MARTA
DILLON
La
primera vez que lo vi era apenas una mancha oscura en la cuna de mi
hermano. El no tenía ni veinte días, yo diez años
y una angustia en el pecho que entendí mucho más tarde.
Fue la única vez que lo vi de bebé, pero su nombre formaba
parte de esa larga lista que repetí obsesivamente durante años
para que no desapareciera del todo-todo lo que desapareció con
mi mamá. Cuando lo volví a encontrar, veinte años
después de esa tarde, lo llamé por el nombre que recordaba:
Marito y no le gustó nada, él es Kuriaki y
así exigía que lo llamen. Pasaron casi cinco años
más desde entonces, en este tiempo pude enterarme que su mamá
y la mía compartieron sus últimos días, que a la
suya las compañeras la ayudaban a sacarse la leche que ese bebé
negro y fiero ya no podía tomar y que ella, médica pediatra,
curaba como podía a los que salían de la tortura. Kuriaki
ahora es un militante de los derechos humanos, el que hace las mejores
pintadas de HIJOS, el que nunca falta a las reuniones. Además
es papá, motoquero y fanático de Attaque 77, aunque seguro
que la palabra fanático tampoco debe ser de sus preferidas. Pero
es de esos que los siguen a todas partes y conoce sus canciones mejor
que nadie. Lo que Kuriaki no sabía es que Ciro Pertusi lo seguía
a él. Lo vio una vez en televisión, después de
un escrache, mientras la policía se lo llevaba a la rastra agarrándolo
de la remera de Attaque. Nosotros sólo hacemos la banda
de sonido de una película de la que vos sos el protagonista,
le dijo Ciro a Kuriaki en un encuentro que sucedió hace unos
días. Le contó también que lo había visto
en Obras, que desde el escenario los músicos lo buscaban para
saber quién era el pibe que había inspirado esa canción
que cuenta, sin conocerla, la historia de alguien como él, que
tiene razones para luchar, para estar de pie aun cuando lo cotidiano
es la injusticia y su causa buscar justicia para sus padres desaparecidos
parece perdida desde el vamos. Fue emocionante ser testigo de ese encuentro,
ver los ojos de Kuriaki mientras Ciro le contaba cuánto admira
lo que él hace y cómo sus canciones tenían sentido
cuando contaba con él entre el público. Puede parecer
una historia menor, pero a mí me dio la sensación de que
otra vez la vida nos daba revancha. El sábado pasado Kuriaki
fue cabeza de marcha en un escrache que hicimos a un hijo de puta, Frimon
Weber, torturador conocido como 220 por su habilidad con
la picana. Casi no hubo medios ese sábado, pero hubo quinientas
personas, vecinos y jóvenes de todas las tribus posibles que
cantamos hasta quedarnos sin garganta porque para nosotros escrachar
a estos personajes de mierda es también una fiesta, porque estamos
de pie y porque lentamente la justicia popular llega para condenarlos.
La vida nos da revancha, pensé de nuevo mientras Kuriaki caminaba
adelante, guiando la columna en la que yo marchaba, tan lejos de ese
bebé que me tocó cuidar una tarde mientras nuestros padres
diseñaban estrategias para cambiar el mundo. Es verdad, a ellos
se los llevaron, los derrotaron, pero nosotros nos estamos encontrando
y cada encuentro tiene el poder de encender luces aun en la oscuridad
más cerrada.
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