MARTA DILLON
En
el bar, después de la medianoche, todo el mundo pregunta por
él. Lo esperan con ansiedad de novios adolescentes, picoteando
de mesa en mesa, a ver si alguien sabe algo, si lo vieron, si hablaron
con él. Alguien se asoma a la puerta, otea el horizonte, tambalea,
los tragos pasan y él se demora. Es su estilo, hacerse desear,
es lo que más le gusta de su oficio de dealer aunque siempre
tenga en la boca la queja lista. Es dealer porque la vida le jugó
sucio, porque los amigos lo traicionaron, porque ya sabemos, este sistema
de mierda no le hace lugar a su talento. Así que no le quedó
otra, lo suyo es andar vendiendo papeles por los bares, chiquitaje para
ofrecer cuando todos los kioscos han cerrado. Del negocio sabe lo suyo,
hace más de diez años que se dedica y puede jactarse de
no haber perdido nunca, conoce sus límites, no hace grandes movidas,
saca lo justo para cada día, lo justo de merca, lo justo de guita.
Pero el tiempo pasa y ya no es un pibe. La oportunidad ya pasó
frente a él como un tren bala que él miró desde
el andén de la estación Avellaneda, sin intentar colarse,
sabiendo de antemano que iba a fallar, o que no era para él,
que estaba hecho para grandes cosas: director de cine, empresario, marido
pobre de una mujer rica, sex symbol, vaya a saber, alguna actividad
en la que rinda su buen aspecto y dotes de artista. Tanto mirar al cielo
lo hizo tropezar y ahora arrastra el barro entre los pies sin dirigir
sus ojos al piso. Nunca quiso saber si tenía o no vih, lo sospechó
en algún momento y tuvo la mala suerte de cruzarse con una mujer
que después de vivir con él se hizo un análisis,
y tuvo que enterarse. Aunque en el mismo momento bajó la cortina.
El vih no existe, dice, entre saque y saque, aunque después de
unos cuantos años haya empezado a sentirse mal y una paranoia
nocturna le atenace la garganta cuando acostado boca arriba intenta
conciliar el sueño que la merca espanta. No quiere decirlo, pero
está preocupado. Mira sus desechos por la mañana sospechando
de su mal color. A la noche le duele el estómago y no se mira
en el espejo para no ver que los pómulos se le hunden sin remedio.
Porque él no cree en la medicina. Su soberbia le impide ir al
médico, monta una estructura ideológica para no saber,
para no ver, que algo le está pasando y que la vida misma se
le está escurriendo. No quiere saber porque dice que ahora no
puede cambiar de vida, que necesita la guita que hace de las tranzas,
necesita tomar para hacerlas. Y mientras sigue viendo pasar los trenes
sentando en un andén de la estación Avellaneda, intentando
convencerse de que no es que él no quiera detenerlos, sino que
son ellos los que pasan sin mirarlo.