Domingo, 1 de julio de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › LA CRECIENTE PROPUESTA DE ACTIVIDADES QUE VAN MAS ALLA DE LAS OBRAS EXHIBIDAS
Talleres de reciclado, tapicería, un curso de Historia del Arte. O de guía. Arte, literatura, música, cine. O indumentaria. Los museos porteños cada vez convocan más público a actividades que exceden la clásica contemplación de una muestra. En algunos casos hay lista de espera. La mayor parte de los asistentes son mujeres. Los horarios y las propuestas.
Cualquiera puede cruzar el umbral y hacerlo. Pintar, bailar, tocar, opinar, aprender, inventar: los verbos se multiplican con sólo ver los listados. A veces, a metros nomás de las exposiciones, que algunos creen su única razón de ser, la otra vida de los museos puebla salas, horarios, vidas de personas. Y es que hace rato que un museo es mucho más que una caja de alhajas bonita. Dicen que a medida que el ocio fue volviéndose cada vez menos libre y más el tiempo por ocupar con una oferta que desborda hasta las agendas más disponibles, el circuito de colecciones y salas y pasillos y guías tuvo que reinventarse.
Veinte años por lo menos deben de haber pasado desde entonces, y más que arriesgarse, ese universo de objetos preciosos salió ganando con las jugadas. Hasta los especialistas lo dicen: un habitante de principios del siglo XX jamás reconocería como museo lo que hoy parece tan natural. Será que se alejan a paso tremendamente decidido de la idea de espacio de clausura para predisponerse a lo inesperado. Y lo puede encontrar quien quiera, un día, una tarde, hasta una noche cualquiera.
Una tarde cualquiera, delante de uno de los hits de la colección del Malba (Figueroa Alcorta 3415), transcurre si no una revolución, al menos lo más parecido a un happening. Los visitantes de entresemana, acostumbrados como suelen estar a la tranquilidad de las salas en días laborales y de clases, se detienen en las entradas, rodean a la veintena de señoras y señores que tienen más de 60 pero bien podrían estar en plena excursión escolar. Sentados en una platea improvisada por banquetas de plástico (que vienen trasladando de un poco más allá, de donde empezaron a jugar a ser espectadores avispados), ven de a ratos en silencio y de a ratos estallando risas por cómo otros compañeros y compañeras se contorsionan.
Hace unos minutos, Diego, coordinador del programa “Palabras compartidas”, los conminó: debían tomarse de las manos ante “Seis círculos en contorsión”, de Julio Le Parc (esa obra conformada por cintas de acero unidas que bailan con sólo apretar un botón) y, sin soltarse, lograr que los aros de hula hula pasen de un lado a otro del grupo. Después de la directiva, Diego se integró a la platea y allí quedaron ellos cuatro. Ahora bajan los brazos, suben los tobillos, flexionan las rodillas, se miran incrédulos por lo que está pasando en ese instante: fueron a capacitarse en arte para poder guiar a otras personas por el museo y terminan convertidos en el equivalente humano de una obra.
Estas señoras y estos señores empezaron a encontrarse en mayo, luego de haber leído sólo unas líneas en un suplemento cultural: el museo buscaba “personas mayores de 60 años para participar de un proyecto educativo dirigido a la comunidad” de visitantes del lugar. Además de residencia en suelo porteño, el museo y la Universidad Maimónides (instituciones a las que apoyó la Fundación Navarro Viola para este proyecto) pedían “ganas de trabajar en equipo, sociabilizar y hablar en público”. A los pocos días hubo 200 interesados. Un poco por disponibilidad de tiempo y otro poco por dar con perfiles más ajustadamente afines con la historia, el arte, la literatura, el teatro y las ciencias sociales, quedó este grupo que, en sólo dos semanas, ya recorría las salas como si hubieran crecido en ellas. En un rato, Marily, la socióloga coquetísima, contará que está allí porque al ver el diario “me gustó que busquen viejitos”; Ricardo, el librero a un año de los 70, que aprovechó la ocasión porque le gusta el arte “aunque no tenga nada que ver”, y para “llevarlo a otros, en centro de jubilados, en actividades del Pami, para formar equipos”. “Mi mujer forma parte de un grupo de jubilados que cuenta cuentos a chicos en escuelas. Quería anotarse pero llegó tarde. Le dije ‘no pierdas las esperanzas’”, agrega, entre risas.
