MARTA DILLON
Nunca
deja de sorprenderme. Esto, dicen, es lo habitual, que los hijos nos
dejen con la boca abierta, aún mucho después de haber
pasado la edad encantadora de la inocencia y los balbuceos. Mi hija
es casi una adolescente, está en esa edad en que el cuerpo no
se decide a adoptar una forma, la edad del acné y la desesperación
frente al espejo, la edad de llorar a gritos porque todavía no
es lo suficientemente grande para algunas cosas y demasiado para otras.
Se aburre, se angustia, se tienta sin motivo, escribe las paredes y
los delantales, se pone de novia y se pelea, sufre como sufrimos todos
cuando no sabemos lo que queremos. Y un poco más también,
es parte de la delicia de ser adolescente. A veces me pierdo cuando
estoy con ella y peleamos por los discos, por las películas que
queremos ver, por la ropa que usamos las dos, por los tacos que no le
dejo ponerse, peleamos como si no fuéramos madre e hija. Ella
delata el paso del tiempo. Es un testigo implacable que me obliga a
revisar cada paso que doy, cada exceso, cada desvío. Ella me
enseñó el valor de la verdad, y cada vez que puede me
da clase: Al principio te pueden molestar algunas cosas, pero
yo prefiero que me digan las cosas como son, dice como si fuera
una señora gorda aunque sé que en su voz de 13 años
ya se escucha el tono de la experiencia. La verdad nunca fue liviana
para ella pero siempre fue un alivio. El otro día la veía
irse a la escuela con un maletín gris ¿cómo
le puede gustar ir con eso a la escuela? al que planea ponerle
una correa para ir a la secundaria: IV Congreso Nacional de Sida,
dice el maletín y ella lo llevaba como si fuera un trofeo. ¿Qué
tiene de malo?, pregunta y se encoge de hombros, igual que cuando
se pone esa remera que hizo hace unos años Roberto Jacobi y que
dicen Yo tengo sida y que se pensaron como parte de una campaña
solidaria. Yo le pido que no salga con eso a la calle y ella se encoge
de hombros, si alguien le pregunta dice todo lo que sabe sobre el tema,
sobre mí y sobre todas las causas que reconoce como justas. Me
asusta un poco esa compulsión por confrontar con el resto del
mundo, pero de alguna manera parece que siente fuerte, por lo menos
lo suficiente como para detectar cuando alguien cerca de ella tiene
un problema. Claro que tanta desenvoltura la hace creer que lo sabe
todo, que puede con todo aunque después ande por los rincones
lamentándose porque se ve gorda o fea o siente que todo le sale
mal. Si pudiera pedir un deseo, uno solo, pediría que la vida
ya no le duela tanto, pero ya sabemos, nadie se salva del dolor y lo
mejor es aprender a sentirlo y no paralizarse. Y eso ella lo sabe, lo
aprendió dolorosamente y a esta altura creo que no hay otra manera.