Hay un duelo sin fin al que me resisto. Me miro en el espejo otro
ejercicio interminable y me cuesta reconocerme. Por estos días
son las formas las que me asaltan, como si pertenecieran a alguien más
que ocupa mi lugar en el espejo, alguien con quien tengo que identificarme.
Soy yo. Tengo una panza redonda que acaricio como si estuviera embarazada.
Es un acto reflejo ese cariño por esta forma que rechazo, que
hace tambalear las seguridades que construí sobre mi cuerpo.
Los médicos la llaman lipodistrofia, una acumulación deforme
de las grasas sobre el adobmen y los pechos, en el caso de las mujeres,
que ocasiona el bendito cóctel que controla la reproducción
del virus en mi cuerpo. Un efecto colateral menor que funciona como
un alerta permanente. Como tomarse las pastillas. Todos los días,
sin más escapatoria que una transgresión momentánea
que después vuelve en pesadilla. Ya no soy la misma persona que
era antes de recibir mi diagnóstico. Nunca volveré a ser
la misma. Ese es el duelo interminable. Puedo aparentar que igual. Incluso
puedo decirme, y no me equivocaría, que ese duelo también
lo traen los años, crecer obliga todo el tiempo a dejar alguna
cosa atrás, una certeza, un sueño que ya no se va a cumplir,
la ilusión de la inmortalidad y del tiempo infinito sobre el
que diseñamos excursiones fantásticas, familias numerosas,
éxitos personales. Pero el tiempo pasa y lo reconocemos finito,
finito como un cabello de ángel en la sopa del universo. Igual
que cuando nació mi hija, saber que tendría que aprender
a vivir con vih fue como tomar conciencia que estaba subida en el expreso
hacia la muerte en el que viajamos todos, un reloj cuyo tic tac es más
claro cuando el destino se dibuja posible. Ese cuerpo que me devuelve
el espejo me recuerda alguna muerte ya pasada y otra que se avecina.
Hay un personaje que tengo que dejar caer como la ropa que ya no me
queda cómoda. Ser joven y bella es una seguridad efímera
y sin embargo me cuesta dejarla ir. Por supuesto hay cosas que podría
hacer para conservar esos rasgos que creo propios, con los que me identifico.
Pero ese trabajo no funciona para mí como un deber. No puedo
dejar de tomar alcohol porque me lo dice el médico o porque así
adelgazaría. Son tantos los argumentos para defender estas redondeces
que el deber se cae como una pera madura. En realidad el trabajo es
desarmar esa consigna y ver de una vez por todas qué es lo que
quiero, cuáles son mis seguridades, cuál es el duelo posible
y cuál el rescate. Pero en todos los casos me tengo que asomar
al abismo del tiempo limitado en el que quedaron algunas cosas perdidas.
Cosas por las que tengo que llorar porque así es la vida, y a
ella me abrazo para mantenerme firme como un junco en el río
que la corriente sacude.
MARTA
DILLON