MARTA
DILLON
Mi
cuerpo, las transformaciones, de muy flaca a gorda, mucha panza, piernas
y brazos como escarbadientes. No me reconozco, es más, mucho
no lo acepto, dice, y yo sí me reconozco en sus palabras.
Pero el espejo suele ser implacable y no me queda otra que encontrarme
en esa que me pregunta desde el espejo ¿hasta cuándo?
¿cuánto más seguiré cambiando? Es gracioso,
pero el mismo interrogante que me dispara la lipodistrofia esa
acumulación desordenada de las grasas que causa el famoso cóctel
me increpaba cuando era chica y deseaba ardientemente crecer unos centímetros,
tener tetas grandes como las de Moria Casán y cinturita de avispa.
Me miraba todos los días y pensaba cuánto faltaría
para verme como quería, para ser grande, para que me dejen salir
sola. Después me di cuenta que la belleza no era una cuestión
de tiempo y todavía estoy tratando de aprender que no tiene que
ver con alguna forma determinada. (Y sin embargo, esta forma que ahora
soy yo ¿tiene que ver con el paso del tiempo?) Hay un duelo diario
en este desdibujarse del cuerpo, un duelo necesario en el que de todas
maneras no se pierde nada fundamental. Es como resignar un vestido con
el que cosechamos grandes éxitos porque ya no es de nuestra talla.
Sucede a diario, desprenderse. Es la exigencia para seguir caminando,
si el piso se llena de agua, me sacaré los zapatos, si se inunda
me voy a desnudar para nadar más cómoda. Todas las pérdidas
remiten a la muerte, pero no son lo mismo. Como una muñeca rusa
puedo quitarme una y otra vez el mismo disfraz, pero por debajo, por
debajo siempre estaré yo, estarás vos, tensando el hilo
de tu identidad para que sobreviva aun cuando no quede nada de las señales
externas. Es difícil acostumbrarse, ya sé. Es difícil
porque cuantos menos artificios, más rápido se llega a
lo fundamental y quien ve en ese fondo ya no quiere cubrirse con adornos.
Pero es así. Cada día perdemos algo que no se recupera
y sin embargo no llegamos a la noche con nostalgia por las pequeñas
escamas de piel que perdimos bajo el sol. Hacemos el amor buscando el
orgasmo y pocas veces sentimos la pérdida de la emoción
que nos hacía buscarnos como perros de la calle, simplemente
caemos en esa pequeña muerte efímera y punzante, con alivio,
con placer, con dolor. Y no hace falta un cuerpo escultural para sentir
el huracán del esplendor y la caída. Tus formas pueden
cambiar, envejecer, perderse o deformarse, nada de eso impedirá
que cuando haya un encuentro las pierdas todas y las tengas que inventar
de nuevo. Muchas veces, cuando me miro en el espejo y me descubro otra,
más vieja, más flaca, más gorda o más fea,
cuando a pesar de las gastadas generales sigo usando las mismas minifaldas
que tanto me gustan, pienso en mi hija que ahora mismo se desconcierta
frente a los prometedores cambios de su cuerpo. ¿Cómo
le voy a hacer creer que no existe una sola forma de ser hermosa, que
no hay que comprar lo que te vende el mercado de la anorexia, si me
la paso lamentándome por mi cuerpo perdido? Me miro al espejo.
Me miro a los ojos en el espejo y descubro en ellos la chispa que dice
mi nombre.
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