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Por
M. Fernández López
A
Dios rogando
El siglo XX que termina logró no sólo avances tecnológicos
y dominio sobre la materia como nunca antes. También consiguió
alterar categorías filosóficas, y unir términos axiológicos
polares, como justicia e injusticia, belleza y fealdad, o sagrado y profano.
Pero la frontera de esta última dupla ya fue vulnerada antes por
los economistas, o mejor, por los sacerdotes-economistas, que no hallaron
difícil juntar a la Biblia con el calefón. Los más
conspicuos sacerdotes que eligieron cultivar la ciencia funesta
(según expresión de Carlyle) fueron Thomas Malthus, Thomas
Chalmers, James Mill y Phillip Wicksteed. Algunos fueron siempre sacerdotes,
otros no alcanzaron a recibirse de tales y otros abandonaron en el camino,
pero tales detalles no vienen al caso ahora. Malthus aportó a la
ciencia dos tesis principales: primera, la tendencia de la población
a aumentar más rápido que los medios de subsistencia, y
anexo a ello el funcionamiento de dos frenos que ajustan la población
a los posibles, como dicen los ibéricos; tales frenos
son preventivos, e impiden ex ante la natalidad; o positivos, que hacen
morir a parte de los ya nacidos. Segunda, la tendencia de la economía
a generar más bienes que los que la capacidad adquisitiva de la
población permite comprar, creando un estado de saturación
o abarrotamiento (hoy se diría: de acumulación involuntaria
de stocks). El escocés James Mill, igual que su maestro Ricardo,
aceptó la primera tesis de Malthus pero no la segunda. A la primera
la formuló como la tendencia de la población a aumentar
más rápido que el capital que le da empleo, y recomendó
dejar todo a la iniciativa privada para acelerar al máximo la acumulación
de capital, e inducir a la restricción voluntaria de la natalidad
(lo que él mismo no practicó, pues tuvo numerosa prole).
En cuanto a la incapacidad de los mercados para absorber la producción,
la refutó mediante el principio llamado por Keynes Ley de Say,
del que fue autor, y que su hijo Stuart Mill elaboró con más
precisión. Chalmers, también escocés, hizo lo contrario:
aceptó la segunda tesis y desarrolló sus ideas en Economía
Política (1832). Phillip Wicksteed desarrolló el principio
por el cual la retribución de los distintos factores productivos
corresponde al valor de su productividad marginal, teorema que surge de
maximizar la ganancia de la empresa y no las necesidades del trabajo.
El
planeta del dinero
En
mi periplo intergaláctico visité planetas de varios tamaños
y colores. El azul, especialmente, ofrece al observador ciertos contrastes
que merecen comentarse. Está poblado por miles de millones de seres
vivientes, de sangre caliente, con pares de extremidades superiores e
inferiores y una unidad de comando en la parte alta del cuerpo. Nacen,
crecen y luego mueren, y hasta dicen que están dotados de una cualidad
invisible llamada alma. Se llaman a sí mismos humanos
o personas. Ellos han modificado la superficie del planeta
azul, construyendo lugares para habitar, trabajando tierras y mares para
alimentarse, fabricando barcos, aviones y ferrocarriles para viajar, puentes
y canales para unir puntos separados. No son, sin embargo, los amos del
planeta. Otros entes los dominan, cosas inertes, en número enormemente
más elevado, de forma rectangular, color verde y organizados como
un ejército, cuyo grado se señala por un número:
el 100 manda al 50, éste al 20, el 20 al diez, y así hasta
el grado inferior, el 1. Aun el grado más bajo del ejército
verde puede más que las personas. A pesar de que los verdes se
han acumulado en cantidades colosales, y que en muchos lugares se tira
el alimento cosechado por no poder venderse a precio remunerativo, muchos
seres humanos recién nacidos mueren, por no poder disponer, para
comprar el alimento necesario, de una fracción del grado más
bajo de los verdes. Este contraste no es el único. El contraste
es lo normal, pues en ese planeta se dice una cosa y se hace exactamente
lo contrario. Dicen, por ejemplo, que los verdes fueron creados para servir
de medio de intercambio a los humanos, y en la realidad son los seres
humanos los que sirven de instrumento a los verdes para aumentar el número
de estos. Dicen que el hombre es el principio y finalidad de lo económico,
y en verdad el hombre es devorado por lo económico. Ocurre como
en aquella vieja película, El planeta de los simios, donde los
humanos eran criados salvajes e ignorantes para alimentar a los simios.
O aquella pintura de Goya en la que Saturno se alimenta con sus propios
hijos. En este extraño planeta, no se dude, los verdes no son obligados
a prestar servicio militar, ni a sacrificar una parte de sí para
preservar la vida de los humanos, y cada vez que sea necesario elegir
entre salvar un verde o salvar un humano, se salvará al verde.
(Firmado) L., en su nave espacial Corina.
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