El insomnio me saca de la cama, pero a cambio me entrega esta rutina
de las mañanas, cuando por fin puedo abandonarme a la vigilia.
Entonces me calzo, me abrigo y recorro el laberinto de mi casa. Por
esta época puedo salir al jardín, controlar el proceso
de las plantas y sentir que la primavera va a besarme otra vez. Y le
temo. Tengo tanto miedo de la vida como de este encierro. Es tonto decirlo,
pero creo que estoy más acostumbrada a acariciar mi dolor que
a dejarlo partir, tal vez porque este desamparo es un viejo conocido.
Una pareja de toda la vida que entiende cuál es mi lado de la
cama, mis mañas, mis desconciertos. La primavera empuja los brotes
verdes, promete tardes de sol, otro color para mi piel. Pero yo tengo
miedo. Miedo de que la euforia de todo renacimiento me deje otra vez
al costado del camino, cercada por las flores marchitas de una alegría
efímera. Esta es la verdadera cobardía, no poder decir
lo que me atora la garganta porque no tengo seguridad sobre lo que voy
a recibir a cambio. ¿Entonces qué? Me condeno al silencio,
sello mis labios, suelto el lastre y me quedo cómodamente instalada
en el sopor de las dudas. Lo no dicho guarda tanta esperanza como desilusión
y a ese sueño me entrego hasta que llegue quien me bese en los
labios. Y sé que es mentira, que nadie me va a rescatar de mis
propios temores, nadie va a decir por mí lo que empuja en mi
pecho, nadie puede entender lo que celosamente trato de ocultar. Pero
es tan duro quedar expuesta como una niña que después
de su primera fiesta sueña con que todos bailan a su alrededor
mientras ella está desnuda. Estos, mis sentimientos, no soportan
la intemperie. Tengo que ser una chica fuerte, no pueden importarme
las largas especulaciones nocturnas, ni siquiera llegar a casa a la
madrugada, bajarme del auto y abrir el portón en esta calle del
conurbano bonaerense. No sé pedir, o mejor, sé hacerlo
en puertos estériles, sé insistir sobre los amigos que
tanta paciencia me tienen. Pero no puedo atravesar las barreras que
la experiencia bajó para mí. Muchas veces he desafiado
todo lo que estaba impuesto, pero apenas puedo plantear un desafío
contra mi temor a ser rechazada, a no encontrar en otro el reflejo de
mi deseo como si sólo se tratara de una ecuación matemática
que responde siempre a los mismos parámetros. Las generalidades
nunca son ciertas, ¿entonces por qué creo siempre que
este virus que casi ya no circula en mi sangre es la fuente de todos
los temores ajenos? ¿Por qué me siento marginada del placer?
Aunque íntimamente no piense que yo me margino sino que me dejan,
me dejan atrás como a una muñeca rota que ya tuvo su momento
de esplendor. La experiencia del rechazo es difícil de asimilar,
¿cómo separarme yo misma del virus? ¿Cómo
no esperar otra vez ese golpe en los dientes que nos deja sin habla,
sin fuerza? En esas experiencias construí la máscara de
mi sonrisa indestructible, a pesar de todo sigo deseando las caricias
que confirmen los contornos de mi cuerpo. Pero, ya sé, soy una
chica difícil. Y le temo a la primavera aun cuando los brotes
de mi jardín me llenen de promesas.
MARTA
DILLON