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Rumbo
al modelo egipcio
Por Maximiliano Montenegro
Argentina perdió la brújula. Ya no se dirige
al Primer Mundo. Ni siquiera a Malasia, que tanto había deslumbrado
al presidente Menem durante su recordada gira por el sudeste asiático.
El destino es más deslumbrante como opción turística,
pero menos alentador para el futuro del país: Egipto. En la Argentina
se veneran, por ideología o por conveniencia, distintos modelos
dadores de empleo. Los liberales elogian el americano o el flexible modelo
neocelandés, otros exaltan el modelo asiático, unos pocos
defienden todavía el modelo social europeo. Sin embargo, hasta
ahora nadie había mencionado la posibilidad de retroceder hasta
el modelo egipcio, donde la desesperación de quien
busca trabajo es tal que para ser contratado firma, por anticipado, su
carta de renuncia. La denuncia no pertenece a un político de la
oposición en campaña sino al informe 99 del Programa
de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Allí se alerta sobre
el peligro de que Argentina llegue a un grado de precarización
laboral similar al que existe en la tierra de las pirámides. Los
últimos datos oficiales revelan que semejante advertencia no es
alocada.
Como publicó Página/12 la semana pasada, el empleo en negro
alcanzó, según la encuesta de hogares del INDEC de mayo,
el record del 37,5 por ciento del total de asalariados. Es decir que en
Capital y Gran Buenos Aires existen 1,3 millones de personas que no cuentan
con aportes jubilatorios, cobertura social ni derecho a indemnización
en caso de ser despedidos.
La franja cada vez más ancha de trabajadores que se desempeñan
en estas condiciones superflexibles explica, en buena medida, el derrumbe
de los sueldos de los sectores medio y bajo, con el consecuente salto
de la desigualdad en el reparto del ingreso durante la última década.
Nueve de cada diez ocupados del quinto más pobre de la población
trabaja en negro, mientras que sólo uno de cada diez del quinto
más pudiente se desempeña en esas condiciones (ver nota
en página 4). A su vez, estos puestos inestables y mal retribuidos
presionan sobre los sueldos en blanco, ya que el salario promedio de los
trabajadores informales es poco más de la mitad de
la paga promedio en el sector formal de la economía.
La otra parte de la historia de la caída de los ingresos peor remunerados
se entiende a partir de la marea humana que, cada vez con menos pretensiones,
se lanza a la caza de un puesto de trabajo.
De acuerdo al INDEC, en el área metropolitana, 3 millones de personas,
una de cada dos en edad de trabajar, busca activamente un empleo, ya sea
porque está desocupada, subempleada o porque necesita otro conchabo
porque no gana lo suficiente. De esta gente, 1,5 millones son jefes de
hogar, de quienes depende la subsistencia de otras tres personas. Por
lo tanto, su capacidad de negociación frente al empleador o sus
expectativas a la hora de escoger qué hacer son todavía
menores que la de aquellos que no tienen otras bocas que alimentar.
Otra de las caras de la precarización son los sobreocupados, con
una carga horaria superior a las 45 horas semanales: uno de cada dos empleados
hombres y una de cada tres mujeres se desenvuelven en estas condiciones.
Para peor, casi 700 mil personas en Capital y Gran Buenos Aires, uno de
cada cinco empleados varones, trabajaban más de 62 horas semanales.
Es decir, más de 10 horas diarias durante seis días de la
semana. Según los expertos, dentro de este grupo lo normal
es que se trabaje entre 12 y 14 horas diarias, un régimen
parecido a los modelos de explotación laboral del sudeste asiático.
No hay mejor prueba de un mercado laboral flexible hasta límites
insospechados que los datos anteriores. Sin embargo, el Banco Mundial,
fiel a los dogmas, se obstina en recetar más flexibilización
laboral como remedio frente a la pobreza y la desigualdad (ver reportaje).
Por el contrario, el PNUD acaba de publicar, en su informe anual, un lapidario
diagnóstico de esas fórmulas impuestas por el Consenso
de Washington en la región.
En América Latina algunos países intentaron hacer
frente al cambio del mercado laboral con flexibilidad salarial, permitiendo
que aumentara la diferencia entre la remuneración del sector estructurado
y la del sector no estructurado. Pero eso no aumentó el comercio
ni la inversión extranjera, afirma el documento del PNUD.
De esa manera, ahora están tratando de hacer que el sector
no estructurado sea más productivo, más vibrante y más
sensible respecto de los derechos de los trabajadores. La enseñanza:
hacer que los mercados laborales sean flexibles, abandonando las condiciones
que protegen a la mano de obra, no ayuda a hacer frente al cambio de los
mercados laborales ni a aprovechar las oportunidades a escala mundial,
agrega.
