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Jueves 30 de Noviembre de 2000

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EL CULEBRON TIMBAL, QUIJOTES SUBURBANOS POR LA CARRETERA DE LA CINTURA COSMICA DEL SUR

Girar por Sudamérica en colectivo... No tiene precio

Con un bondi reciclado, instrumentos, canciones y muchas ganas de conocer el verdadero continente, la banda que ha combinado poética social, comic y rock and roll callejero, se largó a la aventura... Y la concretó. Ahora, de regreso, están aquí para contarlo todo.

TEXTOS: ROQUE CASCIERO
FOTOS: FACUNDO ALEGRIA

Si alguna vez fantaseaste con la idea de lanzarte a experimentar bien de cerca aquello de las venas abiertas de América latina o si te dan ganas de hacer la mochila cada vez que escuchás a Manu Chao cantando “por la carretera”, tenés que conocer la historia del Culebrón Timbal. O sea, la de un grupo polimorfo que llevó su mezcla de rock, murga, literatura, comic y actuación desde el conurbano bonaerense (al que no hay fondos de reparación histórica que le alcancen) hasta Ecuador, transitando las rutas en un carromato que alguna vez tuvo la forma de un colectivo de línea. La idea de los integrantes de la agrupación era llegar a Chiapas, pero el bondi adornado con un mascarón de proa dijo basta justito en la mitad del mundo, después de haber transitado casi 20 mil kilómetros.

Este viernes, Culebrón hará una fiesta en la Casa de Niceto (Niceto Vega 5956), en el que podrá verse el documento gráfico (fotos y publicaciones) del trip, escuchar las canciones del grupo y asistir a la fundación de la República Nómade de los Suburbios. “Siempre nos interesó lo que sucede en los suburbios”, explica Eduardo Balán, cantante y autor de las historietas del Culebrón. “En las grandes metrópolis está la parte presentable de cada país, pero en los alrededores es donde ocurren muchas más cosas. Del viaje nos trajimos la idea de que los suburbios de distintas ciudades tienen muchas cosas en común: en el conurbano de Lima ves cosas iguales que en Grand Bourg. Y por eso decidimos fundar la República.”
Este viaje con mucho de iniciático comenzó a gestarse cuando el Culebrón componía las canciones para su segundo disco-comic, Territorio. “Queríamos ir a fondo en la propuesta de trabajar una forma de arte que no fuera la clásica de una banda de rock, por eso nos enganchamos en la movida de conseguir el bondi como escenario ambulante”, recuerda Balán. “El viaje también tenía que ver con probar que se podía definir un territorio con reglas propias y hacer una experiencia grupal en ese sentido”.
Gerardo Tabor (percusión): Hacer un viaje de esta forma fue mostrarnos a nosotros mismos que se puede hacer contacto con cosas, gentes y lugares con los que, de otro modo, no podríamos habernos encontrado. Si vas amparado por una multinacional o por una productora, te dedicás a otro tipo de cosas.
Ernesto Pezzani (saxo): Y pasás por arriba de toda la historia. Nosotros, en cambio, fuimos por abajo.

Con apenas algunos contactos, el Culebrón salió a bordo de su carromato rumbo a Uruguay y Brasil en octubre del año pasado; en enero del 2000 comenzó el viaje con el norte como rumbo: Bolivia, Perú, Ecuador... Los integrantes del grupo pudieron compartir vivencias con los “Sin Tierra” en Porto Alegre, con redes de radios comunitarias peruanas y con la federación indígena que volteó al presidente ecuatoriano a principios de año.
Pezzani: En Susque, un pueblito muy chiquito de Jujuy, hicimos onda con los chicos y ellos le pidieron permiso al dueño del bar para que tocáramos. Entonces pusimos las tumbadoras, las guitarras acústicas, el saxo, el violín y el charango. Y le metimos para adelante.
Balán: Armamos un repertorio para todos, con temas nuestros, de Los Redondos, de Los Piojos, de La Renga, algo de folklore...
Tabor: Lo más copado es que, en los lugares donde no había contacto, ahora sí lo hay. Y un contacto que tiene que ver con la esencia del Culebrón: no es con una productora de Lima, sino con instituciones comunitarias de pueblitos peruanos.