Ya en los primeros encuentros se habían familiarizado con las obras, aprendido más sobre sus autores y contextos, evaluado el diálogo que establecen las piezas en el museo. También se habían visto y escuchado por primera vez. Pero nada de eso los había preparado para que hoy Diego y Laura, los coordinadores de la jornada, los organizaran en grupos y los soltaran por la sala del patrimonio para que cada grupo eligiera una obra, intercambiara opiniones sobre ella y luego la presentara a todos sus compañeros. A cada grupo le tocó una palabra de un repertorio limitado, que a su vez salió de las fichas que ellos mismos habían llenado al presentarse a la convocatoria: “creatividad”, “comunidad”, “música, “arte”, “experiencia”.
–Tienen 20 minutos para recorrer la sala de principio a fin. Empezando ahora –señala Diego.
–¿Cómo elegimos? ¿Votamos? –pregunta un señor.
–La elección tiene que ser unánime.
–La idea es compartir ideas para entender los motivos por los cuales conectan esa obra con esa palabra –dice Lucía.
Y con el “lo que importa es la experiencia y la percepción de ustedes, no el dato duro”, de Diego, allá van: a aventurarse por el territorio inhóspito de la colección del museo. Florencia Langarica, coordinadora del Area de Educación y Acción Cultural del lugar, explica que lo fundamental es que todas estas personas se preparen para lo que vendrá: ser “visitantes que guíen a otros visitantes”. Por ahora, los grupos se detienen, reiteradamente, ante un Berni lleno de chicas exhibicionistas y pulposas (que nadie elegirá, misterio); revolotean con fervor ante el sector de concretos; juegan de un lado y el otro de un Polesello clásico; meditan ante una instalación de Grippo. Un tanguero de 80 años con blog propio, señoras que fueron docentes y directoras de escuela, un librero que cierra la tienda para darse el gusto de acercarse al arte, algún contador, una socióloga; todos se dejan llevar.
–¿Ya estamos? –suena la campana, o lo que para este caso es lo mismo, la voz de Diego.
Terminan los devaneos, empiezan las explicaciones. Cada grupo cuenta a sus compañeros por qué eligieron lo que eligieron: el rincón madí, Le Parc, Grippo, Magariños, Berni. Van explicando y, cuando las circunstancias lo ameritan y los coordinadores lo exigen, contorsionándose. Se puede dudar de todo menos de dos cosas: se entusiasman; y se entusiasman tanto que, si fuera por ellos, la actividad duraría el doble.
–¿Qué más veo? –pregunta retóricamente una señora ante un Magariños de 1970 que resulta tan abstracto como un plano atravesado por líneas y poblado por figuras geométricas–. Veo algo que se puede leer como un texto. Como las personas: todos somos libros que merecen ser leídos.
En un rato, la platea itinerante de banquetas plásticas rodeará La comida del artista, esa instalación de Víctor Grippo conformada por una mesa larga, una puerta entreabierta, platos, algunos vacíos, otros con piecitas modestas, uno con una pieza dorada. El grupo en cuestión la había elegido por asociarla con la palabra “comunidad”. Poco después, brindaron con café y masitas.
A lo largo del mes que empieza hoy, y durante agosto y septiembre, van a guiar grupos de visitantes de todas las edades (grandes, chicos y también adultos mayores) en “visitas participativas” que recorrerán el patrimonio del museo, además de “actividades de narración performáticas”, en todos los casos gratuitas. El programa estará disponible en la web del museo, www.malba.org.ar, y también puede consultarse escribiendo a [email protected].
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