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Jueves 15 de Julio de 1999
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La mujer con más huevos para plantarse en un escenario rockero
de los últimos veinticinco años decidió enfrentar el dolor de la muerte (de su esposo, de su hermano, de su mejor amigo) como podía esperarse en ella. Ya parió dos discos notables y prepara uno nuevo para antes de fin de año, a la par de la edición de una antología
de su obra musical-poética. De todo eso, y de su historia bíblica favorita, habla en esta entrevista exclusiva.

Patti Smith tiene un ojo desviado. No es algo que se note en fotografías, ni cuando está en el escenario. Pero de cerca es evidente y, al principio, desconcertante. Imposible precisar si ella lo está mirando a uno, o está mirando detrás de uno, o a través de uno. Para una mujer que ha sido descripta como una sacerdotisa, una shamán y una visionaria, es extrañamente adecuado.
Smith está en Londres de paso, antes de volver a Nueva York, su hogar desde que decidió volver a encauzar su vida musical con el disco Gone again. Está cansada, estresada y sobreexigida. Hoy tiene que grabar todas las voces para su nuevo álbum (todavía sin título) y obviamente está preocupada por haber aceptado una entrevista para promocionar su nuevo libro, Patti Smith Complete: Letras, Notas y Reflexiones, una elegante y bellamente ilustrada recopilación de todas las letras de sus canciones desde Horses, junto a fotos (inéditas, de Robert Mapplethorpe y Annie Leibowitz), dibujos y fragmentos de su diario. Es una especie de retrospectiva de la madrina del punk, “es como un regalo”, dirá después. “Quería hacer un libro que me gustaría tener. Quería que fuera lindo, en el sentido estético, que a la gente le gustara tenerlo, porque realmente yo amo los libros. Sé que la gente tiene que comprarlo, pero al mismo tiempo quería que fuera especial”.
Siempre le ha dado a la gente cosas especiales. Cuando era la Patti Smith de los ‘70, diosa del rock, poeta rebelde y predicadora punk pagana, hablaba en lenguas blasfemas ante el altar del rock’n’roll y fue reverenciada como un modelo a seguir para las chicas malas con aspiraciones literarias. Era una artista desenfrenada, una rockera con cerebro, e hizo los álbumes más memorables de su generación. Más recientemente, viuda y madre de dos hijos en los ‘90, volvió para grabar y tocar después de 18 años de retiro. Lo hizo a los 50 años, sin pasar vergüenza, y con una pasión, integridad y alma musical intactas.
Cuando llego a los estudios Church de Dave Stewart, ella está en el medio de la regrabación de una de las nuevas canciones. Emerge, distraída y pidiendo disculpas, y me explica lo importante que es haber vuelto a grabar el tema. “Tenía que corregir una palabra”, dice, levantando uno de sus esqueléticos dedos para dar énfasis: “me equivoqué en una palabra”.
Miro desde el control, sentado en un sillón de cuero junto al bajista Tony Shanahan. Está leyendo una revista y riéndose de una foto de su amigo Michael Stipe. Todo es muy normal y relajado, y sorpresivamente prolijo: no hay humo de cigarrillo, ni porro. Sólo café. Justo después del escritorio de mezcla está la cabina de grabación, donde Smith está ubicada, con los auriculares pegados a los oídos, parada y con los hombros encogidos, concentrada, mientras canta el verso en el micrófono.
