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Jueves 16 de Septiembre de 1999

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Historias de viajeros: en el albergue, el camping o cómo se quiera y pueda

 

Alguna vez, lo habrás hecho. Y si no, deberías. Viajar se convierte en una de las experiencias más interesantes que puede vivir un joven mental, donde sea y como sea. Aquí, una conjunción de relatos, información útil y pequeñas anécdotas de la vida cotidiana de quien decide salir de casa, al menos por un tiempo, y lanzarse al camino.

CRISTIAN VITALE

Un hipotético Manual de estudios sobre el viajero indicaría que hay tres maneras de viajar. Cada una, según su forma de asimilar el mundo y sus paisajes. Por lo general, el estudiante, universitario y público, es acampante. Incursiona hacia lugares inhóspitos en tren de aprendizaje y disfrute. Fundamentalmente lo hace en grupo y con guías. Otros, más solitarios, optan por una conexión mística entre el yo y la naturaleza. Este tipo de viajero tiene más experiencia y prescinde del grupo. Siempre lleva su carpa en la mochila y utiliza los albergues con asiduidad, aunque nunca abandona el camping. Es decir, es acampante solitario y/o alberguista. La otra especie es la del turista. Jubilado, adulto o joven, el turista compra un paquete, se cuelga la cámara, sigue al rebaño y, cuando vuelve a casa, está tres meses mostrando fotos. Es, de las tres clases de viajeros, el que más plata gasta, el menos aventurero. Su lugar es el hotel y cuanto más cómodo, mejor. Los guardaparques, cronistas autorizados en materia de viajes, conocen cómo actúa cada clase de viajero. A cualquiera que se consulte, la respuesta es inmediata: “El acampante es educado, el mochilero cuida la naturaleza y el turista la destruye”, dice Julio, guardaparques patagónico.