Luego explica que el porcentaje de trabajadores sin contratos o
con los nuevos tipos de contratos flexibles aumentó al 30 por ciento
en Chile, al 36 por ciento en la Argentina (en realidad el último
dato es 37,5 por ciento), al 39 por ciento en Colombia y al 41 por ciento
en Perú. Tras lo cual, realiza la advertencia: En Egipto
es cada vez más común exigir que los nuevos contratados
firmen una carta de renuncia antes de asumir el empleo, recuerda,
en tono premonitorio.
Por si alguien no lo sabe, la prosperidad de la milenaria sociedad egipcia
quedó sepultada junto con sus faraones, totems y tesoros. Hoy,
con un desempleo del 12 por ciento, el agro y el turismo arqueológico,
en bus o en camello, generan un ingreso per cápita de apenas 1.290
dólares anuales, un séptimo del producto per cápita
argentino. La miseria y la desesperanza embargan a gran parte de la sociedad
(ver aparte), como sucede en la Argentina, donde 3,7 millones de personas
(el décimo más pobre de la población) sobrevive con
un ingreso per cápita similar al egipcio. Otros 11 millones de
personas (30 por ciento de la población) se las arregla con un
ingreso no mucho mayor: 2.900 dólares. Son los flexibilizados por
el modelo. Los que no tienen boleto para viajar al Primer Mundo, pero
tal vez pronto se sientan como en Egipto, aunque nunca lleguen a conocer
las pirámides, ni los camellos.
Empleos
"buenos" y "malos" |
El Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) destaca que existen
puestos de trabajo malos, precarios o informales, y
puestos de trabajo buenos, en blanco, con aportes jubilatorios,
cobertura social y derecho de indemnización por despido.
El Banco Mundial tiene una posición muy distinta del tema.
En un reciente seminario, un alto funcionario del organismo lo planteó
así: Empleos buenos son aquellos que están remunerados
de acuerdo con su productividad; en cambio, empleos malos son los
que están pagos por encima de su productividad: por ejemplo,
los empleos públicos que había de más en Argentina,
explicó. Entonces, alguien del auditorio comentó irónico:
Si fuera así, todos los burócratas del Banco
en Washington deberían perder su trabajo.
Más allá de la anécdota, el PNUD tiene una
visión opuesta a la del Banco, acerca de cómo atacar
el aumento de la desigualdad y la pobreza.
Así, destaca la necesidad de acentuar la progresividad del
sistema impositivo para atenuar la desigualdad. Mientras que enfatiza
la necesidad de que el Estado enfrente a la vulnerabilidad
de los trabajadores con las siguientes medidas: reembolsos
de impuestos a los empleadores que capaciten a sus empleados y tasas
especiales a los que no lo hagan; asistencia en la búsqueda
de empleo a los desempleados y empleo público para los desocupados
de largo plazo; fijación de salarios mínimos para
reducir las diferencias salariales.
También destaca los esfuerzos de países que, pese
a la crisis, siguen manteniendo una fuerte red de seguridad social.
Por ejemplo, destaca que Indonesia, epicentro del terremoto financiero
del 97, orientó a 18 millones de familias un
programa para proteger los servicios básicos de salud en
el período 98-2000. Y los de aquellos que tienen
un política de intervención estatal más activa:
menciona los casos de Malasia y Corea, que usaron la política
de precios y subsidios para garantizar el abastecimiento alimentario
de los trabajadores. Esto les permitió devaluar
la moneda, a fin de aprovechar las oportunidades comerciales, a
la vez que protegían a los trabajadores, asegura.
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Un
experto del Banco Mundial defiende las recetas de Washington
El
mercado no tiene la culpa
Por M.M.
Los datos del INdEC muestran que la riqueza
que producen todos los años los argentinos va a parar cada vez
más a menos bolsillos. La desigualdad en el reparto de la torta
del ingreso es ya tan marcada como durante la hiperinflación. Pero
en la actualidad no es un fenómeno transitorio sino que, en un
contexto de estabilidad de precios, es la característica descollante
de la sociedad moldeada por la Convertibilidad. El economista Michael
Walton es uno de los máximos expertos del Banco Mundial en temas
sociales. En una fugaz visita a Buenos Aires, habló con Cash del
aumento de la desigualdad y de la pobreza durante la era menemista.
Como todos los funcionarios del Banco, Walton defiende tres puntos básicos.
Primero: que el llamado Consenso de Washington (privatizaciones,
apertura, desregulación, más mercado y menos Estado como
el abc de la economía) no es la causa del salto de la miseria y
la injusticia en el reparto. Segundo: que es mejor hacer asistencialismo
focalizado en los pobres que complicarse demasiado tratando de aminorar
la desigualdad con una estructura tributaria más progresiva, es
decir, más gravosa para los ricos. Tercero: que la flexibilización
laboral es la panacea para que, cuando la economía vuelva a crecer,
aumente el empleo y se logre combatir, así, la pobreza vía
el mercado.
