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Jueves 23 de Septiembre de 1999
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He tenido sueños que fueron realidad. He gozado y he padecido de lo mismo. He hablado con las palabras de otros porque la emoción me impide exigirle al lenguaje que vaya más allá. Ahora me contento con el rumor de las teclas como si ellas anduvieran solas su camino y por él me arrastraran como flotando sobre el agua. La felicidad me envuelve y yo sigo sintiéndome una extranjera en esta pampa de luz. Tengo el corazón tan grande que ya no me pertenece. Pero intento retenerlo, como intento tomar entre mis dedos los hilos del tiempo para no tener que enfrentarme otra vez a la verdad que acusa desde el otro lado de la euforia. ¿Acaso no se trata de eso el amor? ¿De contar el tiempo antes y después del encuentro? ¿Y qué hago entonces con los intervalos? De eso se trata el aprendizaje, creo. El mío al menos. De dejar partir lo que la avidez me pide llevar sobre mi cuerpo como un tatuaje, un abrigo, piel sobre mi piel, el preludio de la hoguera. Así, en llamas, es imposible la vida. Aunque ahora no imagine otra manera de estar en pie, más que como esta tea que arde y convoca a las pocas palabras del deseo (tengo la boca seca, dame tu agua). Imposible como fijar la belleza en este papel, como sostener el instante del alivio, como conservar en la retina el vuelo de una estrella fugaz. Imposible como llevar en el pecho este arsenal de cañitas voladoras que estallan sin aviso, en cualquier parte, y dejan en mi cara el rastro de una sonrisa insoportable. Imposible, sí, pero así me empujan las teclas por la pantalla, así las piernas me llevan de aquí para allá, como si no hubiera otro destino para mí que esos brazos. Sí es verdad, la estrella refulgente tendrá que donarnos su rescoldo y con esa chispa encenderemos pequeños instantes nuevos. Pero hasta aquí, todo. Hasta aquí la pena y la gloria de haber vivido y de haber sobrevivido. En estas manos que piden al calor un intervalo (que no quieren que no pueden tomarse) está la casa del dolor y su bálsamo, están los amores que me enseñaron a amar, están el silencio y la palabra. Sin los mapas que trazó mi propio desconcierto en este mundo, sin la ira que a veces grita su desconsuelo, sin mis queridos muertos, no podría ahora estar encontrando todo el tiempo el brillo del sol como un cristal en el pecho, el paso de las nubes como barcas cargadas de ofrendas a los dioses, en cada brote esta pulsión por abarcarlo todo con mis dos brazos. Este parece ser el momento de las razones, si he muerto alguna vez es para vivir ahora esta vida. Si me enfermé habrá sido para protegerme de la lenta corrupción del letargo. Cada acto se vuelve una cuenta en el hilo del que cuelga esta diadema (tu perfume, mi amor). En los tigres de la noche que rondan esta alegría que ofende de tan escandalosa, miro como en un oráculo. Porque lo que vendrá será bienvenido. Y no hay errores. Me voy a la aventura, dejo mi lado salvaje (ese que a dentelladas desgarra el brazo que lo sujeta a su encierro) como centinela en esta jungla ciudadana. Me voy en busca de lo que sólo se encuentra bien adentro. Adentro y hondo. Bien adentro.

MARTA DILLON