Balán: Tuvimos que juntar una guita antes del viaje largo porque el bondi necesitaba una libreta de paso de aduana para salir del Mercosur. Hubo que poner un dinero, que nos devolvieron a la vuelta. Nuestra idea era que cada uno se juntara 400 o 500 mangos, porque calculábamos que viviendo arriba del bondi nos alcanzaba. Los últimos días en Quito fueron medio garrón, porque se nos rompió el piñón y la corona del bondi, pero hasta ese momento no hubo grandes dramas de guita. Era todo una mugre, eso sí.
Tabor: A Balán terminamos de despiojarlo hace una semana (risas).
Pezzani: En Bolivia, por ejemplo, el cambio nos favorece muchísimo, pero así y todo peleábamos los precios a morir. Una hamburguesa cuesta centavos, pero la luchábamos igual.
–¿No tuvo algo de quijotesco salir así, a la ruta?
Juan Manuel Aguirre (charango y coros): Habernos cruzado con gente tan rica, conocer los lugares que conocimos y haber tenido las experiencias que tuvimos, son cosas que no tienen precio.

Balán: Creo que hay un elemento en salir de este modo que tiene que ver con el invento. En el Culebrón, la historia es buscar inventar una realidad nueva, intentar una combinación de cosas que antes no existiera. Y el invento siempre es medio quijotesco, porque las posibilidades de que te quedes en el medio del camino son siempre mayores de que todo te salga bien. Por ejemplo, ahora estamos entusiasmados pensando en el laburo que viene, que es generar un espacio donde puedan interactuar diferentes disciplinas artísticas. Y ese espacio, donde pasarían muchas cosas a nivel discursivo (de música, teatro, literatura, comics), tendría formato de kermesse. La idea es no abandonar la mecánica del escenario ambulante, el bondi, los festivales en los barrios, pero apostar a que en un lugar exista una especie de gran combo para que uno pueda meterse en un mundo diferente.
–¿Cuáles fueron las experiencias que más los impactaron?
Pezzani: A mí me mató el cruce de la Cordillera. Me hizo remontar a la época en la que la cruzaban a caballo...
Tabor: Pero en esa época deben haberla cruzado más rápido que con el carromato (risas).

Balán: Para mí hubo un momento impresionante cuando entrábamos a Cuzco, bajando por un cerro, y nos cruzamos con una diablada, que es una especie de procesión que va de un pueblo a otro. A la gente le encantó el bondi, se subían los que estaban disfrazados de diablo. Uno de los pibes de la banda se fue a tocar en medio de la gente... Nos quedamos un buen rato ahí, en medio de la procesión, porque de algún modo la estética del colectivo tenía que ver con lo que estaba pasando ahí. Fue un encuentro no previsto y de mucho peso emocional.
Aguirre: A mí me llamó mucho la atención la gente con la que nos cruzamos, porque compartíamos una onda aunque no la conociéramos. También me sorprendió encontrar gente en lugares inhóspitos, donde creés que no vive nadie.
Pezzani: Por ejemplo, en las Salinas Grandes, en el medio de la nada, nos encontramos a un salteño que iba en bicicleta. Paramos, se subió copadísimo y agarró el charango para cantarnos coplas.
Balán: La llegada con el bondi a cada pueblo era muy impresionante para la gente, nos preguntaban si éramos un circo. Y cuando hablábamos, todos se sorprendían con qué poco nos habíamos animado y cuánto se podía hacer. Creo que nuestro viaje sirvió para que otra gente se animara a pensar cosas así.

