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Mirada

Sea Monkeys    por Daniel Tognetti

Tognetti

Mucho se les reclama a quienes pertenecen a esta generación, la nuestra, la ausencia de utopías y demás tipos de ilusiones de que las cosas puedan mejorar. Como resultado de ese desencanto, muchos desconfían de las promesas salvadoras y toman distancia de aquellos que dedican sus vidas a mejorar las vidas de los demás.

Indagándome sobre la génesis de esta supuesta debilidad, me di cuenta de que todo podría haber comenzado de modo aleatorio, involuntario, casi lúdico.

Quienes están entre los 23 y los 30 años, alguna vez tuvieron en sus manos un sobre que contenía en su interior unas criaturas que respondían al ambicioso nombre de Sea Monkeys, monos de mar. Esta especie sería, según la profusa publicidad de la época, unas mascotas acuáticas que harían más llevaderas nuestras atormentadas infancias. Miles de familias argentinas acudieron al llamado y, comandadas por sus niños, se abalanzaron a los kioscos para proveerse de la ilusión de tener un zoológico marino montado en el living de sus hogares.

Mi familia, a todo esto, veía en ese fenómeno la mano del imperialismo y la penetración cultural. Así fue que me vi negado, en un inicio, a tener mi propia dotación de monstruitos. Para no quedarme fuera de onda, canjeé la compra del disco Desenmascarado de Kiss (si, era kissero) por el preciado sobrecito y tuve la ansiada pecera en mi casa.

La fiebre estaba en marcha. Era la conversación obligada en los recreos y gestor de logias secretas. Una revolución interior y subyacente estaba en ciernes, una nueva especie habitaría la tierra por obra y voluntad de los niños de mundo. No sería el hombre nuevo con el cual soñaba el Comandante Guevara, pero para comenzar, como ingeniería futurista, no estaba nada mal. El sueño se hacía realidad con 2 litros de agua y el sobrecito que contenía la formula desconocida. Con ella, cualquiera podía ser el Dr. Frankestein. Es decir, suplantar al mismo Dios, crear con nuestras manos una especie, fundar la alegoría de la vida eterna.

No sería de esta manera.

Fueron dos meses, quizás tres, lo que duró la epidemia. Pronto, estos pececitos transparentes mostraron sus reales intenciones: una traición perfectamente orquestada que tenía como objetivo quebrar con un golpe sutil y certero todo tipo de esperanza. Vale agregar que como telón de fondo estaba el Mundial 78 (!!25 millones de sea monkeys ganaremos el Mundial!!) y Fredy Krueger estaba haciendo horas extras en Argentina. El clima de época era la coartada perfecta. Sospecho que se trataba de un fenómeno universal. Mejor dicho, de una patraña universal, prólogo inevitable de ese Nagasaki de los sueños infantiles que fue el Tamagotchi (de cualquier manera el impacto emotivo de la cibermascota fue mucho menor y, hasta la fecha, se desconoce que haya producido daños irreversibles o una nueva camada de escépticos).

Monstruitos infames. Esas cosas inmundas nos habían decepcionado, habíamos perdido la virginidad. Ya teníamos nuestro Water (pet)-gate. Fue una estafa atroz, de la que nadie se anima a hablar. ¿Por qué el periodismo aún hoy no investiga? ¿Por qué la clase política mira para otro lado? ¿Por qué la Alianza no incluyó este tema en la Carta a los Argentinos? ¿Por qué en Internet, que está lleno de sandeces, no existen menciones al respecto? Y por último, ¿Por qué Nadie Quiere Hablar de Eso? ¿Quién paga este silencio?

Muchos creerán que se trata de un tema frívolo, superficial, anecdótico, que no merece ninguna reflexión. Otros tomarán en sorna estas palabras y se preguntaran quién es este subnormal. Habrá quienes consideren esta historia nihilista y postmoderna (término ideal para calificar algo que no se entiende). Pero, estoy seguro de que muchos sabrán de qué estoy hablando. Que tienen en este momento las manos frías y transpiradasmientras sostienen este diario. Que pasaron horas de insomnio, en pijama, a la madrugada, a hurtadillas de sus padres, mirando la pecera, absortos, hipnotizados, ansiosos, esperando que esas mugrientas larvas se muevan de una maldita vez. Que crezcan, que muestren algún síntoma de vitalidad. Pero no, no sucedió.

Esas bacterias infames sólo navegaban con movimientos torpes, descordinados, para después ir a parar al fondo de la pecera sin ningún tipo de gracia. La escena se repitió en miles de casas. Secreta y sigilosamente fuimos tomando conciencia de que habíamos sido engañados por unos seres unicelulares sin alma. El caso Sea Monkeys nos persigue como una sombra. ¿Alguien que fue engañado por una larva podrá volver a confiar en alguna otra cosa?