Martes, 28 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Antonio Dal Masetto
En cuanto a lo que se escribe no es fácil conocer el origen, aunque sí a veces es posible detectar el disparador que en una circunstancia cualquiera, viajando en un taxi, saboreando una fruta, cruzando la mirada con una desconocida, rescata o atrapa alguna experiencia, alguna sacudida emotiva diluida lejos en el tiempo. Es casi seguro que el disparador del relato que luego llamé “El padre” fue una charla con Osvaldo Soriano (tal vez debería decir: la necesidad del relato). Nos habíamos citado en un restaurante de la avenida Córdoba y hacia el final de la cena Osvaldo habló de su padre, de sus últimos años de vida. Años con dificultades. Mientras él hablaba yo sentía que crecía en mí la presencia del peso de una falta. Y la seguí sintiendo después, cuando nos despedimos y caminé y llegué a mi departamento. Pensaba y me preguntaba a qué respondía esa sensación de exigencia, de urgencia. Había escrito dos libros sobre mi madre y, salvo algunas menciones en esos mismos libros, nada sobre mi padre. Uno no puede sentirse en falta por una cosa así, me dije, es demasiado infantil. Y sin embargo ahí estaba, inquieto, levantándome y sentándome. Quizás hubiera pena en mis pensamientos. Pena por algo que se había perdido y a lo que hubiese querido volver y que no sabía bien qué era. Tomé un cuaderno y, a impulsos de esa exigencia, escribí lo primero que se me ocurrió. Miré lo escrito al día siguiente: frases sueltas, inconexas. Las pasé a la computadora. De tanto en tanto iba a buscarlas, pero nunca podía agregar ni quitar una palabra y mucho menos darles un orden. Seguramente transcurrió más de un año desde aquella noche. No me olvidé de las anotaciones, seguían pesando igual que un problema no resuelto, más que eso. Me resistía a aceptar que su destino estaba sellado, aunque era todo lo que podía hacer. Una noche me desperté entre las tres y las cuatro de la madrugada, bajé apresurado de la cama, me senté ante la computadora y las piezas se fueron acomodando con facilidad, y unas horas después el relato estaba armado. Y yo, mientras miraba a través de la ventana los edificios que se iluminaban con el sol, pensaba en ese misterioso mecanismo que actúa por su cuenta, independiente de uno, y cuando lo decide se manifiesta, y lo que se estuvo gestando, por fin, hace eclosión y emerge. Una vez más acababa de sucederme, en esta oportunidad con un texto de pocas páginas. Aquello que se encontraba más allá, del otro lado, vaya a saber dónde, durante todo ese tiempo, silenciosamente, secretamente, había estado trabajando para mí y para otra de las deudas que me había echado sobre el hombro.
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