Historias breves

Al parecer, el cantante de Culebrón Timbal no era el más ducho al volante del colectivo. En La Paz, Bolivia, dobló en una esquina de dos callecitas angostas y... ¡el bondi se le quedó trabado entre las paredes de las casas! “Yo estaba en el fondo y por la ventanilla saltó un cascote; no entendía nada”, recuerda Pezzari. “No daba para destrabar el bondi en una sola maniobra, así que di marcha atrás... y me choqué otra casa. Mientras hacía toda esa maniobra, veíamos que a cien metros venía trotando una banda de conscriptos bolivianos; era la peor situación que nos podíamos imaginar, pensamos que íbamos todos en cana. Pero terminamos de hacer la maniobra, los tipos pasaron y a las dos cuadras frenamos para poder respirar”. “Pero esa no fue la primera”, se ríe Tabor. “En Montevideo, estábamos tocando en un festival y Eduardo había puesto el bondi en una canchita de fútbol. Pero el bondi perdía aire y si pierde aire no tiene frenos. En un momento Eduardo pisó el embrague y el bondi empezó a irse para atrás, porque no tenía frenos. Se llevó puesto el alambre de púas y la puerta. O sea que si ven al carromato con Eduardo al volante, ¡mejor salgan corriendo!”
Otras anécdotas del viaje tienen que ver –como no podía ser de otro modo– con la policía. No tuvieron que ir muy lejos los integrantes del Culebrón para que les pidieran la primera coima: en Rosario los paró un patrullero y, embalados por el inicio de la travesía, dejaron 20 pesitos... Con los que soñaban en Quito, cuando la cosa era cuesta arriba. El último mangazo fue en Perú, casi en la frontera con Chile, donde los agentes se quedaron con los últimos dos paquetes de arroz de la banda. “Además, en varias aduanas tuvimos algunos quilombos por los equipos, pero ensayábamos distintos versos: a veces éramos un grupo de música que iba a tocar contratado por la alcaldía de una ciudad, otras éramos un grupo de docentes que iba a hacer una investigación al Machu Picchu...”, recuerda Balán.
En Chile, estuvieron a punto de decomisarles el charango, porque está hecho con un animal en peligro de extinción. Mientras discutían con los carabineros, se largó una tormenta de lluvia y granizo. Resultado: les firmaron todos los permisos al instante con tal de no mojarse. Pero lo que más buscaban los gendarmes eran drogas. “Imaginate, bajábamos nosotros y los tipos pensaban: ‘¿Dónde la tienen estos pibes?’ Pero habíamos tomado nuestros recaudos (risas) y nada. Daban vueltas con los perros, nos volvían locos. En Perú, a uno le dije: ‘Claro, te entiendo, ves venir el colectivo con esa máscara y pensás que estamos llenos de drogas’. El tipo me contestó que tenía razón, pero después me miró, miró la máscara y se subió al bondi ¡para que el perro oliera la máscara! Para los canas era un show vernos llegar, porque pensaban inmediatamente qué coima nos iban a pedir. Lo que pasa es que esa gente come de eso, porque hay una pobreza impresionante. Si no sacan un mango de ahí...”

Buenos Aires, 11 de enero
El viento retumba sin cortes en los parches de mi oído. Tengo la cara pegada al aire de la ruta, el sol me pellizca levemente mientras salgo de la bolsa de humo en la que está metido el conurbano. Tengo la incertidumbre de que significa el camino por andar. Tengo la expectativa pura y la voluntad de hacer de mi viaje la aventura más emocionante, como propuesta de movimiento para el despertar en cada mañana y el entrar en el vientre de cada noche.

Salta, 12 de enero
Los cerros como paredes, más la vegetación, limitaban el camino a los costados. Las subidas y bajadas del asfalto, yendo hacia Güemes, nos daban de a ratos la sensación de estar volando.
Era una noche muy cerrada, de bichos clamando por el agua, que arriba se retorcía en su estado de nubes densas, a punto de golpear –tan hostil como amorosamente– la espalda oscura del adormecido monte salteño.
La noche misma, corazón azabache, se metió hasta en cada fisura de mi adentro. Sólo ese juego de luces infinitamente mágico me devoró el sueño y humedeció mis ojos redondos de sorpresa. Aquí y allá, relámpagos... Cientos de rayos fueron ejerciendo su descarga sobre las grandes piedras próximas al camino. La espalda del monte fue un legüero, donde repicaron los ritmos naturales de un tiempo rústicamente musical y brillante. Sencillamente maravilloso. Luminosamente deslumbrante.

Tilcara, 15 de enero
...y entre las alegres danzas de la fiesta, hasta la muerte deambula manchada por las calles de Tilcara. El filo de los dolores se hace grito y en la zamba se acapara la esperanza, que amanece de sonidos empapada por la vereda, donde la noche termina en bajada.

Purmamarca, 16 de enero
Un patero y queso ‘e cabra es Purmamarca que resalta los colores de su cerro. Siete lluvias de leyenda, juntas van
a pintar una tarde cada enero.

Salinas Grandes, 18 de enero
Cruzando el desierto, allá donde los cerros a lo lejos parecen suspendidos en el aire, más arriba del espejo de sal que desnuda del paisaje su fantasma. Su fantasma, cual espectro solitario de un extenso sembradío de magia. Sí, sólo magia.

Tocopilla y Caleta Urco, 20 de enero
Algas secas en las rocas. Del azul gris al verde de la costa. El cielo y el océano, al fondo, una sola cosa.
Pequeños parajes costeros: encontramos familias de pescadores viajando con el sol hacia el oeste, para llegar a mojar de Pacífico el espíritu y el cuerpo.
Estrellas de mar, cangrejos, caracoles, lagartijas, ojotes. Pescado con cerveza y fulbito: nos metimos en el mar cuando anochecía. Más tarde, fogata con bencina y guitarra cerca de los botes. Noche de eclipse, superficialidad eclipsada. El brillo de la luna fue estar despreocupados, despojados, desinteresados.

