Ahora que ya pasaron algunos días desde la muerte de Cris Miró,
la discusión sobre qué fue lo que se la llevó de
este mundo puede ser superflua. Pero hay un dejo amargo detrás
de las versiones sobre si tenía o no vih. ¿Por qué
esa necesidad de develar lo que ella nunca quiso decir? ¿Tiene
sentido demostrar que efectivamente vivió con el virus y murió
porque se negó a recibir atención médica? No sé
cuáles fueron las razones que impiden a los familiares y a su
representante artístico ponerle un nombre a esa larga dolencia
que expusieron como motivo de su muerte. Pero sí sé que,
de última, es un asunto suyo. Sentir que a esta altura del siglo
el sida sigue siendo un estigma que marca y castiga frente a la sociedad
bien pensante, arrastra pena e impotencia. Pensar que Cris Miró
no pudo hacer frente a su enfermedad, que prefirió callarse y
tomar las pastillas que le recordarían eso que todos los días
tendría que ocultar, es como una espina en el zapato. ¿Qué
podría importarle justamente a ella, que se construyó
como travesti, como objeto sexual equívoco en el teatro de revistas,
el reino indiscutido de la heterosexualidad, decir o no que tenía
vih? Tal vez era tanto lo que tenía que defender y exponer a
la luz de las preguntas, las cámaras, las fantasías del
resto del mundo, que prefirió guardar algo, lo que sea, para
que no fuera diseccionado como un sapo en un laboratorio. Tal vez ni
siquiera tenía hiv. Tal vez lo tenía y decirlo era manchar
con tinta indeleble el falso éxito de ser quien quiso ser a pesar
de todo y salir entera. Tal vez para el resto del mundo que Cris Miró
tuviera vih era una prueba del castigo que cae sobre quienes desafían
la moral impuesta. Mientras escribo no termino de decidir si tiene sentido
lo que estoy haciendo. Por momentos me parece que rescato lo peor del
periodismo, eso de estar escarbando sobre los cadáveres como
si fuera una autopsia. A la vez se me ocurre que solamente hablando,
poniéndole voz a los miedos los de Cris, los de todos
nos vamos a sacudir el peso moral de esta epidemia de mierda. Hay un
dedo acusador que levanta quien devela y quien oculta. El que oculta
porque asume la marca que debe ser silenciada, reprimida, para no lastimar
los oídos del resto del mundo, para que no nos salpique con su
disgusto y su miedo. El que devela en cambio parece estar ofreciendo
una moraleja que tiene dos campanas. La primera es la que dice que insisto
que el sida es un castigo, que no se puede hacer lo que uno o una quiere
y salir intacto de la aventura. La segunda, mejor intencionada, da una
señal de alerta, descubre lo que puede pasar si alguien se calla
o no asume su enfermedad: la muerte. Nada de esto sirve cuando alguien
acaba de dejar el mundo. Hay una tercera opción que nadie piensa
ni se anima a mencionar: a lo mejor Cris no tenía ganas de curarse,
no le importaba estar enferma ni morirse ni nada. A lo mejor lo que
vivió le pareció suficiente y listo. Muchas veces lo pensé
cuando me enfrenté a la muerte de amigos queridos que con algunos
matices vivieron sus últimos días en medio de discusiones
parecidas. Y recién ahora puedo empezar a asumir que también
caben las decisiones personales aun en contra de los médicos
y del mandato omnipresente que dice que hay que estar bien, sanito y
exitoso. Claro que decidir implica una libertad que todavía no
respiramos y es entonces cuando todo hace agua. Porque si esa libertad
fuera el aire que respiramos toda esta discusión no sería
más que un suspiro en el viento, breve e inútil.
MARTA
DILLON