Tengo miedo de las madrugadas que me arrancan del sueño con una
lucidez insoportable. Por la ventana llegan los matices del amanecer,
el lento despejarse de la noche cerrada, los manoteos del sol para imponer
el día. No debiera estar despierta a esta hora, el sueño
apenas me acunó un rato, forzado por la lectura, el vino, el
humo. Pero nada alcanza para retenerme en ese terreno de la inconciencia.
La lucidez es mi perseguidora, no puedo zafar de su marca. ¿Debería
agradecerlo? A veces creo que sí, otras cierro los ojos con fuerza
y espero, como los niños, que todo desaparezca a mi alrededor
y yo misma me borre del mundo con mis dolores y mis problemas. Pero
no, no puedo olvidar lo que voy aprendiendo, lentamente, con pasitos
de bebé, hago mi camino hacia adelante con el cuello algo torcido
por la nostalgia. Y bueno, me digo a cada rato, qué vamos a hacer.
Y la pregunta insiste, insiste. ¿Qué voy a hacer para
que no venza el sinsentido de despertarme todos los días en contra
de mi voluntad? Estoy viva, estoy viva y eso debería ser suficiente.
Pero también en nombre de la vida se dicen cada cosa. Se habla
del aborto como el asesinato de bebés inocentes, nada se dice
de las mujeres que mueren como moscas o de los mismos niños,
niños porque ya nacieron, que mueren de hambre, de enfermedades
curables, de abandono. Ni hablar de la guerra que se plantea contra
los delincuentes que ya no merecen nada, ni la vida. Sí, la vida,
la vida. Respirar porque mientras eso sea posible todo lo demás
también. Y sin embargo este estar despierta es agotador, no tiene
consuelo y no lo busca. En todo caso se podría pensar en salir
de mí, dejar de dar vueltas sobre mi ombligo, mirar al costado,
más allá de mi ventana. Hacer algo por otro, otro que
ni siquiera lo agradezca que no me sobe el lomo para decirme que estoy
haciendo lo correcto. Ni siquiera pensar en lo correcto. Dar, para perder
la medida de mi tragedia que al fin y al cabo no es tan grave. Respiro,
retengo el aire, lo que no sale se ahoga, lo que no doy no puede volver
a mí.
MARTA DILLON