MARTA
DILLON
Hoy es uno de esos días en que no me alcanzan las palabras. Es
arbitrario, a simple vista. Qué sé yo, estoy sensible,
le digo a la gente que me pregunta qué pasa que hasta el pelo
me cae llovido como las hojas del sauce llorón. Y sí,
yo también estoy llorona. ¿Será que no soporto
los excesos del cariño? ¿Será que me manejo mejor
cuando tengo que armarme como para la guerra y atravesar los días
como en un campo de batalla? Por las dudas trato de que no se me note
tanto, que mis amigos, mis compañeros, no se den cuenta de cuánto
me conmueve que me pregunten cómo estoy, que se asusten porque
últimamente no hay un día que me levante sin que mi vientre
organice batucadas dentro de mí, que me digan que me ven más
flaca o más gorda según por qué lado me miren
como si esos fueran datos que hay que tener en cuenta para saber si
me estoy cuidando lo suficiente. Pero creo que disimular no es mi fuerte,
una vez aprendí que lo mejor es caminar siempre para adelante,
con la cara descubierta, y allá voy. No es ninguna maravilla,
la mitad de las veces me arrepiento de mis impulsos, la otra mitad me
parece que no dije ni siquiera lo que tenía que decir. Y bueno,
todo se mueve por estos días. ¿Será que se aproxima
el fin de año? ¿Que mi hija terminó la primaria?
¿Que fueron demasiadas despedidas en los últimos doce
meses? Ya llegará el tiempo de los reencuentros, lo único
que no cambia es lo que está muerto. Y yo estoy vivita y coleando,
y alimento mi voluntad de obrera de la construcción, ladrillo
sobre ladrillo, armando la mezcla, buscando el equilibrio. El refugio
se va levantando de a poco y aun cuando mi energía de caballo
de fuego me haga patear lo construido cada tanto, sé de volver
a empezar. El otro día, hablando con un amigo en un programa
de radio, no sé por qué, vinieron a visitarme la larga
lista de amigos perdidos. Sin pensar me pregunté por qué,
por qué me habría tocado despedir a tanta gente, asistir
a su agonía o verlos partir de pronto sin aviso. Tal vez sería
que me había ganado la nostalgia, pero después me arrepentí,
me arrepentí de haber formulado esa estúpida pregunta,
¿por qué? ¿Y por qué no?, me seguí
preguntando el resto del día, ¿por qué no? De hecho,
nunca estuve sola en esas despedidas, siempre había alguien más
con quien compartir el dolor y la certeza de que la muerte es parte
de la vida y que hay que seguir caminando. Me sentí tonta. No
creo en el destino, o mejor, creo en el destino que se construye, en
el camino que se abre, en las paredes que se levantan, ladrillo a ladrillo,
preparando la mezcla, buscando el equilibrio. No estuve sola entonces,
no estoy sola ahora. Creo que si algo me salió bien en esta vida,
si algo aprendí, es a valorar a mis afectos, a saber cuánto
los necesito, a intentar estar ahí con la mano tendida porque
la mitad de las veces no puedo caminar si alguien más no me da
la suya. Tengo todo lo que necesito y tengo más. Tengo unos ojos
que ven más allá del día, aunque el día
me sumerja en su urgencia. Tengo a mi hija que cada día está
más linda, que en el video de su viaje de egresados me manda
besos después de mandárselos a su novio y me dice que
me extraña. Tengo a mis amigos, que me llaman, me consuelan,
se preocupan, me quieren como yo los quiero. Tengo a mis compañeros
con los que construimos todos los días la certeza de que se puede
y los caminos hacia un mundo como el que queremos. Y aun cuando lo esté
enumerando, para decir lo que tengo, hoy no me alcanzan las palabras.
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