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Jueves 24 de Agosto de 2000

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convivir con virus

MARTA DILLON

Una a veces se enreda en su propia telaraña de pesares y malos humores. Tonterías cotidianas se convierten en dramas chinos de los cuales no se puede emerger. Algo no salió como queríamos; los platos con los que hacíamos malabares se estrellaron contra el piso; el amor de nuestra vida de ese mes, ese año o ese día nos dejó esperando en una esquina. Y entonces una voz del otro lado del teléfono pide disculpas por no haber llamado. “Tuvimos una pequeña tragedia acá en la villa, mataron un muchacho y estuvimos dándole una mano a la familia”, dice sin demasiadas estridencias. Todos los parámetros se mueven, vuelven a su lugar, de donde tal vez no deberían haberse ido, y tomamos conciencia de nuestra dimensión de grano de arena en un desierto con demasiadas historias como para sentirse protagonista. Y ya sabemos cómo es; que alguien la pase peor no alivia los dolores privados, porque de última es así también a la inversa, hasta la herida más profunda empieza a cicatrizar cuando el amor nos consuela y los amigos están cerca. Lo que quiero decir es que todo el tiempo hay algo que hacer más que mirarse el ombligo y que ésa es la mejor manera de perder la perspectiva. Es verdad, no hay manera de vivir si uno siente como propias cada una de las tragedias cotidianas, de hecho aprendemos a amar y a gozar en medio de un mundo que se cae a pedazos, aprendemos a reírnos mientras se muere un muchacho en un villa y a tener hijos –y a desearlos– mientras las relaciones entre las personas se corrompen al punto que decir compromiso parece una mala palabra. Pero tampoco se puede vivir ignorando que mientras seamos hilos sueltos (Verbitsky dixit) alguien vendrá a quitarnos del medio como a molestas pelusas. Saber quién soy, qué quiero, cuáles son los sueños por los que estoy dispuesta a dar mi corazón –no me importa ser cursi– es un trabajo de todos los días. Tender mi mano, buscar otras, estrecharlas, volver a tejer la trama de la solidaridad que alguna vez cobijó los sueños colectivos es el desafío, la apuesta y el camino. No hablo de grandes cosas. Qué sé yo, la cooperadora de la escuela, el comedor del barrio, el hospital donde te atendés, el lugar de trabajo, eso que está al alcance de la mano y se puede transformar. Todos los caminos empiezan en el propio umbral, un poco más allá del ombligo, aunque siempre tengamos que volver a nuestro centro para afirmarnos, para no perder el equilibrio, para crecer. Pero después hay que confrontar, animarse a ver al otro, a los otros, a nosotros mismos en otros ojos. Y a lo mejor con ese hilo que forman las manos que se tienden sea posible coser esa inmensa herida que todos tenemos en el corazón.

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