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La vida y la opresión que sufren los inmigrantes indocumentados
Cómo es ser pobre, morocho, ilegal

Acusados de todo, ellos cuentan una historia de explotación, hacinamiento, abuso y racismo abierto en un país donde es casi imposible legalizarse.


Por Alejandra Dandan


t.gif (67 bytes)  “Una peruana amiga trabajó como empleada de una mujer del Congreso. La trataba tal mal que incluso le cambiaba su nombre porque no le gustaba: ‘No me gusta’, le decía, ‘aquí en mi casa te vas a llamar tal’”. Fredy no termina de contar historias de paisanos. Les dicen inmigrantes pero se saben “perucas”, “bolitas” y “paraguas” en tierra criolla. Quedan impotentes para alcanzar una mirada que los iguale. Entre los peruanos con oleada inmigratoria más reciente, apenas el 15 por ciento tiene papeles en regla. El resto son indocumentados o ilegales. A los migrantes de los países vecinos les disgusta ese raro eufemismo, que legaliza ganancia y explotación de patrones y coquetas mujeres de clase media. Página/12 merodeó lugares que ellos marcan como territorio propio, apartados artificialmente de esa perspectiva “blanca” omnipresente que los denigra hasta hacerlos ceder su nombre propio.
na18fo02.jpg (13480 bytes)Lejos de Fredy, una candela presta luz al voceo de tres morenas en el corazón de una villa del bajo Flores. Doña Rosa entrega por un peso panes de ricota y queso, y otra paceña usa un grill para sus pollos dorados. Rosa llegó de La Paz en busca de su hija. La encontró con principio de tuberculosis y documentos prendados por su patrona. “No hay testigos para iniciar un juicio”, dijeron a la vieja. La villa está oscura como cada pieza cargada de supervivencia obscena. La candela aún repite los pliegues viejos de Rosa en un paredón. “La mujer pasó por Bolivia –cuenta la vieja– y me dijo que se la traía a Rosario para hacerla estudiar y trabajar”. Llegaban cartas desde Buenos Aires que amontonaban beneplácitos a la patrona: “Era mentira, ni siquiera la alimentaba bien, le hacía escribir esas cartas frente suyo”. Hay una chiquilina de 15 ahuecada en el pasillo. Es Noelia y los ojos infantiles engordan cada vez que busca un baile y termina corrida por “bolita”. “Este no es un baile para bolivianos sino para argentinos”, le reprochó un día algún adulador de arios.
Esa villa tajada por la miseria es porción del barrio boliviano. Fue armada por inmigrantes en los ’50. Mérida y Víctor Angulo parieron el primer recuadro convertido hace veinte años en barrio obrero. Hay viejos como don Saavedra que mantienen en las pupilas aquel incendio que devoró la ranchada. Después del fuego obtuvieron las tierras. La avenida Godoy Cruz es la marca que delimita a recién llegados de viejos inmigrantes. Del otro lado están los ojos de Noelia y el grill plantado en un surco callejero. Son los bolivianos pobres, mil familias en total. “Nosotros no solemos eternizarnos en villas, buscamos salir aunque sea lejos pero a una casa propia”, dice Ricardo Fernández, presidente de la asociación barrial.

