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Clara de noche

Convivir con virus

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Jueves 27 de Mayo de 1999
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Ahora que ya pasaron algunos días desde la muerte de Cris Miró, la discusión sobre qué fue lo que se la llevó de este mundo puede ser superflua. Pero hay un dejo amargo detrás de las versiones sobre si tenía o no vih. ¿Por qué esa necesidad de develar lo que ella nunca quiso decir? ¿Tiene sentido demostrar que efectivamente vivió con el virus y murió porque se negó a recibir atención médica? No sé cuáles fueron las razones que impiden a los familiares y a su representante artístico ponerle un nombre a esa “larga dolencia” que expusieron como motivo de su muerte. Pero sí sé que, de última, es un asunto suyo. Sentir que a esta altura del siglo el sida sigue siendo un estigma que marca y castiga frente a la sociedad bien pensante, arrastra pena e impotencia. Pensar que Cris Miró no pudo hacer frente a su enfermedad, que prefirió callarse y tomar las pastillas que le recordarían eso que todos los días tendría que ocultar, es como una espina en el zapato. ¿Qué podría importarle justamente a ella, que se construyó como travesti, como objeto sexual equívoco en el teatro de revistas, el reino indiscutido de la heterosexualidad, decir o no que tenía vih? Tal vez era tanto lo que tenía que defender y exponer a la luz de las preguntas, las cámaras, las fantasías del resto del mundo, que prefirió guardar algo, lo que sea, para que no fuera diseccionado como un sapo en un laboratorio. Tal vez ni siquiera tenía hiv. Tal vez lo tenía y decirlo era manchar con tinta indeleble el falso éxito de ser quien quiso ser a pesar de todo y salir entera. Tal vez para el resto del mundo que Cris Miró tuviera vih era una prueba del castigo que cae sobre quienes desafían la moral impuesta. Mientras escribo no termino de decidir si tiene sentido lo que estoy haciendo. Por momentos me parece que rescato lo peor del periodismo, eso de estar escarbando sobre los cadáveres como si fuera una autopsia. A la vez se me ocurre que solamente hablando, poniéndole voz a los miedos –los de Cris, los de todos– nos vamos a sacudir el peso moral de esta epidemia de mierda. Hay un dedo acusador que levanta quien devela y quien oculta. El que oculta porque asume la marca que debe ser silenciada, reprimida, para no lastimar los oídos del resto del mundo, para que no nos salpique con su disgusto y su miedo. El que devela en cambio parece estar ofreciendo una moraleja que tiene dos campanas. La primera es la que dice que –insisto– que el sida es un castigo, que no se puede hacer lo que uno o una quiere y salir intacto de la aventura. La segunda, mejor intencionada, da una señal de alerta, descubre lo que puede pasar si alguien se calla o no asume su enfermedad: la muerte. Nada de esto sirve cuando alguien acaba de dejar el mundo. Hay una tercera opción que nadie piensa ni se anima a mencionar: a lo mejor Cris no tenía ganas de curarse, no le importaba estar enferma ni morirse ni nada. A lo mejor lo que vivió le pareció suficiente y listo. Muchas veces lo pensé cuando me enfrenté a la muerte de amigos queridos que con algunos matices vivieron sus últimos días en medio de discusiones parecidas. Y recién ahora puedo empezar a asumir que también caben las decisiones personales aun en contra de los médicos y del mandato omnipresente que dice que hay que estar bien, sanito y exitoso. Claro que decidir implica una libertad que todavía no respiramos y es entonces cuando todo hace agua. Porque si esa libertad fuera el aire que respiramos toda esta discusión no sería más que un suspiro en el viento, breve e inútil.

MARTA DILLON