Nada dice, en cambio, de la notable precarización
de los nuevos puestos de trabajo flexibles, una de las causas según
los propios estudios oficiales del derrumbe de los salarios peor
pagos y del incremento de la desigualdad. Pese a todo, Walton, a diferencia
del gobierno, reconoce que el deterioro social existe, aunque se preocupa
por aclarar que el aumento de la pobreza no significa el fracaso
del modelo.
La distribución del ingreso
en América latina, en general, y en Argentina, en particular, ha
empeorado mucho durante los años noventa. ¿Cómo explica
esta tendencia?
Ciertamente, la desigualdad en la distribución del ingreso
y de la riqueza (los activos) ha empeorado en esta década. En las
áreas urbanas, uno de las mayores determinantes de la desigualdad
está dado por el mercado laboral, por los puestos de trabajo a
los que uno accede y la calificación con que se cuenta. Los cambios
en la desigualdad tanto en Argentina, como en Chile y México, está
dado por la formación que uno tiene. Hay un crecimiento notable
de las diferencias salariales entre los trabajadores calificados y los
no calificados.
¿Se puede mejorar la distribución con impuestos
más progresivos, que graven más al capital?
La estructura impositiva puede ser un poderoso instrumento para
redistribuir ingresos: tanto con el impuesto a las ganancias como con
tributos que graven directamente los activos o los bienes personales.
Pero hoy el consenso es que uno debería redistribuir mediante el
gasto público, antes que con los impuestos.
¿Por qué?
Si los impuestos se vuelven muy progresivos, se corre el peligro
de que los ricos no paguen o de que pongan su dinero fuera del país.
Existe un límite. El objetivo debiera ser tener impuestos moderadamente
progresivos. Sí se puede ser agresivamente progresivo con el gasto
público: especialmente, con los planes dirigidos a los sectores
vulnerables. Se debe diseñar una red de protección social
focalizada en los pobres, con subsidios directos para que puedan estudiar.
El problema es que en Argentina existe, por un lado, una estructura
impositiva muy regresiva, y, por el otro, el gasto social no llega la
gente.
No he visto en detalle los números de Argentina. Creo que
los gastos están relativamente bien orientados en las áreas
sociales y que el efecto neto era positivo. Incluso, considerando que
todavía tienen una estructura impositiva que no es progresiva.
En Brasil, los gastos sociales se filtran mucho más hacia la clase
media e incluso hacia los ricos. Allí, nosotros planteamos que
es necesario una redistribución de los gastos orientada a los pobres.
En Argentina la clase media también sufrió un proceso
acelerado de pauperización.
Es importante que el gasto social también llegue a la clase
media, porque se necesita el apoyo de este sector para que la política
tributaria sea viable. La manera en que las sociedades ricas manejan esto
es gravando con impuestos a la clase media, tomando cash de este sector
y devolviéndolo en servicios sociales, aunque más concentrados
en los pobres que en la clase media. Así que la clase media no
está afuera del sistema: recibe servicios sociales provistos por
el Estado, pero en menor proporción.
Usted dice que la Argentina tiene una estructura del gasto social
progresiva, que favorece a los pobres. Entonces, ¿el causante exclusivo
del aumento de la pobreza fue el modelo de mercado?
El modelo de mercado no incrementa la pobreza. De hecho, los países
que se abrieron al mercado y, al mismo tiempo, implementaron planes sociales
focalizados en los pobres son los que redujeron más rápidamente
la pobreza.
¿Sigo sin entender entonces por qué creció
la pobreza?
Las crisis financieras internacionales son la causa del aumento
de la pobreza. Pero no vemos esto como un fracaso del modelo de mercado.
Marca la necesidad de mejorar el modelo consolidándolo frente a
las crisis y pensando en una nueva arquitectura financiera internacional.
Detrás
de las pirámides
En Viaje a los confines de la Tierra (Ediciones Grupo Z,
1997), el periodista norteamericano Robert Kaplan describe así
la miseria egipcia: Entre colinas de cuyas canteras fueron extraídas
las piedras para la construcción de las pirámides, hace
cuatro mil años, ahora la perspectiva es terrible. Montañas
de basura, que conducen a valles y surcos de basura, forman una confusa
red en el extremo sudeste de El Cairo... También viven allí
seres humanos, miles de ellos, en su mayoría niños. Se los
llama zabalin, la gente de la basura. El trabajo de estos
niños comienza al amanecer, cuando con su carros tirados por asnos
recorren la ciudad de 13 millones de habitantes recogiendo desperdicios.
Al término del día, seleccionan la basura, separando plásticos,
telas y otros materiales que pueden ser reciclados. Estos productos son
vendidos después a los barones de la basura, intermediarios
que en algunos casos han hecho pequeñas fortunas con la basura,
lo suficiente para sustituir sus chabolas de lata por casas de ladrillo
y cemento... A finales de la década de 1980-1990, se estimó
que no menos de un 50 por ciento de los niños zabalin morían
antes de llegar a adultos.
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