Está bien, puede ser que yo sea irresponsable, desbolada y bardera,
si se quiere. Es cierto que la rutina no es lo que marca mis días,
y que los hábitos de largo alcance en lugar de darme seguridad
me traigan la idea de que lentamente estoy cavando mi propia fosa. Pero
también es cierto que tomarse las pastillas no es fácil.
Pongamos un ejemplo cualquiera. Alguien llama para salir a comer, o
ir al cine y después a comer, un clásico. Todo muy lindo
hasta que una vocecita interior dice llegó la hora, hay
que sacar el pastillero, poner sobre la mesa las siete grageas de la
noche y tomárselas de una vez. Eso es lo que dice la voz
interior que rápidamente es retrucada por otra voz, sensata también,
que indica que no es momento, que el caballero de turno puede sufrir
una impresión si ve que por esa boquita entran todas esas pastillitas
aunque nunca falta aquel que también puede leer alguna
promesa en una boca tan ancha. Pero claro, la primera cita empezará
con las explicaciones del caso y toda esa conversación romántica
derivará en los pormenores de la vida con vih y los rechazos
tan temidos y etcétera, etcétera. Igual en algún
momento habrá que decirlo, podría apuntar alguien con
sentido común, pero éste no es el único caso en
el que se plantea la dificultad. Otro ejemplo. El despertador no suena,
no hay tiempo para el desayuno, mucho menos para acompañar las
pastas con algo en el estómago. Las dejamos para el mediodía.
Pero claro, a esa hora estamos en medio de la jornada laboral y es probable
que el almuerzo se limite a un yogurcito y que en el apuro nos olvidemos
de las malditas ya se sabe qué. Háganme acordar
que me tome las pastas, suelo decir en un llamado desesperado
a la solidaridad. Y en el minuto siguiente me contestan: Tomate
las pastillas. Pero yo necesito que me lo recuerden cuando yo
no me acuerdo. Por supuesto es imposible pedirle al resto del mundo
que tenga en cuenta lo que para sólo para una es vital. Pero
lo necesito, qué voy a hacer, dependo un poco de ese gesto desprendido
de tantos amigos y amigas que cada tanto me recuerdan, con la paciencia
perforada por mi falta de memoria, que me tome las pastas, que no me
puedo descuidar, que me siente cinco minutos, me coma algo y me las
fucking tome de una vez. Por eso éste es un llamado a la solidaridad,
a la de todos aquellos que viven con quien tiene vih, porque si algo
he aprendido en estos años es que sola no puedo aunque
a veces haya que poder y que sin ese amor que me rodea y me protege
apenas si podría levantarme cada día.
MARTA
DILLON