Cómo cuesta respirar con este peso en la espalda. Es como si
la lluvia se juntara en decenas de cantimploras atadas al cuello. Al
tercer día de tormenta soy un buzo administrando la respiración
hasta que la luz de la superficie me abra los ojos otra vez. ¿Será
que me estoy poniendo vieja? Hace algunos años hubiese estado
encantada con los días grises, tal vez para no sentir el contraste
de un ánimo siempre negro con el día radiante, esos que
veía desde la ventana odiando a cada deportista, a cada mimo,
a cada familia feliz. Ahora necesito la luz como el aire, la necesito
en la piel como una caricia. Ahora la lluvia me encierra en un cuartito,
adentro de un laberinto de oficinas, adentro de una ciudad sin horario.
Si por lo menos pudiera encender un fuego, algo que seque el alma de
tanta tentación líquida, tal vez no tendría este
ánimo preparado para la desgracia, como si alguna amenaza fuera
a destruir el mundo, a detener el ritmo de las cosas. El rugido de la
tormenta me obliga a agachar la cabeza, es un grito que me recuerda
cuál es mi tamaño en el universo: invisible. No está
mal sentirme vulnerable, últimamente la omnipotencia me marea,
me deja fumar como un murciélago, olvidarme de tomar las pastillas.
Esas cosas que mil veces no debo olvidar. Y es tan fácil. El
valor de la vida es bastante difuso la mayor parte del tiempo, sólo
se cristaliza frente al peligro (o frente al amor, que a veces es lo
mismo). Y también con el trabajo de hormiga de un ejercicio de
conciencia que no deje olvidar que el tiempo es ahora. Un ahora que
no protegen las pastillas porque el cielo ruge y la ciudad es una trampa
de cajas de electricidad que explotan, de recuerdos de crímenes
sin castigo que todavía amurallan las escuelas judías
y la Plaza de Mayo con sus Madres, y a alguno más todavía
lo obligan a cuidarse de lo que habla por teléfono. Esta fragilidad
no tiene nombre y apellido. A mí tal vez me toque paralizarme
porque alguien me dice que se contagió vih y cada noticia de
esas me hace pensar que todo empieza de nuevo, la amenaza fantasma,
el cuerpo que se rinde. Pero a alguien más le toca mirar a sus
hijos en silencio y administrar la miseria mientras el techo se pierde
en el viento como polvo, y alguien más, el domingo, caminará
sobre los escombros de la AMIA que no removieron con un nuevo edificio.
Es nada más que el peso de la tormenta como una cortina de metal
cercando la certeza de que la huella de nuestro paso también
será lavada por la lluvia del tiempo. Y que entonces no hay más
respiro que éste ahora que tomo como una bocanada, antes de sumergirme
de nuevo en el océano de lo cotidiano.
MARTA
DILLON