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Jueves 29 de Junio de 2000
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convivir con virus

MARTA DILLON

Nunca deja de sorprenderme. Esto, dicen, es lo habitual, que los hijos nos dejen con la boca abierta, aún mucho después de haber pasado la edad encantadora de la inocencia y los balbuceos. Mi hija es casi una adolescente, está en esa edad en que el cuerpo no se decide a adoptar una forma, la edad del acné y la desesperación frente al espejo, la edad de llorar a gritos porque todavía no es lo suficientemente grande para algunas cosas y demasiado para otras. Se aburre, se angustia, se tienta sin motivo, escribe las paredes y los delantales, se pone de novia y se pelea, sufre como sufrimos todos cuando no sabemos lo que queremos. Y un poco más también, es parte de la delicia de ser adolescente. A veces me pierdo cuando estoy con ella y peleamos por los discos, por las películas que queremos ver, por la ropa que usamos las dos, por los tacos que no le dejo ponerse, peleamos como si no fuéramos madre e hija. Ella delata el paso del tiempo. Es un testigo implacable que me obliga a revisar cada paso que doy, cada exceso, cada desvío. Ella me enseñó el valor de la verdad, y cada vez que puede me da clase: “Al principio te pueden molestar algunas cosas, pero yo prefiero que me digan las cosas como son”, dice como si fuera una señora gorda aunque sé que en su voz de 13 años ya se escucha el tono de la experiencia. La verdad nunca fue liviana para ella pero siempre fue un alivio. El otro día la veía irse a la escuela con un maletín gris –¿cómo le puede gustar ir con eso a la escuela?– al que planea ponerle una correa para ir a la secundaria: “IV Congreso Nacional de Sida”, dice el maletín y ella lo llevaba como si fuera un trofeo. “¿Qué tiene de malo?”, pregunta y se encoge de hombros, igual que cuando se pone esa remera que hizo hace unos años Roberto Jacobi y que dicen Yo tengo sida y que se pensaron como parte de una campaña solidaria. Yo le pido que no salga con eso a la calle y ella se encoge de hombros, si alguien le pregunta dice todo lo que sabe sobre el tema, sobre mí y sobre todas las causas que reconoce como justas. Me asusta un poco esa compulsión por confrontar con el resto del mundo, pero de alguna manera parece que siente fuerte, por lo menos lo suficiente como para detectar cuando alguien cerca de ella tiene un problema. Claro que tanta desenvoltura la hace creer que lo sabe todo, que puede con todo aunque después ande por los rincones lamentándose porque se ve gorda o fea o siente que todo le sale mal. Si pudiera pedir un deseo, uno solo, pediría que la vida ya no le duela tanto, pero ya sabemos, nadie se salva del dolor y lo mejor es aprender a sentirlo y no paralizarse. Y eso ella lo sabe, lo aprendió dolorosamente y a esta altura creo que no hay otra manera.