Domingo, 30 de octubre de 2011 | Hoy
Una novela en la que el mexicano Daniel Sada apuesta por un lenguaje trabajado con sonoridad sobre el fondo del silencio del desierto.
Por Angel Berlanga
Dos choferes de una empresa de mudanzas entusiasman al patrón con la compra de unos terrenos muy baratos en una barranca al sur de Sombrerete, en el corazón desértico de México, y como la cosa parece marchar allá preparan un arranque tempranero desde Saltillo, ciudad sede de la compañía, como para que el jefe vea in situ esa ganga con proyección de futuro. Un poco desconfía, así que antes exigió algunas fotos y hablar con el dueño: la inversión promete, se convenció. Ponciano Palma y Sixto Araiza, los traileros, son los empleados más antiguos de la firma, veinte años de servicios; el dueño no es lo que se dice un humorista refinado, óigase el chiste que por ejemplo les larga ya en pleno viaje: “¡Ustedes son unos pobres sangrones llenos de caca!”. Unas bromas después, con Sixto al volante y en plena marcha, Ponciano le distribuye cinco balazos entre panza, cabeza y corazón.
“Ya por fin la venganza por tantos años de injusticia, de explotación desmedida, de gritos, de arbitrariedades sin fin, habida cuenta del humor feo como remate cargante –escribe Sada–. Sí, sí, sí: ¡felicidad al revés! El humorista muerto: allí: cabeza que halló almohada final en Ponciano. Cabeza sangrante: ¡no, eso no!: la fidelidad, la comprensión póstuma: ¡no, eso no! Y ahora las consecuencias espantosas: ‘¿Dónde podemos dejarlo?’, preguntó Ponciano, sobre todo porque la sangre ya estaba en pleno borboteo, además mancharía el asiento delantero del trailer con gran naturalidad.” Pueden entreverse en el párrafo dos cosas: que los fleteros sesentones no habían trazado lo que se dice un gran plan, y el estilo de escritura de este mexicano de Mexicali nacido en 1953, al que Roberto Bolaño le encontraba un barroquismo de desierto, opinión que Sada discute, porque el barroco no le simpatiza gran cosa y su apuesta estética, ha dicho, tiene más bien mucha carga de oralidad, asunto que se aprecia en la lectura de A la vista.
Así es como queda la unidad mortuoria de Transportes el Caracol S. A., con el jefe adentro: al fondo de una cuneta, con el nombre de la empresa pintado en la caja, a la vista.
Pero a no engañarse: acá casi se acaba la acción de impacto. Los fleteros ejecutores, conscientes de que casi seguramente al toque van a descubrirlos, se prometen tomar caminos distintos y desaparecer de los sitios que frecuentan, pero enseguidita se van para sus respectivas casas: Sixto a Sombrerete, Ponciano a Torreón. La escritura sigue a Ponciano, que es una maraña de especulaciones, dilaciones, con movimientos de caracol. Carne del sistema: chupado por una vida de laburo, hastiado del día a día, su existencia era un agobio antes del crimen y luego resultó casi que peor, porque qué había ganado: en cualquier momento lo iría a buscar la policía y cárcel hasta el fin. Así que luego de pasarse unos días escondido en su casita, le pide a su esposa “gordinflona” que ponga en la puerta un crespón negro y que anuncie que se murió: se iría para quizá no volver. Para encontrarse consigo mismo, para encontrar algún sentido. Tal vez decidiera suicidarse. Aunque luego de unas vueltas sin duchas y con intemperie, ¿qué tal intentar ir a buscar a Sixto? No es por el camino de la trama, quizá, que conviene hablar de A la vista, porque la apuesta está en el lenguaje, su ritmo y su musicalidad, sus notas y notas para ir componiendo las partituras de sus criaturas, recovecos, minucias, sobre los papeles de lo afectivo, las conveniencias, los deseos. Escribe Sada: “El interiorismo –cuando se prolonga– no hace más que posponer las acciones e incluso modificarlas de continuo hasta convertirlas en algo imprevisto que a saber si logrará concretarse alguna vez.”
La escritura de Sada pinta original, bien sonora, virtuosa. Cada tanto, al diccionario, a ver esas notas desconocidas que suenan lindo: ringorrango, monís, manumisos, furris, porrillo, changarro, pandorga, talachera. Dígase también que asistir a Ponciano, su tranco y sus cavilaciones, sus módicas peripecias y pronunciamientos, por momentos se pone difícil. Terminan dando ganas de que se arregle solo, nomás: eso mismo acaban sintiendo los personajes que se cruzan con él. Cerrar los ojos, perderlo de vista, y escuchar en la lectura la música que Sada compone con el lenguaje.
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