La palabra es “invasión” (muy “OTAN”, se ríe), y la trabaja una y otra vez, sobre una base de guitarra –de su hijo Jackson, que de este modo hace su debut en un disco con este tema–. “Toca igual que su padre”, dice Smith, con orgullo materno. El tema “Persuasion” es la única canción del álbum coescrita con su marido Fred “Sonic” Smith antes de su muerte en 1994, a raíz de una enfermedad cardíaca. “Quería tener algo de él en este disco –dice–, es importante para mí seguir adelante con su trabajo, y seguir recordándolo.” A primera vista, parece casi imposible que esa voz desgarrada pueda salir de la figura pequeña y casi débil de Patti Smith. A los 53 sigue muy delgada, inquieta, rara y llena de gracia. Su saco cuelga de sus hombros sin parecer hacer contacto con su espalda. Su cabello aún es largo y sigue despeinado, y lo lleva suelto, con mechones canosos. Lleva dos enormes cruces, una dorada y otra de cerámica, colgando del cuello. Sus ojos, que siempre me imaginé marrones, en realidad son azul grisáceo. Tiene una gran nariz. Su pechera está llena de prendedores, y ella me los describe. “Veamos –dice–, ésta es una pequeña colección de cosas.” Su voz es baja, casi gutural, y habla lentamente. “Este me lo diomi asistente Andi Ostrowe. Era una activista en contra de la guerra de Vietnam, y yo estaba escribiendo esta larga canción sobre Ho Chi Minh para un disco, y ella me dio esto de regalo para inspirarme. Y éste es un pin que me dio la policía de Atlanta, porque yo trabajé una vez manteniendo a la gente tranquila en un recital para el Tíbet, y me dieron esto para que me distinguieran ... y esto me lo dio Oliver (Ray, integrante de la banda, poeta y compositor). Fuimos a la casa de Keats ayer, para prepararme para esta canción que tengo escrita, `China Bird’, la casa donde Keats escribió `Oda a un Ruiseñor’. La canción es una pequeña canción de amor, muy delicada ... Es la última que voy a grabar.”
A pesar de estar cansada, Patti Smith se ilumina cuando habla del disco. “No quiero parecer como que estoy promocionándome –dice–, pero de verdad creo que es mi mejor disco. Tiene todo lo que aprendí en mis últimos siete álbumes, y mucho de mis estudios. No siempre es así. A veces trabajás sólo para mantener el ritmo.” Este disco es mucho más un esfuerzo colectivo que sus otros dos trabajos recientes, Gone Again y Peace and Noise. También es (con Jackson tocando la guitarra en una canción de su padre) una suerte de colaboración familiar. Es significativo por otros motivos, también. Su octavo álbum con la discográfica Arista representa 25 años de carrera. Quizá no sea una carrera muy productiva, pero pasó muchos años dedicándose a su matrimonio y a la maternidad junto a Fred, en los suburbios de Detroit. Jackson tiene ahora 17 años; Jesse, su hija, 12. Desde el retorno de Smith en 1996, mucho se ha escrito acerca de esa primera mitad de los noventa en la que perdió no sólo a Fred sino a su mejor amigo Robert Mapplethorpe, a su hermano Todd y a un cruel número de amigos y colegas.
Ahora, a pesar de todo, entusiasmada con lo que llama “mi último álbum del siglo”, dice que se siente tranquila y preparada para la tarea. Parece haber encontrado la paz después del dolor. “La pérdida es única –dice–, puede haber nuevas vidas y nuevas felicidades, pero esa área en particular es única.”
Parece como si estuviera tomándose una pausa, que alcanzó un punto y que está detenida allí, para ver cuán lejos llegó (musicalmente, espiritualmente, artísticamente y emocionalmente) y cómo prepararse para lo que tiene por delante. El milenio, dice, quizá sólo sea un pasaje inventado por el hombre, pero también es una oportunidad para replanteos y nuevos comienzos. “Si globalmente, como seres humanos, nos decidiéramos a mejorar las cosas, sería algo tan poderoso. Si tomáramos esta fecha simbólica como el momento de empezar a hacer cosas diferentes y darle un significado, sería muy hermoso.” Es un tema que retoma en la conversación, así esté hablando de Kosovo o de Vietnam o del manejo de la crisis ecológica. Tener hijos la ha forzado a ser optimista con respecto al futuro, dice. Se enoja, pero nunca es cínica. “No soy política –dice–, soy una artista, y soy madre. tengo mucha responsabilidad. Pero hace falta mucha gente para crear un movimiento. No es una tarea pequeña. Todos son importantes, todos.”
