo anotaba como un autómata, con un ojo puesto en la televisión.

Una hora después llamé, siempre con la vista fija en la pantalla del televisor, sin poder dormirme ni hacer algo diferente que mantenerme a la expectativa. Antes de que me respondiese sabía, por la forma en que estaba sonando, por el escalofrío que recorría mi espalda, por el tono de Raúl la última vez que había llamado, que no se trataba de buenas noticias. Cuando escuché que la voz que se dirigía a mí desde el otro lado del aparato no era la de él, confirmé mis peores presentimientos.

–¿Vos sos Analía? Tu papá está en el hospital. Acaba de pegarse un tiro.

Raúl había intentado suicidarse, disparándose un tiro en la boca con su revólver reglamentario. Quizás había considerado que no tenía la fuerza ni la voluntad de hacer frente a su pasado, de ver resurgir los muertos en las tumbas silenciosas, y considerado que la mejor opción para su familia era librarlos de lo que se vendría: la cárcel, las miradas de los vecinos... y más. Mucho más.

Pero había fallado. La bala no había dañado el cerebro, y Raúl se encontraba en coma inducido en una cama del Hospital Naval, en Capital. Yo no tenía tiempo para llorar. No todavía. Graciela siempre había sido una mujer de salud muy frágil, por lo que yo tendría que encargarme del asunto. Subí a despertar a mi hermana y a su novio, que se había quedado a dormir en casa; juntas despertamos a Graciela con cuidado y llamé a un remise para que nos llevase al hospital. Cuando entré a la habitación donde lo tenían lo hice intempestivamente, sin reflexionar sobre lo que podía encontrarme: frente a mí estaba mi padre, al que había visto unas pocas horas antes, inconsciente y sin rostro. El disparo lo había desfigurado.

Casi como si todo hubiese sido orquestado desde el principio, en el momento en el que salí de la habitación hacia la sala de espera, en una televisión empotrada en la pared para hacer perder aunque sea un poco la noción del tiempo a quienes allí aguardaban, se encontraba la explicación de las acciones de Raúl. En la pantalla brillaba la placa informativa roja y amarilla de Crónica TV donde se anunciaba el pedido de extradición, la lista, y en la lista, el nombre de Raúl. No pasaría mucho hasta que el intento de suicidio se convirtiese a su vez en una placa informativa, desnudando por completo nuestra familia a los ojos del país entero. Así, cuando finalmente comprendí por qué había tomado aquella trágica decisión, ya no sabía por qué llorar: ¿llorar por el intento de suicidio de mi padre, llorar por el sufrimiento de mi madre, o llorar por las causas de su intento de suicidio? Mi padre de repente había dejado de ser un inocente comerciante de frutas y verduras de Dock Sud para convertirse en una de las personas por cuyo encarcelamiento yo luchaba desde hacía años. Las imágenes de Raúl ayudándome con dinero, con algunos muebles viejos o simplemente llevándome y trayéndome de lugares como el Azucena Villaflor se volvían incongruentes y difusas pensando que la mujer que daba su nombre al centro cultural era una desaparecida, secuestrada por los grupos de tareas durante la dictadura. Los mismos grupos que tareas a los que Raúl había, aparentemente, pertenecido.

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En algún momento muy próximo al intento de suicidio de Raúl, torturada por las nuevas informaciones que tenía ahora sobre mi padre, no pude soportar más la sensación opresiva de tener que hacer algo respecto de mi militancia. Esta vez sí entre lágrimas, incapaz ya de contener mi inconmensurable sufrimiento, decidí llamar a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo, con quienes últimamente habíamos estrechado nuestros lazos y colaboración, en vista de los nuevos impulsos dados a los derechos humanos desde el Gobierno. Cuando tuve del otro lado de la línea a Estela Carlotto, sólo podía balbucear lo que sentía. Necesitaba disculparme porque había descubierto que mi padre era un torturador, necesitaba en el fondo que alguien me dijese que tenía el derecho de seguir militando, que mi herencia genética no me prohibía continuar luchando por lo que siempre había luchado. Estela fue comprensiva y maternal, me dijo aquello que yo necesitaba escuchar, y me pareció sorprendentemente calma dadas las circunstancias, aunque en aquel momento yo era incapaz de detenerme en detalles. Lo que yo no sabía era que Vicky, a quien había llamado en primer lugar buscando su amistad y su consuelo, se había adelantado en el llamado a las Abuelas, y para cuando yo hablé con la presidenta de Abuelas, ya había sido convocada una reunión de urgencia para determinar los pasos a seguir en mi caso. Llevaban mucho tiempo teniendo extremo cuidado respecto de la investigación sobre mi identidad, y nadie estaba dispuesto a tirar todo aquel trabajo por la borda. Sobre todo si ello implicaba algún tipo de daño a mi persona.