Historias
de alberguistas

La Asociación Argentina de Albergues para la Juventud ofrece una buena alternativa para el viajero solitario. Unos 7500 socios tienen derecho, tras adquirir la tarjeta, a utilizar las instalaciones de los 25 albergues que existen en el país. Los más concurridos son los del sur –entre Chubut y Santa Cruz hay siete–, pero también se puede hacer base en Tilcara, Humahuaca, Puerto Iguazú o San Miguel de Tucumán. Si bien la Asociación está intervenida por la Justicia desde el 8 de febrero, por denuncias contra la anterior comisión directiva –se la acusa de librar cheques sin fondos y de falta de pago de expensas, entre otros cargos– nada impide que la Asociación siga emitiendo la tarjeta que convierte al viajero en alberguista. Los precios para pasar la noche ahí, luego, oscilan entre 8 y 12 dólares y depende de la elección: las habitaciones simples son más caras que las compartidas. Una de las ventajas es que la actividad en común de los albergues está reglamentada con una serie de normas básicas, que se extienden al resto de Latinoamérica. El alberguista está obligado a mantener limpio el lugar y, a su vez, está protegido las 24 horas por personal de seguridad.
“Después de las 12 de la noche no podés hacer ruido. Y, si comés adentro, tenés que dejar todo limpio. A veces te dan una llave para venir a la hora que quieras y, si no te la dan, tocás el timbre. Lo que no podés es tener relaciones sexuales en las habitaciones compartidas ni tomar alcohol. Para eso están las habitaciones simples. La ventaja de los albergues es que te permiten viajar solo, porque enseguida te hacés amigo de gente de todo el mundo, jóvenes y no tanto. Antes, la tarjeta se emitía sólo a estudiantes, pero ahora la edad no es excluyente”, cuenta Vicente, un viajero que puede jactarse de conocer (casi) todos los albergues del país. “Yo conocí a un israelí en Brasil y el tipo me llamó un día para invitarme a hacer un viaje por Medio Oriente. Las amistades son muy importantes. Si un día me quiero ir a Río de Janeiro, le escribo a un amigo de allá y le digo que me espere en la estación. Nunca falla”, agrega Tony, que conoció a Vicente en el albergue de El Chaltén, desde donde se contempla el pico del Fitz Roy.
Las relaciones humanas que se dan en plena aventura prescinden de polémicas ideológicas, religiosas o políticas. En plena era global, son pocas las experiencias que permiten tal comunión de ideas. Tony llegó a reunirse con musulmanes, israelitas y franceses, y jura que no presenció litigio alguno en 15 días de convivencia. Las diferencias pasan por otro lado. Entre alberguistas americanos y europeos son de tipo sexistas. Engeneral, las mujeres americanas no viajan solas, lo hacen siempre en pareja. En cambio, hay muchísimas europeas “rubias y hermosas” dando vueltas por el mundo, sin otra compañía que una mochila y casettes de Bob Dylan. Gabriel, otro alberguista, conoció a una española que tenía un novios en cada puerto: “Tenía novios de todos los colores y, por supuesto, no pagaba un mango en ningún lado”. “Pasan cosas muy locas –sigue Gabriel–; una vez, en Salvador de Bahía, llegué al albergue y había un tipo tomando mate. Estaba serio, pero yo me puse a hablar igual. Los dos hablábamos, por supuesto, en portugués. Estuvimos 20 minutos así y de repente me preguntó de dónde era. Cuando le dije que era argentino, la reacción fue inmediata ‘escucháme culeao, yo soy de Córdoba’. Fue algo absolutamente pelotudo. Inmediatamente, el tipo se puso a contar chistes cordobeses.”
Por más que el alberguista se identifique ante todo como ciudadano del mundo, los rasgos de nacionalidad permanecen en cierto grado. En el triángulo que conforman Brasil, Chile y Argentina, es imposible no hablar de... Fútbol, claro. Por lo general, es el tema de conversación para romper el hielo. “Hay dos cosas que les calientan a los chilenos: el fútbol y la Laguna del Desierto. Son cerradísimos, igual que los brasileños. Pero cuando se abordan temas cotidianos, te das cuenta de que tienen los mismos problemas y los mismos vicios que vos. Una vez, en un albergue de Brasil, me puse a mirar la tele con amigos de todas partes. Y todos mirábamos sin sorpresa a Faustao, un gordo que pesa 110 kilos y hace las mismas boludeces que Tinelli. O sea, es todo lo mismo”, aporta Tony. Los picados de fútbol, en cualquier albergue, también están a la orden del día: “Recuerdo haber jugado un partido en una playa de Brasil con tres gringos. Era imposible marcar a dos de ellos, porque hacía 10 días que no se bañaban con 40 grados de temperatura promedio. El olor a chivo de los tipos provocó que, como argentinos, nos tuviésemos que comer una terrible goleada. Por supuesto, nuestro orgullo terminó por el suelo. Hicimos quedar mal al país...”
Otro rasgo marcado de los alberguistas es la tendencia a “socializar” las cosas. Por lo general, se vive a la bohemia. Se va y se viene. Pero de vez en cuando aparecen personajes atípicos: “Una vez, en San Salvador, conocimos a una chica. Era una alemana que estaba vacacionando en la isla de Itaparica con sus padres y decidió hacer una aventura sola por América. En el albergue estaba yo, había un comunista uruguayo que se había casado con una yanqui y se dedicaba a vender artesanías, un arquitecto que había abandonado la carrera y le gustaba escabiar, y un brasileño geógrafo. Todos salíamos de noche, íbamos a las macumbas. Y de repente cae esta mina, rubia, quemada y con una mochila de buena calidad. Resulta que le cobraban el triple de guita en todos lados porque no sabía viajar, no era alberguista. Se tomó un avión y se volvió a su casa”.
En la Patagonia es muy usual ver a ingleses, alemanes o franceses paseando por sus hermosos parajes. Sergio, médico y mochilero desde siempre, advirtió el detalle mientras “pateaba el sur”, con su novia Isabel. “Los gringos son bastante pedantes, se sienten los patrones de la estancia. Yo viajé desde El Chaltén hasta Perito Moreno con una combi. Son como 600 kilómetros y tardás más de doce horas, porque es todo ripio y desolación. En la combi, había un cordobés, dos choferes argentinos y dos ingleses, que estaban en una posición de raza superior. Y todos nosotros tratábamos de hacerle gracia, traduciéndoles al inglés chistes cordobeses. El guía, que la tenía bien clara, nos alertó por el hecho de que estábamos todos pendientes de lo que los ingleses podían pensar y ninguno hacía la nuestra. Yo después pensé ‘loco, la Patagonia es nuestra, no de Benetton’.”
Sergio confirmó su teoría en un albergue frente al mar en Brasil. “Había dos minas alemanas alberguistas y nos vinieron a saludar. Eramos unisraelí, un alemán, un brasileño (los tres blancos) y yo, negro. Las minas vinieron, saludaron a todos y me saltearon a mí. El israelí enseguida me dijo: ‘vos sos muy negro para ellas’. Efectivamente, creo que por eso no me saludaban.”
Otro rasgo que diferencia americanos de europeos es la predisposición a la joda. En los albergues hay un ambiente festivo constante. Nadie tiene problemas en coparse en hacer un baile, se engancha todo el mundo. Pero la cosa es diferente cuando se comparte la habitación con un alemán, por ejemplo. “El tipo se quiere levantar a las seis de la mañana para ir a caminar y no podés despertarlo a cualquier hora”, es el diagnóstico general.
En Europa, los albergues cuestan el doble que en América, entre 15 y 30 dólares. Pero la tarjeta anual –llamada Hostelling International– es más barata y habilita para alojarse en los más de 4500 que existen en el mundo. También existen albergues independientes, que se separaron de la Asociación y brindan servicios a contingentes de otro tipo: con tarifas que varían, aunque no tanto, del más común y popular de todos.