Para ilustrar lo que dice, cuenta una de sus historias bíblicas favoritas: la historia de Jonás y la ballena. “Siempre pienso que esa humilde historia, una historia pequeña en la Biblia, tiene la llave en nuestra salvación. No tiene nada que ver con una denominación en particular, no tiene que ver con la religión. Creo que ahí está la clave. Siempre lo creeré. Siempre creeré en el poder de la voz de la gente, hasta que me muera, hasta que me quede sin voz.”
El libro de letras también parece un momento de descanso. Un lugar tranquilo para considerar el viaje llevado a cabo. Le pidieron hacer un libro así antes, pero ella nunca creyó que valiera la pena. Ahora finalmente la han persuadido de que existe una genuina demanda. Transcribió las letras ella misma (“muchas de ellas están pirateadas o publicadas en Internet y están todas mal”) y después pasó un añotrabajando en el diseño, buscando entre anotadores viejos y fotografías para ilustrar su historia. Hay fotos de algunos de sus héroes, y de ella misma. Maria Callas y Lotte Leyna, entre otros. Rimbaud, por supuesto. John Coltrane y, menos obviamente, Johnny Carson, ambos maestros de la improvisación. Quería, dice, contarle a la gente “un poco” de ella y de su familia. “No creo que sea importante que la gente lo sepa todo. No estoy preparada para escribir mi biografía. Sé que otra gente puede, pero yo no.”
Con el dinero de su libro se compró Hoedown Hall, un salón de baile demolido de South Jersey que aparece en las primeras páginas, fotografiado. Ella y su hermano bailaban ahí cuando eran chicos, siempre fue su lugar favorito. Planea, eventualmente, convertirlo en un parque memorial en honor de Todd, un lugar donde “la gente pueda dar una vuelta, meditar y pensar, plantar un árbol. Un lugar de recuerdo en el lugar del que tengo tantos buenos recuerdos”, sonríe. “Otro de mis sueños.”
Es difícil, escuchando a esta reflexiva mujer, imaginarla como a la chica rara de la escuela. Su madre era una Testigo de Jehová, y le enseñaba a rezar; su padre que no era creyente, trabajaba en una fábrica, era bailarín de tap y cantante. Es más fácil pensar en Patti Smith, como ella solía pensar acerca de Jeanne Moreau, una de sus heroínas. “Es tan contenida. Podría empezar un incendio forestal”, escribió en la revista High Times acerca de Moreau, en 1977. “Es como si su intelecto estuviera en movimiento.”
Y entonces recuerdo el origen de su ojo desviado. Cuando tenía 7 años, o eso cuenta la historia, Patti tuvo escarlatina. Sufrió alucinaciones y veía doble, y tuvo que usar un parche en el ojo por un tiempo. Recopiló sus alucinaciones febriles en un diario. Y aprendió a hacer pis parada, porque cuando iba al baño tarde a la noche, siempre veía dos inodoros en vez de uno, e invariablemente se sentaba en el equivocado: parada, al tenerlos más lejos, distinguía cuál era el real y cuál el doble. Más tarde, sus alucinaciones se convirtieron en poesía; su destrucción de tabúes un acto sobre el escenario y una forma de vivir. Arthur Rimbaud, el poeta romántico francés –su musa vagabunda– no vivió para ver un cambio de siglo. Pero Patti Smith sí. “Tuve y tengo una gran vida”, dice. “Sufrí pérdidas tremendas, pero aun así puedo decir que tengo una vida bastante buena.” Tiene esperanzas en el futuro. “Que venga, que venga el tiempo de nuestros sueños”, escribió Arthur Rimbaud en La Canción de la Torre Más Alta. Son las palabras que eligió Patti Smith para la última página de su libro.

MEL STEELThe Guardian,
derechos exclusivos de Página/12
Traducción: Mariana Enriquez