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Apenas tres días después, y sin dar siquiera tiempo a que pasase una semana desde el intento de suicidio de Raúl, me encontré con el Yuyo frente a la mesa de un bar. Me había dicho que necesitaba hablar conmigo. “Es urgente”, había sentenciado, como excusándose por interrumpir en un momento tan difícil de mi vida. O al menos eso creí cuando accedí a verlo. Los recuerdos de aquel encuentro son fragmentarios. Tras salir del bar en el que estaba con el Yuyo yo ya no sabía quién era, incapaz de procesar toda la información que había destruido mi existencia en pocos días (...). Cuando esa noche llegué a mi casa actuaba en piloto automático, moviéndome como una zombi, incapaz de cargar con el peso de lo que había sucedido. Incluso durante unos instantes estuve a punto de acabar con todo: fui al lugar donde Raúl guardaba su revólver, y me quedé mirándolo durante unos minutos que parecieron eternos mientras intentaba decidir si era capaz de vivir la vida que me tocaría a partir de entonces.

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Y así, sin que me diese cuenta, sin que fuese capaz de mensurar el verdadero alcance de lo que sucedía a mi alrededor, llegó el 24 de marzo de 2004, y con él, la inauguración del esperado Museo de la Memoria (...). En aquel acto habló Juan Cabandié, y su discurso pensando en su madre, pensando en los culpables de que no hubiera podido conocerla, haciendo referencia a quienes quisieron quitarle la vida, me hizo sentir por un instante que el esfuerzo que hacía por mantenerme entera no sería suficiente, que si relajaba un solo músculo, me derrumbaría para siempre. Hacía tan sólo dos meses que había descubierto su verdadera identidad, y desde el Gobierno le habían propuesto participar del acto. Cuando terminó de hablar, una vez al pie del estrado, lo vi llorar conmovido algo alejado de la gente. Me acerqué a él por detrás, y poniendo una mano en su hombro le dije:

–Vos, por lo menos, sabés quiénes fueron tus papás. Yo no siquiera eso.

Sabía que mi madre había entrado a la ESMA embarazada, sabía que muy probablemente yo había nacido dentro del Casino de Oficiales, igual que Juan, e incluso sospechaba fuertemente que la persona que me había tenido unos días en brazos era probablemente la misma que me había mirado desde su fotografía en la sede de Hijos.

¿Cómo era posible que mi mamá se bancase la tortura, haber estado embarazada en un campo de concentración, ver cómo se llevaban a su hija, todo por aquello en lo que creía y por lo cual dio su propia vida, y que yo no fuera capaz de tomar la decisión de sacarme unas gotas de sangre?

Tenía que entender que todo esto no se trataba de Raúl y Graciela, y ni siquiera se trataba de hacer justicia, o de juzgar a los responsables de la dictadura. Se trataba de mí, de mi identidad, de mi pasado y de mis posibilidades de un futuro. Supe que no podía seguir esperando. Era el momento de hacerme los análisis. (...)

Pasaron dos años desde que las chicas de Hermanos me habían contactado por primera vez, y más de un año desde que me dijeron que era hija de desaparecidos. Y aquel 8 de octubre, con un 99,99 por ciento se seguridad, por fin podía afirmarlo, gritarlo a los cuatro vientos, si eso era lo que quería. Y quería decirlo:

Ahora sí, mi nombre es Victoria.

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