Historias
de mochileros

¿Quién no soñó alguna vez con calzarse la mochila y fugar al mundo?: Bien de pibes, están quienes cumplieron ese ¿sueño?. Bordeando el río Atuel, en Mendoza, escalando el Aconcagua, vendiendo artesanías en El Bolsón, o contemplando el Valle de la Luna en San Juan, los mochileros forman parte del paisaje natural de la Argentina, casi desde la misma época en que Spinetta cantaba “Rutas argentinas”. Son los viajeros más experimentados. Nada los sorprende. Gustan acampar junto a los lagos, sin más que la compañía de la luna o el sol. Su conexión con la naturaleza y su belleza es directa y sin mediaciones. Los ortodoxos hacen dedo, pero otros toman micros o usan autos. Fernando forma parte de la legión de automovilistas mochileros: “Una vez me fui con los chicos a Puerto Madryn. Estaba con un 147. Ellos se vinieron a Baires y yo me fui solo a Rawson, a una playa que estaba arriba de un acantilado. Paré el auto atrás de un montículo de tierra para guarecerme del viento, que sopla siempre desde el mar. De un lado veía ponerse el sol en el desierto y del otro, veía cómo salía la luna del mar. Había toninas, pingüinos y toda clase de pájaros. Decidí quedarme, tenía carpa, cocinita de campaña. A la noche, leía en el auto, lo único que escuchaba eran zorros. A la mañana pescaba, comía pejerreyes y hasta pesqué un pulpo para comerlo a la luz de la luna. Estuve 3 días completamente solo. La población más cercana estaba a 40 kilómetros”.

