MARTA
DILLON
Una
a veces se enreda en su propia telaraña de pesares y malos humores.
Tonterías cotidianas se convierten en dramas chinos de los cuales
no se puede emerger. Algo no salió como queríamos; los
platos con los que hacíamos malabares se estrellaron contra el
piso; el amor de nuestra vida de ese mes, ese año o ese día
nos dejó esperando en una esquina. Y entonces una voz del otro
lado del teléfono pide disculpas por no haber llamado. Tuvimos
una pequeña tragedia acá en la villa, mataron un muchacho
y estuvimos dándole una mano a la familia, dice sin demasiadas
estridencias. Todos los parámetros se mueven, vuelven a su lugar,
de donde tal vez no deberían haberse ido, y tomamos conciencia
de nuestra dimensión de grano de arena en un desierto con demasiadas
historias como para sentirse protagonista. Y ya sabemos cómo
es; que alguien la pase peor no alivia los dolores privados, porque
de última es así también a la inversa, hasta la
herida más profunda empieza a cicatrizar cuando el amor nos consuela
y los amigos están cerca. Lo que quiero decir es que todo el
tiempo hay algo que hacer más que mirarse el ombligo y que ésa
es la mejor manera de perder la perspectiva. Es verdad, no hay manera
de vivir si uno siente como propias cada una de las tragedias cotidianas,
de hecho aprendemos a amar y a gozar en medio de un mundo que se cae
a pedazos, aprendemos a reírnos mientras se muere un muchacho
en un villa y a tener hijos y a desearlos mientras las relaciones
entre las personas se corrompen al punto que decir compromiso parece
una mala palabra. Pero tampoco se puede vivir ignorando que mientras
seamos hilos sueltos (Verbitsky dixit) alguien vendrá a quitarnos
del medio como a molestas pelusas. Saber quién soy, qué
quiero, cuáles son los sueños por los que estoy dispuesta
a dar mi corazón no me importa ser cursi es un trabajo
de todos los días. Tender mi mano, buscar otras, estrecharlas,
volver a tejer la trama de la solidaridad que alguna vez cobijó
los sueños colectivos es el desafío, la apuesta y el camino.
No hablo de grandes cosas. Qué sé yo, la cooperadora de
la escuela, el comedor del barrio, el hospital donde te atendés,
el lugar de trabajo, eso que está al alcance de la mano y se
puede transformar. Todos los caminos empiezan en el propio umbral, un
poco más allá del ombligo, aunque siempre tengamos que
volver a nuestro centro para afirmarnos, para no perder el equilibrio,
para crecer. Pero después hay que confrontar, animarse a ver
al otro, a los otros, a nosotros mismos en otros ojos. Y a lo mejor
con ese hilo que forman las manos que se tienden sea posible coser esa
inmensa herida que todos tenemos en el corazón.
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