He tenido sueños que fueron realidad. He gozado y he padecido
de lo mismo. He hablado con las palabras de otros porque la emoción
me impide exigirle al lenguaje que vaya más allá. Ahora
me contento con el rumor de las teclas como si ellas anduvieran solas
su camino y por él me arrastraran como flotando sobre el agua.
La felicidad me envuelve y yo sigo sintiéndome una extranjera
en esta pampa de luz. Tengo el corazón tan grande que ya no me
pertenece. Pero intento retenerlo, como intento tomar entre mis dedos
los hilos del tiempo para no tener que enfrentarme otra vez a la verdad
que acusa desde el otro lado de la euforia. ¿Acaso no se trata
de eso el amor? ¿De contar el tiempo antes y después del
encuentro? ¿Y qué hago entonces con los intervalos? De
eso se trata el aprendizaje, creo. El mío al menos. De dejar
partir lo que la avidez me pide llevar sobre mi cuerpo como un tatuaje,
un abrigo, piel sobre mi piel, el preludio de la hoguera. Así,
en llamas, es imposible la vida. Aunque ahora no imagine otra manera
de estar en pie, más que como esta tea que arde y convoca a las
pocas palabras del deseo (tengo la boca seca, dame tu agua). Imposible
como fijar la belleza en este papel, como sostener el instante del alivio,
como conservar en la retina el vuelo de una estrella fugaz. Imposible
como llevar en el pecho este arsenal de cañitas voladoras que
estallan sin aviso, en cualquier parte, y dejan en mi cara el rastro
de una sonrisa insoportable. Imposible, sí, pero así me
empujan las teclas por la pantalla, así las piernas me llevan
de aquí para allá, como si no hubiera otro destino para
mí que esos brazos. Sí es verdad, la estrella refulgente
tendrá que donarnos su rescoldo y con esa chispa encenderemos
pequeños instantes nuevos. Pero hasta aquí, todo. Hasta
aquí la pena y la gloria de haber vivido y de haber sobrevivido.
En estas manos que piden al calor un intervalo (que no quieren que no
pueden tomarse) está la casa del dolor y su bálsamo, están
los amores que me enseñaron a amar, están el silencio
y la palabra. Sin los mapas que trazó mi propio desconcierto
en este mundo, sin la ira que a veces grita su desconsuelo, sin mis
queridos muertos, no podría ahora estar encontrando todo el tiempo
el brillo del sol como un cristal en el pecho, el paso de las nubes
como barcas cargadas de ofrendas a los dioses, en cada brote esta pulsión
por abarcarlo todo con mis dos brazos. Este parece ser el momento de
las razones, si he muerto alguna vez es para vivir ahora esta vida.
Si me enfermé habrá sido para protegerme de la lenta corrupción
del letargo. Cada acto se vuelve una cuenta en el hilo del que cuelga
esta diadema (tu perfume, mi amor). En los tigres de la noche que rondan
esta alegría que ofende de tan escandalosa, miro como en un oráculo.
Porque lo que vendrá será bienvenido. Y no hay errores.
Me voy a la aventura, dejo mi lado salvaje (ese que a dentelladas desgarra
el brazo que lo sujeta a su encierro) como centinela en esta jungla
ciudadana. Me voy en busca de lo que sólo se encuentra bien adentro.
Adentro y hondo. Bien adentro.
MARTA
DILLON