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Sangrando vacíos por Juan Pablo Sorín
Una casa cualquiera, en un barrio cualquiera, sentados en una mesa.
Padre e hijo. Como cualquiera. O no.
La noche anterior fue redonda, fue ricotera, entonces ya no es un almuerzo más. Casi no pregunta el viejo y sin embargo el pibe habla sin frenos, se atolondra, se muerde los labios e intenta en cada pestañeo atrapar un movimiento de ese pelado crudo, letal. La descripción no es común; el padre lo sabe. Las palabras parecen tomar vuelo y emocionan, conmueven. Aparecen fantasmas de himnos, de bengalas, y de banderas (pero en su corazón) por toda la casa. Es un mediodía cualquiera, pero ese papá logra sentir, aunque sea un instante, aquel copetín de felicidad que disfrutó su hijo la noche pasada. Y de repente conoce los boulevares de Villa María con sus palmeras y su río, y ve instalarse las tribus soportando lo que sea, y finalmente comprende que no es un hecho casual, colgado. Entonces escucha al hijo hablar de ideología y de letras grossas, y de un tal Skay y de canciones de cancha, y como graffitti del alma la reiteración de no sabés lo que fue eso y de fiesta, y de Redondos en la piel y de Redondos como sentimiento.
Es un café cualquiera en la ciudad del todo puede pasar. Estabilidad a cualquier precio, descreimiento y una carpa blanca decoran la escena. Un noticiero revela a un político sonriente en su regreso al país (curiosamente Cortázar apenas pudo volver). La situación devalúa profundidades, invita a defender la individualidad. La primavera todavía no llega a Buenos Aires.
El padre acomoda la memoria y añora sus días. Observa al hijo y recuerda aquella militancia y esas ganas de cambiar el mundo (tics de revolución que le dicen). Los movimientos culturales y las manifestaciones. Esa entrañable filosofía de vida tan lejana al consumismo y la globalización, de todo, incluso de la violencia de hoy.
Y el viejo se pone inquieto. Empieza a hablar sin frenos, se atolondra y se muerde los labios llenos de entusiasmo. En aquellas tardes no importaban las lluvias, el rebelarse o la represión. No importaban las horas sin dormir ni tampoco qué había que hacer para estar. Los paralelos entre generaciones se hacen imposibles a la hora de la siesta. Se marchitan con el terror del golpe, con la sangre, con el olvido.
Pero padre e hijo se miran y sus ojos brillan, pero de una pasión incomparable. Sonríen cómplices después de un tiempo de conversación, de coincidencias. Luego apagan el sueño y se despiden.
Con un abrazo cualquiera, en un barrio cualquiera.
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