Moquegua y Desaguadero,
24 de enero
Juan, Felipe, Víctor y Rodolfo van muy temprano, en la mañanita helada, a trabajar a la montaña. A cavar, para bajar agua desde “la arriba”. Nos hicieron dedo (no tienen otra forma de llegar). Compartimos pan, atravesando nubes en el camino Moquegua-Desaguadero. En algunos tramos, sobre las nubes y de frente al camino, el sol le pintaba la cara a una luna redonda y desvelada. Con la subida llegamos una vez más a ese momento en el que no se sabe si la sensación de falta de oxígeno es por la altura o por lo imponente del entorno, majestuosamente vasto.
Nos detuvimos para juntar pura-pura (una hierba que nos iba a ayudar a soportar mejor la altura, como la hoja de coca) y chachacoma (para regular el estómago). Nuestros cuatro amigos nos revelaron las propiedades de las hierbas, que consideramos un regalo muy valioso y compartimos con nuestro mate. Recuerdo que uno de ellos bajó con su pala en un lugar llamado Chilliligua. Un cartel decía que estábamos a 4530 metros sobre el nivel del mar. A nosotros nos sobraba oxígeno para jugar en la nieve.
Titicaca, 26 de enero
El azul del cielo, justo antes de que llegue Inti, se mezcla con el verde más intenso de las terrazas de cultivo, que se renuevan desde hace siglos. Ellas le dan color y carácter a la masa inmensa y enigmática llamada Titicaca.

Isla del Sol, 27 de enero
La paz del cóndor en pleno vuelo.
La fuerza del puma contenida en su andar.
El mal de la serpiente arrastrando su destino.
La sabiduría del búho en la mirada silenciosa.
La compañía de la llama en la simpleza esplendorosa de vivir.

Camino del Inca, 4 de febrero
Pachamama sabia que deja jugar a las nubes por las altas laderas de su cuerpo.
Humedeciendo los maizales que crecen Valle arriba, vientre adentro.
Y me regala esta visión de caja verde salpicada con misterio.
Vena blanca que susurra y atraviesa todo tiempo.
Viejo río que me trae de esta noche sus cimientos.
Y su abrazo sobre ruinas que iluminan el momento en que Pachamama eterna crece herida cuerpo al viento.

Barranco, 12 de febrero
Rugen las piedras bajo caricia de agua cuando febrero es noche
en el Barranco de Lima.
Luna que se esconde Y deja chispas en la costa.
Cruz de luz y Miraflores mar que encierra toda sombra.

Caleta El Ñuro, 18 de febrero
Según los lugareños, se nos “malogró el carro”. Estamos en el norte de Perú, a unos 200 kilómetros de la frontera con Ecuador, sobre la Panamericana. A unos 500 metros al oeste, brama el océano Pacífico. Junto a él, un caserío llamado El Ñuro. Anoche, en la casa de una de las familias de pescadores, cenamos peje blanco frito mientras la blanca llama de una lámpara de querosén desfiguraba el rastro del cansancio que el camino acumula en nuestras caras. La señora comenta: “Aquí los hombres salen a pescar muy temprano, pero hace más de una semana que no paga la empresa que se lleva el pescado”.
En este momento, la carretera se envuelve con el ronquido de las olas, música que de a ratos se disuelve con el paso de algún auto. En el aire, gallinazos y tijeras planean buscando algo de sustento desde arriba.
En la arena, sobre el límite húmedo que dibuja la ola cuando se acerca o se aleja, cientos de cangrejos saltarines remueven caracoles entre pinzas inquietas y saltitos mágicos.
También me llega algún acorde triste de guitarra y, según el viento, el lamento de la cigüeña de una petrolera que se esfuerza en esta tarde seca. Tarde de lagartijas y de piedras, de sol y de tierra, de sonidos que estoy juntando cuando se quema mi piel, como la tarde, en el borde de esta carretera.

Quito, 25 de febrero
Unos rayos de sol logran burlar las barreras de nubes sobre las sierras, y hacen brillar de manera especial las gotas que caen y que reverdecen la serena capital de la mitad del mundo.
El invierno es en febrero, tardes de lluvia. Distintas de las de la zona costera que encabeza Guayaquil, distintas también de la Amazonia. Pero, en concreto, una parte de América latina como el resto: la justicia devaluada, la dignidad desorientada y la esperanza... La esperanza como tierra, siempre por reverdecer.

Esta especie de diario de viaje es autoría de Juan Manuel Aguirre, charango y voz de la banda.