La izquierda obligada

Cada recién llegado repite la pelea. “El inmigrante es generador de trabajo acá y en todo el mundo –cuenta ahora Volmar Scarabelli, de la Pastoral de Inmigrantes (ver recuadro)– sale a buscar trabajo y si no consigue, vuelve, persiste, sigue ilusionado hasta nunca cansarse”.
Octavio dejó su fábrica de galletas en Lima hace tres meses. Está metido en el mismo rincón de Once frecuentado por Fredy. “La música que tú escuchas –dice– es un vals peruano”. Por eso eligen el lugar, como mítica melodía, los acordes vuelven presente su tierra. “Si vas a un restaurante argentino no sientes esto y aquí pides cebiche, te sientes en familia y la música te hace rememorar la tierra”, intenta explicar Fredy. En Lima terminó la universidad. El título de docente electrónico quedó guardado hace cinco años cuando un micro lo dejó en Retiro: “Claro que me duele estar limpiando oficinas, pero es así, yo sé que tengo que trabajar”. Fredy traga su gaseosa. Octavio habla inexpresivo: “Casi dos meses trabajé en un correo privado y no me pagaron. La empresa cerró y no pude reclamar porque entré con un documento trucho”.
Fue sugerencia de sus compatriotas. Antes de entrar preguntaron por sus documentos: “Sí tengo, tuve que decir si no, no entraba, un amigo me prestó su DNI”, justifica de prepo Octavio. La solidaridad no se retacea. Se prestan hasta las camas entre quienes tienen horarios distintos de trabajo. También se pasan los datos de locutorios donde pagar cincuenta centavos esa llamada que las telefónicas cobran tres pesos. Saben que tienen que resistir abusos porque la criollada no legitima apariencias morenas. Por eso aceptan paredes castigadas de humedad en inquilinatos y piezas ratonas para ocho. Una amiga de Isabel acaba de alquilar un cuarto. “Cien pesos le cobran pero es un garaje donde viven 200 familias”, dice. Está en avenida La Plata, no hay luz y los dos únicos baños resisten asentaderas de grandes y chiquilines. Isabel también fue abusada. Fue mandada por la agencia para limpiar una casa: “Limpié y al rato, el dueño de casa se desnudó: “¿No te dijeron en la empresa?”, me dijo”. El local servía de sexshop y ella de impotente estupidizada: “Me quedé, tenía miedo y él quería que lo mire”.
Desde Rincón y Moreno los dos peruanos discuten como en tierra segura. En el bar no hay camareros esquivos. “Todo el mundo quiere arreglar su situación, nadie quiere estar ilegal pero las circunstancias no lo permiten”, toma la palabra Fredy. El derrotero es constante en la tramitación. Ese papel concedido por el Estado se limosnea como dádiva. Cada extranjero grita su documento como marca de protección. Para muchos es sinónimo de ascenso social. Una marca de status que se friega en la cara de aquel que intenta prepotearlos.
Pero a veces no basta: “Para qué quieres el documento si las marcas de la cara no te las quita nadie”. Como este hombre boliviano, Mérida no olvida a “esa señorita que echó a mis hijos del aula; cuando fui lloraban fuera, los cambié de colegio”. Luisa Flores repudió haber nacido peruana. Tiene la cara fresca y rasgada. Hace rato está sentada en la Pastoral de Inmigrantes porque ahora que “tengo un hijo argentino me dan la residencia, seguro. Pero no tienen porqué obligarme a casar, ni a tener un hijo para darme los papeles”. La bronca queda atragantada hasta perderse, como le pasa a muchos de los 180 inmigrantes que pasan cada semana por la Pastoral. Ese desgaste engorda cazadores de giles. Fuera y dentro de Migraciones el trampeo acosa y seduce. “Un hombre me paró y dijo que él hacía el trámite para mi mujer rápido. Sólo que te pide 1200 pesos”, dice Fredy. Pero el regateo es impertinente puertas adentro. Hace ocho años que Isabel entró al país. Sabe que conviene llegar por avión porque por tierra en “la frontera los gendarmes te piden 400 pesos de coima”. Es peruana, pero su documento resultó mellizo del de una boliviana. “En la agencia me pidieron 800 pesos –dice– para hacerme los papeles; como no salía fui a Migraciones y me dijeron que el expediente existía pero era de una boliviana”. La desesperación despertó una caricia: “Si querés resolverlo esperame afuera”, propuso el empleado, que en minutos le pedía 400 pesos.

La semana de los ilegales


- Hugo Franco (Director de Migraciones): “El 60 por ciento de los delitos menores son cometidos por indocumentados”.
- Carlos Menem (Presidente): “A partir de ahora aquellos que no estén con documentados como corresponde tendrán que abandonar el país”.
- Eduardo Duhalde (gobernador de Buenos Aires): “Hay que pensar primero en los argentinos”.
- Fernando de la Rúa (jefe de Gobierno porteño): “Se quiere desviar la atención para buscar culpables en lugar de preocuparse de la seguridad”.
- Comisión Católica de Migraciones: “Intentar atacar esos problemas persiguiendo a la inmigración ilegal bajo el pretexto de la dignidad de los inmigrantes es un siniestro juego político”.
- Jorge Rodríguez (jefe de Gabinete): “Si la Iglesia y la oposición sostienen que la política migratoria es mala, entonces habrá que pensar que plantean la defensa de las mafias que traen a los inmigrantes para explotarlos”.
- Carlos Corach (ministro del Interior): “El exceso verbal de la Iglesia debe ser pasado por alto”.
- Monseñor Rubén Frassia (presidente de la Comisión Católica de Migraciones): “Estamos en contra de eso (mafias). No son los inmigrantes los que traen las mafias sino la gente que está acá que se aprovecha de todas estas cosas”.

El recorrido del inmigrante


Por A.D.

na18fo03.jpg (26510 bytes)La masa mayor de migrantes extranjeros son mujeres. El secretario de la Pastoral de Inmigrantes, Volmar Scarabelli, enmarca el movimiento en relación con la oferta laboral: “Ellas consiguen trabajo mucho más fácil, por recomendación en casas de familia o en limpieza mientras que los hombres si están, por ejemplo, en lavaderos de autos suelen quedar más expuestos y la ilegalidad los compromete”. Ya en zona porteña las mujeres hacen la remesa de dinero mensualmente a su país. El porcentaje más importante trabaja en casas de familia, como Isabel, apenas llegada. Isabel era psicopedagoga de discapacitados en Lima. Acá sirvió en casas de familia como alguien lo hacía en su propia casa peruana, pero era distinto: “Los empleados comían con nosotros en la mesa. El primer día que trabajé serví la comida y la señora me mandó a limpiar el baño”. Es imposible contar los días que pasaron desde aquel momento, pero la sensación de desprecio lastima todavía hasta provocar lágrimas: “De pronto viene la señora a buscarme y dice: mirá, el nene dejó un canelón en el plato, por qué no te lo comés, está limpito”.
Las migraciones son distintas en esencia. Los bolivianos siempre se distribuyeron en el sur y norte del país donde se convierten en braceros de zafra y peonada de minas. Suelen llegar con contactos o familia que los acoja y mantienen estrechos lazos comunitarios. Los peruanos, en cambio, más desintegrados, se acomodan donde pueden.


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