MARTA DILLON
Hoy
se cumplen 22 días desde que regalé mi último atado
de cigarrillos. No se cuánto me va a durar esta empecinada voluntad,
a veces ni siquiera recuerdo por qué dejé de fumar, es
más, todo lo que recuerdo es lo mucho que me gusta echar humo.
Desde que pasó la primera ansiedad y el brillo de los primeros
logros, ahora que me voy acostumbrando a armar flotas completas de barquitos
de papel mientras estoy sentada en cualquier bar, barquitos cada vez
más chiquititos que se multiplican a medida que crecen mis ganas
de fumar mientras charlo, qué mejor momento para fumar que mientras
se conversa, se toma un trago, se espera la comida. Bueno, ahora que
me voy acostumbrando, empiezo a darme cuenta justamente de eso: en qué
momento exacto prendería un cigarrillo, cuántos vacíos
llenaba ese acto mecánico y compulsivo que ahora me provoca una
nostalgia de refugiada. Entonces tengo que recordar, tengo que hacer
un verdadero esfuerzo por recordar que estoy intentando dejar de fumar
porque quiero hacer algo concreto por mi salud. Porque no puedo manejar
el destino o la paranoia que a todos nos asalta de vez en cuando, pero
hay unas pocas cosas que puedo hacer, que están en mis manos
y una de ellas es dejar de agredirme como si no me importara, como si
me sobrara salud o aire o tiempo. Sé que a simple vista parece
tonto, pero cuando empecé a acariciar la idea de dejar el cigarrillo
me asaltaba una pena que me hacía lagrimear, me sentía
de duelo, me costaba darme cuenta exactamente por qué. ¿Duelo
por el cigarrillo? No exactamente, más bien vivía vivo
la pérdida de la ilusión de la inmortalidad. Ya sé
que suena ridículo, pero todos nos sentimos más o menos
inmortales y cuando la muerte se nos acerca con sus certezas insoportables,
las máscaras se derrumban y todo es tan frágil como esos
barquitos de papel que dejo en todas las mesas. Tener que hacer algo
por mí, por mi salud, es tomar conciencia de que mi salud necesita
un esfuerzo extra, es tomar conciencia de la amenaza de la enfermedad.
Y eso duele, para qué nos vamos a engañar. Me puedo hacer
la canchera, pero duele. A todo el mundo le hace mal fumar, pero a mí
me hace peor. Y a un montón de gente asmáticos,
colesterol alto, recuperados de infartos por decir alguna taradez que
represente que sé perfectamente que hablar de mí o de
los que como yo viven con vih no es ninguna cosa en especial también.
Y eso es lo que no se quiere recordar, que somos mortales, que tenemos
la decisión de vivir en nuestras manos y que esa decisión
muchas veces depende de quitarse el vestido de la soberbia y hacer un
esfuerzo desde abajo. Haciéndose bien de abajo.