Hay un fervor de estación de tren. Una estación terminal
que anuda el fin del conurbano con el egreso hacia el campo, un horizonte
sin fisuras que se insinúa desde Paso del Rey y se abre después
de Moreno, donde se cambia de tren. El sol apenas despeja la bruma de
la mañana. La gente habla y le sale humo por la boca, algo se
escapa de adentro cada vez que una boca se abre y, por ejemplo, ofrece
un número de lotería o dos kilos de mandarinas a un peso
con cincuenta. Cuatro carteleras de vidrio, cerradas con candado, atadas
con cadena al alambrado que protege los rieles, ofrecen trabajos miserables,
piezas diminutas para compartir, gualichos para unir parejas. Hay grupos
de gente frente a las carteleras, lápiz y papel en la mano, humo
en la boca, ojos inquietos buscando la oportunidad. Al rato se van y
vienen otros. Tierra entre los andenes, barro en los cordones de las
veredas, en los zapatos de los que caminan de un lado al otro de la
estación, en los puestos de tortilla con chicharrón, de
chipá y de queso de campo. Un camión exhibe en su entraña
las reses colgando, las últimas, dicen, que van a traer por el
paro de camiones. Baratijas, espejitos de colores, adivinadores de la
suerte en los puestos que reciben el hollín de los escapes de
las decenas de colectivos que esquivan gente y vendedores a los costados
de la estación Moreno. Un pastor promete regocijo, loas, alabanzas
a un dios sordo que lo dejó en la plaza con su megáfono
en la mano. No le importa que nadie lo escuche, cumple su misión
con los ojos cerrados y cada tanto alguien se persigna, apura el paso
para eludir la vergüenza o se detiene y escucha entre el ruido
lo que el pastor tiene para dar. Ellos son una mancha en ese escenario,
como un objeto olvidado por algún utilero distraído. Están
envueltos entre sus piernas y sus brazos, tirados en el pasto de la
plaza, los ojos cerrados, las bocas en un beso que termina y vuelve
a empezar, perdidos entre ellos, ajenos. Un perro los custodia, un cuzco
flaco y pelado que cumple su misión gruñendo a cualquiera
que se acerque. Al pastor sobre todo, que los pone como ejemplo de todo
lo que hay que evitar, de lo que hay que salvarse, del sexo, de las
drogas, del pecado. Ella entonces emerge del beso con la boca incendiada
de tanto frotarse, recoge con la lengua los restos brillantes de la
saliva, se sacude el pelo, tirita de frío y mira al pastor. ¿Por
qué no te metés en tu vida? ¿Acaso Dios no es amor?,
le dice y vuelve a sumergirse en el beso, en la plaza, en la estación
al límite del conurbano, en el fragor de la batalla diaria de
ese día lleno de gloria.
MARTA
DILLON