Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
NO

todo x 1,99

Clara de noche

Convivir con virus
BoleteríaCerrado
Abierto

Ediciones anteriores

 

Jueves 1 de Junio de 2000
tapa
tapa del no

convivir con virus

MARTA DILLON

Hoy se cumplen 22 días desde que regalé mi último atado de cigarrillos. No se cuánto me va a durar esta empecinada voluntad, a veces ni siquiera recuerdo por qué dejé de fumar, es más, todo lo que recuerdo es lo mucho que me gusta echar humo. Desde que pasó la primera ansiedad y el brillo de los primeros logros, ahora que me voy acostumbrando a armar flotas completas de barquitos de papel mientras estoy sentada en cualquier bar, barquitos cada vez más chiquititos que se multiplican a medida que crecen mis ganas de fumar mientras charlo, qué mejor momento para fumar que mientras se conversa, se toma un trago, se espera la comida. Bueno, ahora que me voy acostumbrando, empiezo a darme cuenta justamente de eso: en qué momento exacto prendería un cigarrillo, cuántos vacíos llenaba ese acto mecánico y compulsivo que ahora me provoca una nostalgia de refugiada. Entonces tengo que recordar, tengo que hacer un verdadero esfuerzo por recordar que estoy intentando dejar de fumar porque quiero hacer algo concreto por mi salud. Porque no puedo manejar el destino o la paranoia que a todos nos asalta de vez en cuando, pero hay unas pocas cosas que puedo hacer, que están en mis manos y una de ellas es dejar de agredirme como si no me importara, como si me sobrara salud o aire o tiempo. Sé que a simple vista parece tonto, pero cuando empecé a acariciar la idea de dejar el cigarrillo me asaltaba una pena que me hacía lagrimear, me sentía de duelo, me costaba darme cuenta exactamente por qué. ¿Duelo por el cigarrillo? No exactamente, más bien vivía –vivo– la pérdida de la ilusión de la inmortalidad. Ya sé que suena ridículo, pero todos nos sentimos más o menos inmortales y cuando la muerte se nos acerca con sus certezas insoportables, las máscaras se derrumban y todo es tan frágil como esos barquitos de papel que dejo en todas las mesas. Tener que hacer algo por mí, por mi salud, es tomar conciencia de que mi salud necesita un esfuerzo extra, es tomar conciencia de la amenaza de la enfermedad. Y eso duele, para qué nos vamos a engañar. Me puedo hacer la canchera, pero duele. A todo el mundo le hace mal fumar, pero a mí me hace peor. Y a un montón de gente –asmáticos, colesterol alto, recuperados de infartos por decir alguna taradez que represente que sé perfectamente que hablar de mí o de los que como yo viven con vih no es ninguna cosa en especial– también. Y eso es lo que no se quiere recordar, que somos mortales, que tenemos la decisión de vivir en nuestras manos y que esa decisión muchas veces depende de quitarse el vestido de la soberbia y hacer un esfuerzo desde abajo. Haciéndose bien de abajo.