Historias
de acampantes

En la Universidad de Buenos Aires funcionan grupos que organizan viajes para estudiantes. Sin fines de lucro –sólo cubren gastos mínimos–, van a Mendoza, Santa Cruz, Neuquén y Río Negro en las vacaciones de invierno, verano y fines de semana largos. Los contingentes no superan, en promedio, las 50 personas por viaje. Aunque la cantidad depende del destino. Las actividades que realizan esta clase de viajeros también dependen del lugar. Caminatas, ascensos, rafting, cabalgatas y mountain bike son las preferidas. También hacen fogones, veladas, contemplan atardeceres, lunas menguantes, luna llenas, caminatas sin linternas, o simplemente se acuestan en un paraje abierto a mirar las estrellas.
A diferencia de la onda albergue, se ven muchas chicas solas. A veces, superan en cantidad a los chicos. En cuanto a las tarifas, un viaje de 10 días al Tronador cuesta 250 pesos, el mismo tiempo a Villa La Angostura, 260. Y el más caro es el que recorre los Hielos Continentales, Puerto Pirámide, Comodoro Rivadavia, Caleta Valdez, El Calafate, Perito Moreno, El Chaltén, Puerto Madryn –en donde se arma una gran fiesta gran con chivito y champagne incluido–. Todo por 460 pesos.
Los coordinadores, por lo general, son graduados de la UBA, que comenzaron la actividad hace varios años. El objetivo de los viajes es principalmente educativo e integrador: “Van 40 desconocidos y vienen 40 amigos, hasta hubo gente que se conoció en los viajes, se casó y tuvohijos, jugando al amigo invisible”, cuenta Graciela, coordinadora, profesora de Educación Física y atleta. El acampante debe llevar entre sus elementos una buena bolsa de dormir, todo tipo de vajilla personal, elementos de higiene, linterna de luz fuerte y zapatos de trekking “caminados”. La organización, por su parte, provee carpas, accesorios de camping y elementos de sanidad, entre otras cosas.
Entre las experiencias intensas, Graciela destaca una caminata hacia el último refugio del Cerro Tronador: “Era un día hermoso, llegamos al refugio y dormimos afuera. Eran las 3 de la mañana y no veíamos a Las Tres Marías de la cantidad de estrellas que había. Parecíamos todos hermanos. Fue muy loco, porque yo era la primera vez que hacía ese camino. Lo sabía en teoría, pero empezó a atardecer en millones de colores, se hacía de noche y no llegábamos al refugio. Decí que los pibes, que eran como 40, me tenían la reconfianza. Hasta que vi un helicóptero, a 700 metros y dije ‘zafé, acá hay vida’. Los pibes estaban muertos, habíamos estado 4 horas y media caminando. Cuando llegué, a 2500 metros de altura, le prometí a la montaña que jamás haría un camino sin conocerlo. Los pibes lloraban de alegría. El cocinero preparó una salsa espectacular con hongos para comer polenta. Y el refugio era increíble. El dueño tenía 200 velas, todas prendidas”.
En el Cerro Tronador hay tres picos: el internacional, el argentino y el chileno. Y siempre hay litigio. Un monolito divide la Argentina de Chile. Y es muy usual que soldados de ambos países lo corran algunos metros para plantar soberanía. Los acampantes suelen convivir con la vida ascética de los soldados que, a las 3 de la mañana, comienzan con las actividades estratégicas de rutina. “Es medio pesado. A veces estás durmiendo y escuchás ‘¡sí mi general, tengo un kilo de yerba, 40 barras de chocolate y tres kilos de azúcar!’. Todos a los gritos, y así no podés dormir”, se queja Rubén, que pasó por la experiencia.
El deleite de los acampantes también pasa por dormir a orillas de un lago “si el clima lo permite”. O por realizar juegos de integración, compartir diarios de viaje y chismes. Los grupos suelen ponerse nombres, que generalmente tienen que ver con algún integrante: “En uno de los grupos, como había un chico que se parecía a Leo Sbaraglia, le pusieron La pucha que vale la pena estar vivo”.
En los viajes hacia los límites con Chile, algunos suelen llevar banderas argentinas, aunque se mantienen en actitud respetuosa para con los ciudadanos del país limítrofe. Uno de los problemas más frecuentes es que a veces, en los campings, no hay agua caliente y los acampantes pasan muchos días sin bañarse. Pero la convivencia entre chicos y chicas supera las reminiscencias hippies y se transforma en necesidad o algo así. Confirma Graciela: “Es muy importante que el contingente sea totalmente mixto. Imaginá lo que serían 13 días con varones solos o chicas solas. Te matan. Por experiencia, afirmo que un grupo no puede convivir mucho tiempo si no existe esa copada relación entre los sexos”.