Una palabra empuja en mi boca, boca que besa y que nombra. Aunque no
pueda decir ésta, la palabra que oculto, de la que huyo. Una
palabra me delata y entonces la condeno a silencio. Que hable el cuerpo
su idioma de líquidos, que la boca se llene de su agua, que todo
lo que está vacío se sacie, que huecos y molduras se completen,
pero que no la nombren, que no digan lo que escondo porque entonces
ya no habrá salida para mí. No habrá más
que volcarme boca arriba, desparramando el pelo como una medusa en la
corriente de un río que me arrasa. Esos besos sin más
nombre que la sed son suficientes por ahora para que estalle de alegría,
para poner otras palabras en lugar de la que se enmascara en las caricias,
otras dichas al oído conforman al estruendo de este choque de
planetas. Que el miedo siga su mapa de dudas, eso ya no importa. De
mis miedos no quiero hablar, aunque el silencio lo haga por mí.
Por el momento está bien recuperar el vaivén que me acuna,
me acaricia por dentro, casi inerte mi cuerpo en sus manos sabe hablar
mientras la boca calma su sed y la recupera en el mismo instante. De
esta palabra que callo afronto las consecuencias. Ya nada me protege
de estas ganas de pedir más y más postre, de este regalo
que el paladar saborea cuando ya no tiene hambre. No tengo más
refugios, no hay protección posible contra este virus que socaba
cada gesto impostado, cada uno de esos muros que yo también construyo.
Y derribo. Llevo un manojo de emociones entre las piernas que se abre
en el pecho y le dan al corazón un vuelo de pájaros atolondrados
que golpean las alas contra los cristales. Porque ahora yo soy transparente.
Además, ¿a quién le importa lo que se diga cuando
la piel ya habló en su idioma? Es ocioso este temor que intenta
velar lo que ya quedó a la intemperie. Al menos para mí,
se ha derrumbado el último refugio. Ya no me queda ningún
discurso sobre los miedos ajenos, ya no encuentro en el vih un buzón
donde depositar mis quejas. Ahora soy yo, una mujer enfrentada a lo
invitable de las emociones, su capital y su pérdida. Ya no puedo
andar vestida de banderas que se agitan con pocas y repetidas consignas.
No más temores puestos ahí donde no me pertenecen. Ahora
callo mi palabra de poder y no te nombro. Porque hacerlo sería
menospreciar ese otro lenguaje de resuellos y jadeos, esa confusión
de saliva que cura las heridas y las abre. A lo que temo me enfrento.
En silencio. Tal vez porque lo mismo que me libera de los fantasmas
que me cercaban me trae otros de nombres antiguos como el mundo, que
comparto y me dejan la ilusión de que ya no estoy sola con mis
miedos. En la grieta del amor nos acomodamos todos, por presencia u
omisión. Y en ella me acomodo aunque la boca me traicione y entre
beso y beso libere eso que no debe ser dicho, pero empuja. Que hable
el cuerpo ese su idioma obsceno que me conmueve como un temblor de tierra,
que de la herida entre mis piernas se escapen los suspiros que le ponen
voz a nuestra danza. Y que se caiga el mundo. Aunque después
huya y calle lo que de todos modos ha sido dicho.
MARTA
DILLON